Opinión /

Adiós al amigo, al camarada de los sueños


Lunes, 6 de febrero de 2012
Ricardo Ribera
No es ésta la primera vez que escribo en El Faro sobre Aquiles Montoya. Salí en su defensa en mi columna del 20 de noviembre de 2009 titulada Crítica de la miseria, miseria de la crítica. De la misma entresaco el siguiente fragmento: “Aquiles es una persona en absoluto soberbia, al contrario, sencillo y humilde. Con grandes defectos, de los que él mismo es consciente y no hace por ocultar, y enormes cualidades que le han atraído la amistad y la admiración de estudiantes y colegas. No se considera un sabio, no lo es, pero probablemente sea quien más sabe en este país sobre la monumental obra El Capital de Karl Marx.”

Por años tuve yo mi oficina (“cubículo” según se le dice, en el poco afortunado lenguaje de la academia) justo frente a la suya. Y esa circunstancia me permitió conocerlo bastante. Compartíamos más que la humareda de nuestros respectivos cigarrillos, que también. Compartimos, sobre todo, las inquietudes intelectuales y políticas, las vivencias y querencias propias de lo humano. Sabía compartir y volverlo a uno cómplice de confidencias y recuerdos, de expectativas prácticas y desafíos teóricos. Y también enredarlo a uno en el amor ilimitado y sin reservas hacia este pueblo.

Relata su compañera que sus dos perros aullaron y ella los calló, temerosa de que fueran a despertarlo. Ahí se dio cuenta de que acababa de fallecer. Como en los terremotos y otros eventos de la naturaleza los canes fueron los primeros en sentir las vibraciones, en avisar de que algo terrible estaba pasando, en adelantarse en el gemido hondo y largo por la pérdida del ser querido. La muerte, celosa y posesiva, vino para llevárselo a otros valles. Él la estaba esperando. Ya sabía. Lo había anunciado en la respuesta al joven discípulo que le ofrecía su desinteresada ayuda: “lastimosamente, la vida se me escapa”. Cual arena fina que escapa entre los dedos del infante, por más que apriete no podrá retenerla, al contrario, fluirá aún más rápido fuera de su mano. Aquiles se sumergió en su sueño, en el más largo y reparador de toda su vida, plenamente consciente de ello. Me parece que supo morir con dignidad,  así como digna fue su vida. Fue la última lección que nos dejó.

Creo que ha sido, la suya, una buena muerte. La muerte del necio, dice ella, pero de un necio lleno de sabiduría, cabe añadir. Murió como vivió. Rebelde y terco, dueño de sus decisiones, sin miedo a decidir, sin miedo a equivocarse. No en un hospital (los odiaba) sino en su casa, en su cama, cerca de los seres que más amó. Con tiempo y serenidad para escribirle al rector y a sus compañeros de la UCA, sus últimos reclamos y sus permanentes esperanzas. Para redactar un postrer escrito dirigido a los jóvenes – ¡cultívense! – avisando al editor que ése sería el último de sus artículos. Casi disculpándose por ello, consciente de lo necesario de su aporte,  sin falsa modestia.

Ciertamente, qué difícil poder llenar el vacío que deja en el debate intelectual y político del país, el hueco por su contribución a la investigación, a la producción teórica y a la proyección social. No sólo en el mundo de la academia, también en las comunidades del Bajo Lempa, entre los sindicatos, en muchas organizaciones del movimiento social, se hará sentir su falta y se le echará de menos.

Han pasado ya unos días pero sigo en medio de la tristeza por el amigo que se fue. Pero también experimento el gozo de constatar que lo hizo dejándonos el mundo un poco mejor de cómo él lo encontró. Pensando en él, traduzco del catalán los versos de una, para mí, entrañable melodía de despedida:

 

Echaremos en falta tu sonrisa,

dicen que nos dejas, que te vas lejos de aquí,

pero el recuerdo del valle donde viviste,

no lo borra el polvo del camino.

 

Tu frente lleva la luz del alba,

ya no la surcan dolores ni trabajos,

y tu ropa empapada de rocío

es del color del río del valle.

 

Cuando llegues a lo alto de la cumbre

mira el valle y el río que has dejado

y este corazón que ahora guarda el dolor

tan amargo de tu despedida.

 

Tu frente lleva la luz del alba,

ya no la surcan dolores ni trabajos,

y tu ropa empapada de rocío

es del color del río del valle.

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