Opinión /

Alisson y Katya unidas por la barbarie


Martes, 5 de junio de 2012
Roberto Burgos*

Tras una búsqueda que duró veinte días, fue encontrado enterrado, en el cantón San Antonio Tras El Cerro, del Departamento de San Vicente, el cadáver de la joven atleta de quince años Alisson Isela Renderos, el cual mostraba señales de haber sufrido evidentes actos de violencia, antes de ser enterrado en un pequeño agujero junto con otra joven anteriormente desaparecida. Alisson era una estudiante de noveno grado que hasta hace poco tiempo combinaba sus actividades académicas en el Centro Escolar “Doctor Darío Gonzalez”, con su entrenamiento en un equipo de lucha olímpica. Su empeño en la práctica de este deporte le había merecido el respeto y la estima de sus maestros, así como el derecho a representar a El Salvador en esta disciplina. 

El año pasado, la atleta había ganado una medalla de plata y otra de bronce en los Juegos CODICADER celebrados en nuestro país y tras los Juegos Centroamericanos y del Caribe realizados en Panamá. Su muerte, pues, no solo priva al país de una de las más jóvenes promesas del deporte nacional, sino que a la vez vuelve a poner en perspectiva la impunidad con la que actúan los agresores que violan y asesinan a los niños y niñas de una sociedad a la que se le oculta la magnitud del problema, y por ende la gravedad de las amenazas que se perfilan para el futuro de la niñez si no se toman medidas de inmediato.

Esta violencia contra los más indefensos no ha respetado clases sociales, ni zonas geográficas. Según estadísticas del Área de Pediatría Social del Hospital Nacional de Niños “Benjamín Bloom”, la cantidad de niños y niñas atendidos por diversos tipos de agresiones y maltratos ha ido en aumento durante los últimos años, siendo las causas más frecuentes de atención el maltrato físico, disparos de armas de fuego y el abuso sexual (Ver: http://www.laprensagrafica.com/el-salvador/social/138237--aumentan-casos-de-maltrato-segun-bloom.html).

De acuerdo a registros policiales, en El Salvador cada ocho horas se produce una víctima de agresión sexual infantil, contabilizándose por lo menos tres casos diarios de abuso, lo que implicaría más de mil ataques por año. Esta cifra sin embargo no refleja la totalidad del problema, pues se calcula que por cada niño o niña que denuncian los hechos o buscan ayuda, existe un amplio espectro de casos que no son conocidos por la autoridad, y mucho menos presentados ante los tribunales.  

El asesinato de Allison Isela Renderos evoca otra vez la muerte y violación de la pequeña Katya Miranda, ocurrida hace trece años, cuando en compañía de su padre, tío y abuelos paternos, permanecía durante las vacaciones de semana santa en una propiedad ubicada en la Playa Los Blancos, de la jurisdicción de San Luis la Herradura del Departamento de La Paz. Katya fue sacada en horas de la madrugada del cuatro de abril, de la minúscula tienda de campaña en la que dormía con su hermana menor y que se encontraba ubicada al interior de la propiedad familiar. Luego fue llevada a la playa y agredida hasta la muerte mientras el resto de sus familiares -entre los que se encontraba un oficial de policía y dos oficiales del ejército- supuestamente dormían sin percatarse de lo que estaba ocurriendo. 

Uno y otro caso reúnen elementos comunes: ambas niñas fueron asesinadas con lujo de violencia, en ambos casos se produjo una alteración de la escena del delito por parte de los victimarios y muy importante, ambos decesos impactaron y movilizaron a las familias salvadoreñas, así como a colegios, iglesias, escuelas y maestros, en una demanda común por seguridad, justicia y garantías para el respeto a los derechos humanos de la niñez. En el caso de Katya Miranda su asesinato no quedó impune gracias a la infatigable y valiente lucha de su madre, Hilda María Jiménez, quien se negó a aceptar las explicaciones simplistas de unos y los llamados a la resignación de otros, resistiendo tenazmente a las amenazas a muerte y a la persecución, provocadas por la lucha que enarboló durante doce años y que concluyó en marzo del dos mil once, con la condena por el delito de secuestro de Carlos Miranda y cinco de sus cómplices. 

Alguna vez me comentó Hilda María que Katy, como le llamaba a su hija, quería ser basquetbolista o astronauta. Antes de morir, Katya disfrutaba de los juegos con sus compañeras de colegio, cuidaba de su hermanita y de su perro, y en sus libretas de apuntes reflejaba la despreocupación propia de una niña que era feliz. De igual forma estoy seguro de que Alisson Renderos se sentía a gusto con sus estudios y con sus triunfos deportivos, seguramente seguía de cerca los preparativos para los juegos olímpicos de Londres y estaría preocupada pero a la vez confiada en sus capacidades para superar sus exámenes y las eliminatorias para su próximo encuentro deportivo.

Ahora Alisson no podrá volver a lucir los colores de la bandera en su uniforme deportivo, Katya dejó un pupitre vació que hacía llorar a sus compañeras de colegio, hoy universitarias. Ante semejante panorama, me gustaría pensar que no seremos testigos y mucho menos testigos indiferentes de más casos de abuso infantil, que las autoridades harán uno de sus recursos y capacidades para poner fin a este problema, que todos los culpables serán castigados, y que ambas niñas, dueñas de tantos sueños y esperanzas, se juntarán en el cielo, rodeadas de otras estrellas como ellas.

*El autor se desempeñó durante el período comprendido entre enero de 2003 y marzo del 2011 como abogado del caso Katya Miranda. Actualmente trabaja como catedrático de derechos humanos. 

 

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