Opinión /

Un literato en la ciudad de Caín


Martes, 1 de mayo de 2012
Alvaro Rivera Larios
Es cierto que vivimos en una cultura globalizada, pero todos esos signos y mercancías que recorren a gran velocidad nuestro planeta no diluyen los relatos particulares y las experiencias concretas que forman nuestra mirada. Es cierto que a menudo clasificamos y explicamos nuestras experiencias con esquemas interpretativos que se han importado del “exterior”, de aquellas grandes metrópolis con capacidad de fabricar, difundir e imponer visiones del mundo por todo el planeta. Pero, aun así, el complejo sedimento de nuestra cotidianeidad nos localiza, nos enraíza, a pesar de que vivimos en una época en la que la geografía tradicional, con sus límites físicos y sus fronteras políticas, ha sido trascendida.

Si ese afuera, con sus valores materiales y simbólicos, es una dimensión problemática en cuya red se inserta la misma historia local, también es cierto que eso que denomino “nuestra mirada” no es un punto de vista homogéneo. Si algo caracteriza a dicha dimensión, más allá de los consensos impuestos, es el desacuerdo en la forma de interpretar y vivir las fronteras y las prerrogativas del aquí y de sus lazos con el exterior.

En los últimos cuarenta años, dos largas oleadas de violencia -una, política; la otra, social-  han consagrado la depreciación de la vida humana como un rasgo de nuestra “cultura”. Por muy cosmopolita que sea, un ciudadano salvadoreño descifra sus lazos con el exterior a partir de la base de una experiencia conflictiva. Desde hace cuarenta años, somos ciudadanos de la turbulencia. Desde hace cuarenta años, nos hemos adaptado a la normalidad que reina en las ciudades de Caín. Esa adaptación, que no por comprensible deja de ser extraña, influye en nuestra manera de relacionarnos con el universo de las palabras. Las palabras orden, justicia, cuerpo, filo, noche, playa, muerte, brisa poseen una coloratura particular en nuestro mundo y por eso  la historia de nuestra relación con las “bellas letras” no se verifica en el vacío, es muy concreta ¿Cómo se relaciona un ciudadano de la turbulencia con la literatura universal? El lector contemporáneo de las maras ¿cómo lee a Flaubert, a Pound, a Joyce,  a Marías, a Rulfo, a Li Po? Dicho ciudadano, si escribe creativamente ¿qué diálogo establece con las poéticas que circulan por “el exterior”? Un discípulo salvadoreño de Paul Valery ¿cómo libera su voz de la violencia que la circunda?

Nuestra inserción consiente en el complejo universo de una cultura planetaria, no suprime nuestro cuerpo. Aunque conozcamos los rincones más ocultos de la literatura británica, nuestros pies (y todo lo que ellos suponen) seguirán en contacto con el suelo de este paisaje y la danza de sus tradiciones adversarias. Nuestro cuerpo está en las fronteras, es fronterizo. No es sólo un aquí y, por lo tanto, no es sólo un allá.  O dicho en palabras más lúcidas, pero, menos edificantes: somos culturas bastardas, somos un producto de dos linajes y de su enlace natural y, por lo tanto, no nos está reservada la paz de la pureza. Nuestro espacio familiar es la incertidumbre y nuestro gran objetivo debería ser el alcanzar de forma creativa una dignidad modesta, pero fuerte.

El ejemplo del presunto discípulo de Valery nos sirve para mostrar cómo un planteamiento poético nacido en otra circunstancia, en otra realidad, tiene que mostrar sus armas universales ante los problemas fácticos y culturales a los que se enfrenta una sociedad determinada. El aquí y el allá asumidos por el poeta puro en el territorio de las maras nos revelan un complejo y conflictivo mestizaje cultural. Dicho mestizaje no es nuevo: se advierte en Gavidia,  Darío, Salarrué y Dalton. Nuestras palabras no proceden de la pureza de un tronco aborigen, son el problemático cruce de múltiples caminos, problemas e injertos.

Siendo hijos irremediables de las dos orillas, es curiosa la mala conciencia que siempre han tenido los escritores latinoamericanos sobre su posible pertenencia, como una rama bastarda, a la tradición literaria occidental. Resulta paradójico que nos revelemos contra las madres patrias literarias trasatlánticas recurriendo a sus idiomas y a sus retóricas.  Me equivoco, creo que esa mala conciencia no fue la norma para los literatos de la colonia que se sentían adscritos al tronco cultural europeo. Fueron los románticos latinoamericanos, deseando ser otros, los que intentaron borrar sus parentescos literarios. Ellos, dentro del marco de una lengua y una retórica compartidas hasta cierto punto con las metrópolis lejanas, fijaron un ustedes y un nosotros como expresión de realidades culturales distintas. Tal voluntad de diferenciación formaba parte de la dialéctica interna de la misma cultura europea que se recusaba. La pugna entre  localistas y cosmopolitas era y es, en el fondo, un pleito de familia.

Salarrué, por ejemplo, es clarísimamente un hijo del romanticismo alemán. Su rechazo al utilitarismo positivista, su valorización del mundo espiritual, su ensalzamiento de la diferencia estética, definen a Salarrué como un escritor romántico. He ahí, por lo tanto,  el paradójico caso de un vernáculo cosmopolita. El pleito entre Menéndesleal y Salarrué era un pleito de familia entre un cosmopolita cosmopolita y un cosmopolita disfrazado de vernáculo ¿Cómo escapar de ese baile de disfraces?

Démoslo por hecho, somos cosmopolitas a nuestro pesar: hablamos una lengua del mundo, seguimos una religión universal, muchas de nuestras instituciones son el calco de  instituciones foráneas, nuestro vocabulario político nació en otras partes, etcétera, etcétera. Hasta las agendas de discusión de nuestros literatos han sido manufacturadas en el exterior. Pero todo ese legado que llega de fuera entra en un conflictivo proceso de aclimatación a las experiencias particulares de nuestro mundo. Es comprensible que, bajo la perspectiva de “nuestra experiencia”, nos parezca insatisfactoria una parte de la herencia cultural europea.

El problema son los localismos y los cosmopolitismos acríticos que atrapados en las visiones extremas no son capaces de involucrarse en una dialéctica fértil del afuera y el adentro. El afuera, con lo mejor de su herencia material y simbólica, tendría que formar parte de la empresa que indaga en los caminos particulares del adentro.  Pero el problema, para “nosotros”, es la carencia de una reflexión autónoma que dialogue de tú a tú con las imágenes y modos de vida que fabrican las metrópolis culturales en el mundo globalizado. José Martí no recusaba el legado cultural europeo sino que nuestra forma pasiva de imitarlo.

Un cosmopolitismo bien asumido no tendría que suponer el rechazo de la particularidad de nuestra experiencia. Lo que ganamos en universalidad, no tiene que suponer la perdida de contacto con esta tierra y este horizonte. Aquí no se trata de una simple cuestión de decorados (el paisaje agrario cedería el paso al universo urbano global) sino que de niveles de profundidad en la mirada y en los usos del lenguaje. Las ciudades y el campo en nuestro país admiten un tratamiento literario abierto para sus dramas actuales. Que nuestra narrativa se vuelque en las historias urbanas no significa que las historias que giran en torno a la tierra hayan perdido valor desde el punto de vista narrativo. Un escritor como John Berger, en  “Puerca tierra”, demuestra que las historias del campesinado admiten un abordaje literario moderno. El problema, pues, no es el tema sino que la manera de enfocarlo estéticamente. La recusación del regionalismo y el indigenismo es primordialmente formal. Juan Rulfo trabajó con materiales procedentes de la estética nativista y popular y los transfiguró por medio del lenguaje de la literatura moderna. No se cuestionan, por lo tanto, “los temas” rurales; se rechaza la ideología estética nacionalista que impuso el campo y lo nativo como el universo primordial de la literatura latinoamericana. A estas alturas, ya no puede negarse que las ciudades y la trama de sus historias ya son un universo simbólico de gran importancia en Mesoamérica. La estética de lo nativo ya era un sueño de localización urbana.

El escritor inglés John Berger, al narrar un conjunto de  historias sobre  trabajadores del campo franceses, no liga su texto a un programa nacionalista. La suya es una antropología poética donde se percibe la huella de Marx. Berger no trata a sus personajes campesinos como si fueran menores de edad y tampoco los convierte en una especie de héroes de cartón piedra. Berger reconstruye, con empatía de antropólogo, un escenario en crisis cuyos viejos códigos, antaño al margen de las ciudades, están siendo devorados por la cultura urbana. En “Puerca tierra”,  no hay nostalgia de una arcadia campesina que nunca existió, pero hay una elegía a la riqueza de un universo antropológico en vías de extinción. Y díganme ustedes si la extinción no es el típico drama moderno que viven aquellas sociedades donde el capitalismo subordina, tritura o deshace las culturas ligadas a otras formas productivas.

Nuestra vía de salida tendría que ser una pluralidad literaria entendida de forma crítica y el diálogo inteligente con las poéticas modernas y posmodernas. Las diferencias no vendrán dadas por la asunción mecánica de un paisaje y un lenguaje nativos sino que por el encuentro entre la creatividad literaria abierta y el horizonte en el cual vivimos.

Un cosmopolitismo superficial, ligado epitelialmente a las modas literarias, puede imponer una agenda temática y estilística, que cierre nuestros ojos a la potencialidad dramática de eso que definimos como nuestra experiencia. Y no tiene por qué ser así: podemos ser universales sin renunciar a la indagación literaria profunda de eso que llamamos nuestra realidad, ese mundo rural y urbano cuyos trances vitales aún no hemos explorado radicalmente. Son muchas las tareas pendientes para el literato que habita desde hace cuarenta años en las ciudades de Caín.        


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