Opinión /

Alrededor del Martinato


Martes, 10 de abril de 2012
Álvaro Rivera

Puerta retórica: Las elecciones estilísticas no se hacen en el vacío, como si quien mueve los hilos del significante pudiera abstraerse por completo de los múltiples lazos que vinculan su vida y su lenguaje a los mundos en que vive. Nuestro trato con los flujos y reflujos de palabras es un objeto de análisis para la sociología. Nuestro modo de inserción en las estructuras económicas y culturales de una sociedad influye en la manera con que nos relacionamos por medio de los signos. La semiótica asume el signo como una relación social, la sociología parte de la hipótesis de que dicha relación simbólica no es ajena al rol y al status de las personas que emiten o reciben mensajes. Todo estilo es una opción comunicativa que abre o cierra el universo de sus posibles destinatarios. Elige un lenguaje y lo más probable es que elijas a sus receptores potenciales.Incluso quien decide darle la espalda a la claridad retórica  y, por lo tanto, al gran público, en el fondo espera que a sus textos se acerque una nueva elite de intérpretes ¿Si el artista solo crea dentro de las leyes que se da a sí mismo y para sí mismo qué sentido tiene exponer su obra a los demás? Ni siquiera el arte más hermético se cierra absolutamente a la comunicación; en cualquier caso, se la replantea en nuevos términos. 

Las elecciones estilísticas pueden ser opciones éticas (en los Poemas Clandestinos de Roque Dalton por medio del estilo se expresa una moral ciudadana revolucionaria; habría sido incoherente, y torpe desde el punto de vista retórico, que unos textos que buscaban sumar adhesiones subjetivas y practicas, las restringiesen por medio de un lenguaje oscuro). El signo envanecido en sus propias vestiduras y orgullosamente ajeno al mundo lo más probable es que sea elitista en el país de los analfabetos. En su rechazo al gusto masificado de la masa, el moderno creador se convierte en un aristócrata anarquista. Pero vayamos resumiendo: los estilos lúcidos son aquellos que se asumen como un dilema moral. Quien defiende la belleza tiene que aceptar que nadie sale indemne de sus tratos con ella.

Asunto cercano: Pienso en aquellos teóricos que denuncian el elitismo de los intelectuales, en aquellos académicos que salen en defensa de los excluidos y que para cumplir su propósito “altruista” recurren todavía al lenguaje hermético de un estamento letrado. Hay quien defiende al subalterno por medio de una sintaxis y una terminología que excluyen la comunicación con él. “La ciencia es compleja, me objetaría alguien, y no puede simplificarse por razones de adecuación comunicativa”. Pero una razón crítica que sale en defensa de la entidad y la autonomía de las voces marginadas, de las voces diferentes, no puede dejar de plantearse el problema de cómo sortear los obstáculos sociales que impiden la entrada del subalterno a los espacios donde se crea y distribuye el discurso teórico que presuntamente lo defiende. Lo jerárquico asoma en el hermetismo innecesario de algunos textos  donde se saluda el trato horizontal. Ese academicismo “populista” que presume de autoconciencia literaria está condenado a reproducir las diferencias jerárquicas en la medida en que no contribuya al desarrollo de una política y una pedagogía igualitarias. La lucha por determinados valores en el marco de una comunicación desigual tiene consecuencias en el campo de las elecciones formales ¿A quiénes excluye o incluye potencialmente el juego estilístico de nuestros signos? Podemos jugar en libertad este juego, por supuesto, siempre que no ignoremos su precio. El hiato que se da entre los discursos y las competencias lingüísticas dentro de una sociedad clasista obliga a reflexionar sobre las connotaciones ideológicas del estilo académico posmoderno.

Al margen: La forma ensimismada encierra su desarrollo y su riqueza bajo el estigma de la enajenación. Cuánto más rica y compleja es, más extraña se muestra a los damnificados por la distribución desigual del conocimiento. Pero culpar a la parte por su modo de inserción en el todo supone olvidar que los grandes productos de la cultura se nos presentan alienados por la razón de que son el efecto complejo de una sociedad alienada.  

Apunte metodológico: No hay más remedio que hacerle una autopsia a las gafas con las que vemos el mundo. Pónganse sobre la mesa y desmóntense sus piezas sin olvidar los múltiples hilos que unen sus patas y sus cristales al universo social circundante. Desde el punto de vista retórico, su estilo las convierte en un problema comunicacional, es decir, político.

Sobre la importancia del problema: Algunas tesis (y sus implícitas recomendaciones) que desarrolla Rafael Lara Martínez sobre la política cultural del martinato son harto discutibles, pero son útiles en la medida en que enfatizan la gran importancia estratégica que tiene la cultura en la lucha por la hegemonía. Por mucho que la izquierda salvadoreña relacione los valores culturales con la lucha de clases, su chato positivismo la ha llevado a ver la cultura, de forma abstracta y simplista, como un aspecto secundario en la vida social y en la construcción del poder popular. 

Comentario suelto: Continúa en pie el gran desafío que supone conquistar la cuadratura social del cálculo, el bien y la belleza.

Acercándonos un poco más: Martínez, el guerrero, tuvo plena conciencia de que habiendo derrotado militarmente el enemigo había que conquistar el alma de sus potenciales seguidores. No consuma su triunfo el guerrero que no vence culturalmente (imponiendo los signos del vencedor o legitimándose por medio de la simbología del vencido); al combatiente victorioso siempre lo acompaña un sacerdote o un escriba. Uno de los grandes errores que ha cometido la izquierda es el de subestimar “la obra” del General Martínez. Si la izquierda quiere comprender verdaderamente, por medio de un ejemplo histórico cercano, la gran importancia política que tiene la cultura en la lucha de clases no tiene más remedio que aprender de su gran enemigo: tiene que examinar con inteligencia crítica la política cultural “del” martinato y no, como cree Lara Martínez, para repetirla sin más, sino que para cuestionarla y trascenderla dialécticamente. Lo estético popular tiene que corresponder con una economía, una política y una razón sintiente donde se objetiven los intereses y las libertades populares. Arte, sí; educación, sí; empleo, sí; frijoles y arroz, sí, pero en una democracia viva.  

Precisando los contornos: Un mandatario y su equipo gobernante pueden imponer una ruta a la compleja cultura de una sociedad determinada. Su éxito dependerá de la aceptación social y los apoyos políticos que obtenga su gobierno y de la forma en que controle a la oposición. Ni siquiera en el caso de una victoria ideológica perdurable existirá un dominio absoluto sobre todas las redes de intercambio simbólico. Siempre se dará la posibilidad de una réplica o la emergencia potencial de una visión alternativa. Incluso ahí donde la interpretación oficial de un signo parece inexpugnable puede aparecer una disputa sobre su orientación y su significado. El poder intenta atajar ese peligro y reducir al mínimo su influencia para que no constituya una amenaza, pero, dado que nunca consigue su objetivo plenamente, siempre habrá, en el universo social donde rige una política simbólica, toda una serie de expresiones culturales subterráneas. Las culturas de la sociedad civil salvadoreña durante el período que va de 1931 a 1944 no deberían confundirse con la política cultural del martinato.

Acerca de la teoría: Qué herramienta teórica utilizamos para diseccionar el cuerpo del problema. En esa herramienta anida cierta idea, cierto mapa, del cuerpo que cortamos analíticamente. Los movimientos de nuestro bisturí ponen a prueba una serie de hipótesis generales sobre la anatomía que diseccionan ¿Consta de partes ese organismo simbólico al que hemos bautizado como “la cultura salvadoreña”? Si es así ¿cómo se  diferencian los miembros y órganos que la constituyen y de qué forma se relacionan? ¿Hablamos de un espacio simbólico heterogéneo donde una matriz engloba y subordina a una multitud de subculturas? ¿De qué hablamos? ¿de unas tradiciones  cuya relación es pactada  o de unos constructos donde se amalgaman las “subculturas” y una voluntad política homogeneizadora? No hay respuestas fáciles para estas preguntas, pero de ellas depende que eludamos el peligro de las visiones demasiado abstractas y acríticas. Lara Martínez, por ejemplo, nos habla de la política cultural del martinato como si ésta hubiera sido una influencia todopoderosa ante la cual no reaccionaron en lo más mínimo “las culturas” de la sociedad civil “salvadoreña” durante el período que va de 1931 a 1944. 

Precisando más: Una visión demasiado abstracta de la cultura descuida su existencia plural y dialéctica y también ignora que tras cada visión de la cultura existe una teoría de la historia y de la sociedad. La política cultural del martinato reposaba en una teoría de la sociedad que la izquierda actual no podría compartir. La izquierda no ve los signos fuera de un contexto social muy determinado. Solo sacadas de contexto, las poéticas de lo nacional popular y de lo revolucionario serían idénticas.  

Martínez gestionó y potenció con mucha inteligencia una serie de ideales, enfoques, artes, poéticas y autores que eran el fruto de la madurez alcanzada por “la cultura” salvadoreña en las dos primeras décadas del siglo XX  Esa cultura, como signo de la época, era consiente de su importancia cívica y del papel estratégico que podía jugar en la configuración de una sensibilidad identitaria nacional. Pero la inteligencia política del costumbrismo e indigenismo salvadoreños fue seducida finalmente por las hábiles promesas de un dictador nacionalista ¿Quieren libros para el pueblo? De acuerdo, les doy libros para el pueblo y, además de eso, les doy a ustedes la potestad de elegirlos, editarlos y distribuirlos por medio de vías estatales. ¿Quieren arte para el pueblo? De acuerdo, hagan arte para el pueblo y hagan himnos a todo aquello –el paisaje, la sangre, las costumbres, el habla– que nos hermana.

A eso se le llama saber aprovecharse de una visión democrática de la cultura, pero despojándola de sus premisas políticas. A eso se le llama tener habilidad  para reunir a los intelectuales en torno a un proyecto popular nacionalista donde habrá más escuelas y más libros, pero no más libertad. 

Comentario suelto 2: No se puede dirigir un país durante cien años sin desarrollar una habilidad pragmática para transferir poderes mínimos sin tocar el poder estratégico. La izquierda impaciente e inexperta tiene unas manos demasiado toscas para el ejercicio de la microcirugía.

Una frase pegada al comentario suelto 2: Era tan purista que cualquier aplicación de los principios a la cruda realidad le parecía un escandalo moral. 

Dándole vueltas al asunto: El martinato nació como un golpe de fuerza y se reafirmó con una masacre, pero, no nos engañemos, fue más allá e inició un  proceso de legitimación con medidas económicas y “culturales”.  En su proceso de legitimación simbólica destaca la habilidad que tuvo Martínez para relacionarse con los intelectuales. Por primera vez, en la historia política salvadoreña, se les dio importancia institucional. No me refiero a que se les diese cargos, me refiero a que participaron por primera vez en un proyecto en el cual la cultura tenía importancia estratégica. Esa muestra de inteligencia política que dio Martínez ha permanecido oculta para una izquierda que, setenta años después del martinato, aun no es capaz de establecer un diálogo inteligente con los intelectuales ni de definir una visión propia y más compleja de los procesos culturales en una sociedad como la nuestra en el marco de la globalización capitalista.   

Queda dicho que Martínez, visto como la parte de un todo, le imprimió un trazado ideológico a una serie de ideas y recursos culturales que habían eclosionado en la segunda década del siglo XX salvadoreño/latinoamericano. Esa dirección ha tenido efectos tan perdurables que erradamente le atribuimos la paternidad de aquello que organizó, orientó y potenció de una forma tan eficaz. Hay que darle al Cesar lo que es del Cesar y a los demás lo que es de los demás.

Yendo al grano: ¿Le pertenecen a Martínez toda la literatura y el alma entera de Salarrué? ¿Puede la izquierda luchar por la obra de Salvador Salazar, sin que eso suponga repetir la alienación de la poética del martinato? La respuesta que demos a esta última pregunta solo puede darse si planteamos  un enfoque social de la cultura diferente al que impuso el Gral. Martínez. Tal diferencia no hay que establecerla únicamente en el terreno de los estilos (los lenguajes del arte populista y el arte revolucionario pueden parecerse), hay que ubicarla en ese punto donde los valores y los símbolos culturales fluyen como sentido y sensibilidad de unas relaciones estructuradas socialmente. Para un proyecto de izquierda, el tráfico cultural no se haya al margen de las relaciones ideológicas, políticas y productivas. En tanto que busca la liberación integral a lo largo de tales dominios, el proyecto revolucionario, si es coherente, no disocia la cultura de la praxis ciudadana. En ese sentido, la recepción y valoración de Salarrué por parte de la izquierda no puede ser un simple calco de la política cultural de Martínez. La izquierda tiene que re-ubicar al autor de “Los cuentos de barro” dentro del marco de una tradición  pluralista, popular y orientada verdaderamente a las libertades democráticas. 

Si el movimiento insurreccional de 1932 hubiese triunfado, Salarrué podría haber sido uno de los intelectuales de aquel régimen. Con esto quiero decir también que el capital simbólico, las ideas y los recursos institucionales para impulsar una cultura de naturaleza popular ya estaban en el horizonte salvadoreño de 1931 y que, si no los hubiera canalizado la dictadura martinista, podría haberlo hecho otro régimen político. Por eso es importante recordar que la cultura salvadoreña de los años veinte del siglo pasado era una encrucijada y no un simple antecedente de la dictadura.

Con la venia de Salarrué, el dictador se apropió de “Los cuentos de barro”, unos cuentos que perfectamente podrían haberse integrado en la constelación cultural que no pudo ser, la representada por Farabundo Martí. Si eso es así, y si estamos en un mundo de apropiaciones y expropiaciones, la izquierda actual  podría hacer suyos esos relatos siempre que los desgajara de los usos que les dio la dictadura y los incorporase a una perspectiva donde el indígena y el campesino fuesen algo más que imágenes del decorado nacionalista de una sociedad oligárquica en la que están excluidos del bienestar económico y de la auténtica libertad. 

Reiteración: La libertad, como valor, es un componente básico de la cultura moderna, con independencia de cómo la interpretemos o construyamos institucionalmente. Es por eso que resulta extraño que cuando Lara nos habla del legado cultural del martinato, omita decir que una parte fundamental de dicho legado es el autoritarismo. La promoción del libro, el establecimiento de un canon literario nacional, la difusión de una estética popular y de una perspectiva indigenista (movimientos que ya había ejecutado la revolución mexicana) no pueden verse al margen del problema más amplio del estrechamiento de las libertades ciudadanas. Una cultura sin libertad, sin democracia, por mucho que se amplifique es una cultura empobrecida. En lo que atañe a la producción y a la difusión de las obras de arte,  es una cultura que limita la imaginación creadora y que impide al público desarrollar sin impedimentos el juego abierto de las interpretaciones. 

La censura tenía importancia estratégica en el proyecto cultural martinista, por medio de ella se negaban las otras voces y se las condenaba a una existencia subterránea. Aquí estamos hablando, por lo tanto, de un régimen que nos  dejó también una herencia oscura que todavía sigue viva entre nosotros. En ese sentido, no hay más remedio que discriminar su legado, reconociendo sus aciertos parciales, pero marcando una distancia clara. No vaya a ser que por la vía de reconocer “sus” logros económicos y “culturales”, acabemos legitimando el autoritarismo. La izquierda salvadoreña debe partir de un doble rechazo: ni Martínez ni Stalin.

La historia es mucho más compleja que el relato que Lara nos cuenta. Según él, los textos y las pinturas –como signos– quedan atados a la mano de sus creadores y al de la institución que los promueve. Si tales creadores aceptan el abrazo de un dictador, sus obras harían lo mismo mecánicamente. Si Salvador Salazar Arrué se alineó políticamente con Martínez; toda su obra literaria, desde la primera hasta la última sílaba, también. Sobra decir que una visión así racionaliza y politiza de forma total la obra de arte, no deja un resquicio para que las pulsiones subconscientes del creador o la misma naturaleza connotativa de su lenguaje logren escapar del gobierno de las tesis políticas asumidas conscientemente.   Sobra decir que una visión así, tampoco estudia la posibilidad de que un texto como Los cuentos de barro haya tenido lecturas al margen de la interpretación que imponían los usos oficiales. El razonamiento de Lara presupone la subordinación absoluta de toda la ciudadanía a la política cultural “de” Martínez. Derrotada militarmente la izquierda, ni siquiera hubo espacio para una resistencia lectora interior que le disputase los signos al régimen autoritario. Recordemos que si esas lecturas discrepantes no tuvieron visibilidad pública fue porque el régimen instauró la censura y, con ella, la autocensura. 

Si a finales de los años veinte del siglo pasado, en El Salvador, ya existían visiones antagónicas de la sociedad, es de suponer, como hipótesis,  que las formas pictóricas y literarias de lo nacional popular fueron objeto de una recepción heterogénea y, a veces, enfrentada ¿El Gral. Martínez y Farabundo Martí leyeron de la misma forma los primeros cuentos de Salarrué? Nunca lo sabremos a ciencia cierta, pero no  es descabellado suponer que sus distintos marcos interpretativos los llevaron a conclusiones diferentes. Esa incertidumbre semántica, propia de la libertad cultural moderna, Martínez quiso  clausurarla, cuando fusiló al líder comunista, instauro la censura y se apropió de Los Cuentos de barro

Sospecho que a lo largo de toda la dictadura de Martínez,  los creadores salvadoreños siguieron viendo el arte mexicano como una referencia estratégica. Nuestra pintura indigenista, que no les quepa duda, tenía como referentes principales a Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y a José Clemente Orozco, una tríada de pintores radicales que obviamente no estaba al servicio del Gral. Martínez y que no puede estimarse como una parte de su legado cultural. Creer que los intelectuales y los creadores salvadoreños de la época estaban expuestos a una sola influencia, la de la política cultural del martinato, es ignorar que, aunque fuese precariamente, el artista de nuestra región también estaba expuesto a “las corrientes externas”. Un traslape de semejanzas podría inducirnos a creer que la pintura de Camilo Minero seguía la visión indigenista de la dictadura, cuando Minero podía estar inspirándose en el lenguaje de la plástica mexicana y en la ideología marxista de sus principales pintores. Existieron, durante el martinato, otras vías de acceso al lenguaje del arte y la literatura de lo nacional popular y a priori no puede negarse la hipótesis de que algunos artistas le diesen la vuelta al lenguaje de la estética oficial para usarlo en un sentido crítico. Dejemos claro, una vez más, que la poética populista no era una pertenencia exclusiva de la dictadura, aunque ésta la hubiese institucionalizado de una manera peculiar. Aquí se da otra paradoja que Lara silencia y es que la misma política cultural de Martínez y el arte que promovió estaban endeudados con la pedagogía y la estética de la revolución mexicana.

Si nuestro indigenismo tiene vínculos externos, también posee una historia local anterior al Martinato. Los intelectuales que apoyaron la política cultural del dictador se formaron en las primeras décadas del siglo. Salarrué, por ejemplo, maduró literariamente en los años veinte y su ideario estético, en claro intercambio con “el exterior”, maduró antes del advenimiento de la dictadura. El “diseño formal” de “Los cuentos de barro” no nació bajo los auspicios del dictador. Cuando Salarrué define la forma y el material de su texto más influyente, el martinato aún no existía. Martínez, por lo tanto, se apropió de un “capital simbólico” que se había formado antes de la aparición de su régimen político. 1932 fue una definición histórica, pero la década anterior, no hay que olvidarlo, en términos políticos y culturales se presentó como una encrucijada. Leer los años de formación de Salarrué en función de su posterior apoyo al tirano es un enfoque interpretativo donde subyace una teleología histórica determinista. Los cuentos de barro no se gestaron como parte de un proyecto cultural autoritario, se formaron en un momento de crisis donde al país se le presentaba el futuro como una encrucijada.

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