Opinión /

Voto duroblandito


Lunes, 5 de marzo de 2012
Ricardo Ribera

Los periodistas inventaron llamar “voto duro” a los electores que se mantienen fieles al partido de su preferencia, bien porque son militantes del mismo, bien porque son simpatizantes que vienen mostrando inalterable su lealtad política. Son la base electoral con que cuentan los partidos políticos. Gran parte de la misma es de una definición ideológica tan acentuada que es determinante para asegurar su voto independiente de la coyuntura, de los errores o inconsecuencias de dirigentes y candidatos del instituto político de sus preferencias.

Si se les pregunta a este tipo de votantes van a responder que sus principios y prioridades están por encima de las veleidades en que individuos concretos – léase los funcionarios, líderes y candidatos partidarios – pudieran haber incurrido. Van a ir a votar, claro que sí, y lo van a hacer como siempre y por quien siempre lo han hecho. Con la esperanza de que esta vez de veras sí les cumplan. Que cumplan del todo y que cumplan con todo lo que prometieron y lo que dicen defender.

Son gente de fe. Personas que tienen confianza. Son, en realidad, gente admirable. Algunos viven la política como una religión. Suelen ser, por tanto, gente peligrosa. Preferible es, con ellos, no discutir de política. Suelen tomársela “demasiado a pecho”.

Hay otro tipo de votantes al que los medios han dado en llamarle “voto inteligente”, en un claro sesgo favorable y positivo. ¿Por qué no decirle “voto blando”? Parecería más lógico con los criterios de clasificación. Pero no. A ese voto, al que hay que ganarse con las campañas electorales, se le califica de voto inteligente, con lo que claramente se insinúa que el otro tipo de elector, el duro, es “voto estúpido”. Incluso algún “analista político” – opinador más bien habría que llamar a los que nos dedicamos a tal afición, profesión u oficio – llega a decirlo sin ambages: le parece idiota esa gente, tan decantada en su preferencia electoral, a la que no es posible hacer dudar ni convencer. Sería ése, según esta versión, el grupo de los fanáticos, los irracionales, los “hooligans” de este deporte llamado política. Prefieren aquel ciudadano que “piensa”, que “razona”, que “argumenta”.

El problema para sustentar esta respetable opinión proviene de los propios partidos políticos. Sus campañas electorales – de modo muy notorio la actual – suelen ser bayuncas y faltas de contenido, tan poco educativas y pobres en información, que no resulta nada creíble el argumento de que el ciudadano sin voto definido y que se deja influenciar por las mismas es el más inteligente. De hecho los estudios de opinión indican que sólo el 7% decide su voto a partir de la propaganda electoral. ¿Qué pasa con el otro 93%? ¿Seremos mayoría los tontos?

Diferente al segmento anterior me parece que es la gente que viene tomando su decisión eleccionaria desde tiempo atrás, evaluando las acciones y omisiones de los distintos partidos, las proyecciones y los perfiles de unos y otros candidatos y candidatas. Pienso que cabría llamarle “voto razonado”, entendiendo que es una variante del voto blando en tanto en cuanto se diferencia del duro. Esa gente es capaz de cambiar su preferencia electoral a partir de la evaluación que haga y también puede optar por diferenciar su voto, marcando distinto en la papeleta para diputados que en la de concejos municipales. No se va a dejar influenciar mayormente por las estridencias de la campaña a no ser que ésta trajera volúmenes sustanciales de información, de ofertas creíbles y de visión estratégica de nación. Esto no se ha dado o por lo menos yo no me he dado cuenta.

En las antípodas de este sector de voto blando y de veras inteligente se ubica otro grupo, el de menor nivel político, el del voto indeciso. Para este tipo de electores sí podrían merecer la pena los gastos de campaña, de propaganda y publicidad. Es gente influenciable, que puede inclinar su voto por la gracia de un lema, lo pegadizo de una canción, la sonrisa del candidato o incluso el color de la corbata que éste usa. Gente que muchas veces hasta última hora, el propio día de la elección o incluso hasta el momento de estar ante la urna toma su decisión. Considero, sin necesidad de encuestas científicas que así lo indiquen, que en este país es una poca cantidad de personas las que encajan con la descripción. De las cuales ojalá una buena parte el día de la elección decida mejor quedarse en casa. Bastante idiota es ya a veces la política como para sumarle el concurso de tales gentes.

Otro sector detestable, pero existente, es el voto clientelar. Se trata del tipo de gente pendiente de qué le ofrece el partido o el candidato para, en función de eso, dar o no el voto. No me refiero a la venta de votos, que es delito y por tanto cosa de delincuentes, tanto el que paga como el que cobra, el que ofrece como el que acepta. Todo eso se ha dado y esperamos que con las medidas tomadas por el TSE se elimine o sea muy residual. Me refiero a la actitud de exigir cosas concretas al candidato, tal vez para el barrio o cantón, para el sector o grupo social. No deja de ser una forma de corrupción política. No es función del alcalde atar clientelas a cambio de los votos, sino regir el conjunto del municipio. Con mayor razón el diputado cuyas miras debieran ser el interés de la nación como un todo y no la defensa de intereses particulares, sectoriales y hasta personales de los votantes. Es caer en demagogia, la deformación más usual de la democracia. Ese voto condicionado, muy a menudo traicionado después, es un voto de alquiler, espúreo, viciado, antidemocrático.

Por último, no podía faltar en esta apresurada tipología del voto, la variedad llamada periodísticamente “de castigo”. Se trata de un voto con vocación de veto. Es legítimo, sin duda, el voto en contra, sobre todo cuando se trata de funcionarios que pretenden la reelección, no siempre merecida. Más frecuente que se aplique a alcaldes, pues su responsabilidad es más individual y notoria, que a diputados, ocultos a veces tras la labor del conjunto de la fracción. No obstante debe advertirse que este tipo de voto con frecuencia produce el efecto de péndulo resultando electo alguien del otro extremo del espectro, una escogencia que no siempre resulta después satisfactoria para el propio votante. Ese votar por alguien para impedir que otro sea reelecto no es una forma demasiado racional de usar el sufragio y sus efectos a menudo suelen ser paradójicos. 

De todo este recuento, la conclusión es que no importa sólo ir a votar, sino también la motivación y el tipo de voto. A mi modo de ver hay variedades de voto de inferior calidad y otras superiores en lo cualitativo. La democracia, en su imperfección, no distingue entre unos y otros, todos valen igual.  Tampoco distingue entre el voto del doctor y el de la persona analfabeta. Es lo que llevó a Winston Churchill a dictaminar: “la democracia es el peor de los regímenes existentes, con excepción de todos los demás”. O también, desde el ángulo opuesto, a Juan Jacobo Rousseau a exclamar: “la democracia es un régimen tan perfecto que resulta más propio de ángeles que de los hombres”. O, más cercana a nosotros, Hanna Arendt: “el gran reto de nuestra época es democratizar la democracia”.

Ojalá que en nuestro país, en el momento presente, a esta altura del proceso de transición democrática, resulten mayoritarias las formas primeras de voto que hemos descrito. A mi modo de ver, preferible es el voto duro al clientelar, el voto blando razonado que el indeciso y caprichoso. En resumen: mi llamado es a que el próximo domingo hagamos ganador al voto duroblandito – salvadoreño y consistente, inimitable y sabroso como el buen queso – y que salgan perdedoras aquellas formas de voto que reflejan el tercermundismo en que por desgracia todavía nos debatimos.

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