Opinión /

No me convencen


Martes, 10 de abril de 2012
Ricardo Ribera

Hay que rectificar. El “acuerdo nacional” del que se habla no ha de ser con las maras, sino en contra de ellas. Que el gobierno entienda: si desde la sociedad se exige protección no es por querer debilitarlo o por arruinarle las aspiraciones presidenciales a un ministro. La rectificación ha de ir en dirección a cumplir y hacer cumplir la Constitución. Así de simple. Pero,también, así de complejo. Se llama Estado de Derecho.

¿Es realmente tan buena noticia, ésa de la reducción de los homicidios? ¿Ha conseguido ya con eso el general Murguía Payés su promesa de bajarle – por lo menos un 30%, dijo – a la cifra de asesinatos en el país? ¿Tenía razón el ministro al asegurar que en su mayoría correspondían al accionar de las pandillas?

¿El éxito del obispo castrense, al lograr una tregua entre las dos pandillas rivales, representa de veras algo parecido a un milagro? ¿Será que el Estado y la Iglesia – o tal vez, más bien, la Iglesia y el Estado – dieron por fin con la estrategia adecuada para resolver el problema delincuencial de las maras en El Salvador? ¿Será que hasta en esto el país es diferente? ¿Serán ciertos tanto gozo y tanta alegría?

A mí me gustaría creerles y poder unirme al inocente coro que se congratula con tales buenas nuevas. Mi problema es que no me convencen. O me falta fe, o me sobra reflexión. Y es que, cuanto más lo pienso, menos me convencen.

Estábamos en un promedio diario de 14 homicidios. Bajó de manera abrupta a 6 como consecuencia, se nos dice, no de una negociación del Estado, sino de la mediación de la iglesia católica. Son 8 muertos menos por día. ¡Qué bueno! Pero como la tregua es solamente entre ellos, quiere decir que han dejado de ser asesinados pandilleros, pero siguen matando “civiles”. ¿Cuántos? Hagamos el cálculo.

Según el ministro 90% de los homicidios era obra de las pandillas; por tanto, causado por otros criminales un 10%. Esto daría 1.4 muertos diarios o, en números redondos, dos asesinados al día. El resto, del total de catorce una docena por lo menos, era responsabilidad de las maras. De esos 12 muertos por día, 8 corresponderían a mareros rivales o a depuraciones internas. Son los que ahora se salvan. Los otros 4 eran “civiles”. Éstos siguen muriendo.

Yo no soy pandillero. Si usted, que me está leyendo ahora, tampoco lo es quiere decir que para nosotros dos no hay milagro que valga. Seguimos igual de expuestos que antes. El ministro podrá lucirse reclamando que logró con creces, casi al doble, su meta de reducir los homicidios. Pero para la sociedad, para el ciudadano normal y corriente, víctima de la violencia pandilleril y de la delincuencia tradicional, nada ha cambiado.

Sólo, tal vez, cierto alivio psicológico si uno es de los que creen que la situación ha mejorado o de los que imaginan que ya va camino de resolverse. Es la ventaja que tienen los crédulos. También para los creyentes, la idea de que Dios está tomando cartas en el asunto podría permitirles afrontar con más tranquilidad sus atribuladas vidas. La cuestión no pinta tan halagüeña para quienes preferimos un análisis racional de los hechos y reclamamos asimismo racionalidad en las decisiones políticas.

Se dirá – contra nuestra incredulidad – que, transcurrido un mes desde la vigencia de la tregua, se salvaron alrededor de 240 vidas. De pandilleros, habría que puntualizar. Pero toda vida humana, ciertamente, es valiosa. Aplausos, pues, para el obispo castrense. Pero tampoco es como para aceptar que el pacto entre las pandillas sea “un gesto de buena voluntad hacia la sociedad” o que ahora “la pelota está en la cancha de la sociedad”, como dice Raúl Mijango.

No veo motivo para cambiar mi valoración del 5 de julio de 2010 (Declaración de guerra), tras el ataque a los pasajeros de una buseta, quemados vivos por pandilleros: eso fue una “declaración de guerra”, estamos en guerra. Por eso opino que algunos sobreestiman los alcances de lo conseguido por la negociación-conversión emprendida por el obispo. Las maras no han calmado su agresión contra la sociedad. Junto a las extorsiones y los robos va siempre la amenaza a la vida de sus víctimas. Y a veces cumplen. 

Las diferentes iglesias han venido trabajando en los penales desde hace mucho para rescatar de las pandillas a los reos y ganarlos para Jesús. Por más que ahora veamos a líderes pandilleros asistir a misas de acción de gracias y comulgar, esas imágenes – entre piadosas y grotescas – no deberían distraernos de lo que es sustancial: la iniciativa del capellán castrense de la iglesia católica no es de rehabilitación. No los está rescatando de su “vida loca”. Por el contrario, les reafirma su pertenencia a la mara, su identidad pandilleril y su papel de jefes.

El obispo y el ministro, al trasladarlos a reclusorios menos rigurosos, no ayudan a romper los lazos de éstos con sus compañeros, sino todo lo contrario. Les dan la posibilidad de que desde los penales, ilegal e ilícitamente, se comuniquen con el exterior y sigan impartiendo órdenes.

En cualquier parte del mundo el trabajo de inteligencia del Estado busca dividir a organizaciones consideradas como el enemigo. Obedece al viejo principio “divide y vencerás”. Aquí, lo contrario. Se nos vende el invento de que procurar un acuerdo entre maras rivales ha sido algo positivo. Raúl Mijango, asesor de inteligencia, socio político y amigo personal del ministro – que se dice representante de la sociedad civil, pero ha cobrado de nuestros impuestos como funcionario del Estado – presenta como un logro de sus gestiones el haber conseguido unir a las pandillas (un enemigo que antes estaba dividido). Me parece inaudito.

Imaginemos que el gobierno de Colombia, en su momento, cuando enfrentaba la guerra que le había declarado Pablo Escobar, en vez de utilizar la lucha a muerte entre el cartel de Medellín y el de Cali para desmantelar al primero y más tarde enfilar baterías contra el segundo, hubiera hecho por lograr que hicieran las paces y se dividieran el territorio y las fuentes de su negocio. O pensar que en México, para reducir la violencia, la estrategia fuera propiciar una tregua entre los Zetas y el cartel de Sinaloa. A quien planteara algo así en esos países lo tildarían de farsante y loco, de irracional o charlatán. Aquí, al contrario, a quien plantea algo similar lo aceptamos como “experto de inteligencia”.

Podríamos estar asistiendo a la rendición del Estado, casi a su declaratoria de Estado fallido, por su incapacidad y falta de voluntad para recuperar el control del territorio y hacer valer el monopolio del uso de la fuerza. Renunciar a ambas cosas podrá, temporalmente, reducir la violencia. Pero, a la larga, dejará a la sociedad más indefensa y hará más fuertes a sus enemigos.

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