Opinión /

Conservadores, liberales y marxistas


Lunes, 25 de junio de 2012
Álvaro Rivera Larios

Recientemente, en la prensa digital, Julia Evelyn Martínez y Federico Hernández Aguilar han mantenido una interesante discusión a propósito de Adam Smith y ciertas apelaciones a la concordia social hechas por algunos portavoces e ideólogos del empresariado salvadoreño. Martínez, citando una frase de Adam Smith, recordaba la dificultad que tiene un actor interesado –el Capital– para representar los intereses generales de la sociedad.

Hernández Aguilar, en su papel de defensor de “la interpretación correcta” de los clásicos del liberalismo, adujo que Martínez sacaba de contexto las ideas del pensador escocés. Aprovechando la polémica, y eludiendo sus connotaciones personales, Martínez elaboró una réplica didáctica –Adam Smith para principiantes– que no por elegante dejaba de ser irónica.

Podríamos quedarnos en la anécdota, pero el elogio que Julia Evelyn (intelectual cercana al marxismo) hace de la honestidad intelectual de Adam Smith (pensador liberal) merece un comentario. Creo que a nadie debería sorprenderle dicho encomio, en la medida en que también Karl Marx admiraba la honestidad intelectual de Smith y David Ricardo. Pero hay algo más: suele decirse que, junto al idealismo alemán y el socialismo utópico, la economía política inglesa es una de las fuentes del marxismo. Eso implica que en la genealogía del pensamiento marxista existe un componente teórico liberal (trascendido dialécticamente, etcétera, etcétera).

Antes de hacerse comunista, Marx fue un liberal de izquierda y hasta podría decirse que nunca abandonó la agenda del liberalismo revolucionario en la medida en que su obra abordó, desde un nuevo planteamiento teórico y político, la concreción social e histórica de la igualdad y la libertad. La mejor solución que el joven Marx encontró para seguir siendo un demócrata radical consecuente fue la de afiliarse al movimiento socialista. Pero el filósofo alemán, un hombre dado a las síntesis creativas, incorporó a la razón crítica socialista el entendimiento objetivo de las relaciones económicas que habían desarrollado pensadores como Adam Smith. Marx hizo una lectura radical y proletaria de una tesis implícita en el pensamiento del filósofo escocés: la de que las instituciones políticas y culturales tenían que amoldarse a la sociedad civil –la esfera económica– y no al revés. La primacía jerárquica de las relaciones económicas en el tejido de la sociedad moderna es un principio que el marxismo heredó del pensamiento económico ilustrado.

Smith ha pasado a la historia con la aureola de ser un gran economista, pero no sé hasta qué punto esa imagen transforma en cultivador de una ciencia especializada a quien estaba interesado en una investigación más amplia sobre las articulaciones de lo económico, lo moral y lo político en el comportamiento de los individuos en un tipo concreto de sociedad. Más que un economista puro (figura que sólo llegó a formarse a finales del siglo XIX), Smith fue un “filósofo” que, sin perder de vista el estudio –con fines prácticos– de las causas y naturaleza del desarrollo económico, buscó integrar explicativamente, en un modelo complejo, diversas áreas del comportamiento social de los individuos. Le interesaban las causas efectivas de la riqueza, pero esas condiciones y sus efectos, con toda su autonomía, no se manifestaban en un vacío político, moral y jurídico. La trata de blancas y el narcotráfico, por ejemplo, son actividades económicas que se rigen por la búsqueda del beneficio particular, pero nadie le pediría al Estado o a la sociedad que se abstengan de intervenir en el funcionamiento de tales empresas por la gran contribución que hacen a la riqueza del país.

El narcotraficante, como sujeto económico, tiene atrofiado el célebre “espectador imparcial” que, según Smith, todos llevamos dentro. Ese espectador que nos permite situarnos ante nuestra propia conducta es una condensación interiorizada de los hábitos y normas morales que rigen la convivencia práctica de los individuos en una sociedad. Quienes tanto destacan la importancia que tiene el egoísmo para el filósofo escocés, suelen pasar por alto que dicho egoísmo esta enmarcado dentro de una ética de carácter social. Sin la simpatía, sin esa capacidad para situarnos en el lugar del otro, la conducta económica abandonada a sus propios criterios correría el peligro de diluir la moralidad y de contraponerse a la justicia.

Es cierto que Adam Smith trabajó para diferenciar la lógica de lo económico de las lógicas de la política y la moral, pero su cometido, una vez fijados los ámbitos de su funcionamiento, no era divorciarlas sino que integrarlas dentro de una nueva filosofía social. Su contribución analítica, a pesar de su carácter innovador, aun permanece dentro de los esquemas generales de la filosofía moral de corte antiguo. Ésta era un “arte” (conjunto organizado de saberes prácticos) donde la ética formaba parte de la política y los conocimientos económicos eran “una rama de la ciencia del hombre de Estado o legislador”.

Esa rama particular de “la ciencia política” asumía de forma consiente un objetivo y un valor social: “conseguir un ingreso o una subsistencia abundantes para el pueblo o, más precisamente, para que el pueblo pudiera conseguir esos ingresos o esa subsistencia por sí mismo” (Adam Smith, La Riqueza de las naciones, pag 539, Alianza Editorial, 2002). Para Smith, a pesar de su afán de separar a la economía del Estado con el fin de relacionarlos de forma distinta, el saber económico continúa siendo parte de esa ciencia que estima que “procurar el bien de una persona es algo deseable, pero que es más hermoso y divino conseguirlo para un pueblo y para las ciudades” (Aristóteles, Ética Nicomáquea, pag 13, Editorial Planeta-DeAgostini, 1995). La libre interacción de los individuos en el mercado se admite en tanto que la praxis confirme la hipótesis de que redunda en el bienestar de la ciudad. Sin embargo, la abundancia para todos, que se acepta como una consecuencia espontánea de la práctica económica individual, en el seno de la reflexión científica es un objetivo ético: la razón liberal emergente buscaba el bienestar general del pueblo, tal como antaño se lo proponía la política aristotélica. Los saberes y esferas prácticas separados por el análisis liberal tenían que amalgamarse en razón de un objetivo último: el bien de la nueva ciudad. “La riqueza de las naciones” es un ejemplo de “liberalismo científico” (describe y explica una zona de la realidad social burguesa), pero es una utopía en la medida en que las causas que analiza tendrían como consecuencia fáctica la imagen deseable y universalizable de la nueva ciudad capitalista. Esa carga utópica del planteamiento de Smith lo convierte en un moralista “científico” capaz de ver lo lejos que estaba del “capitalismo ideal” la práctica real de los capitalistas. Smith no solo establece las leyes de lo que hay, también anuncia el futuro, el progreso, y en su nombre es capaz de criticar el presente.

Carlos Rodríguez Braun, en el prólogo a su traducción parcial de “La riqueza de las naciones”, afirma que el de Smith era un liberalismo “matizado” que planteaba un equilibrio entre los intereses del individuo y la comunidad. El juicio de Rodríguez Braun resulta más comprensible, si uno considera al escocés como un pensador transicional que razona lo nuevo (las practicas económicas de la sociedad civil burguesa) con nuevos principios metodológicos, pero sin renunciar del todo a la visión holista que un pensador como Aristóteles tenía de los fenómenos sociales.

Para Smith el hombre continúa siendo animal político, pero ya no es la ciudad la que crea al individuo sino que es el individuo asociativo el que crea las instituciones. El marco institucional que preside la conducta de las personas no desaparece, pero cambia su naturaleza y su funcionamiento. La necesidad de diferenciar esferas prácticas (lo económico, lo político, lo religioso, lo moral, lo estético, etcétera) no suponía la renuncia a sugerir hipótesis sobre el funcionamiento como un todo de la nueva sociedad capitalista.

El plan general donde Smith ubicaba sus estudios económicos incluía una ética y una teoría del derecho. Como buen filósofo humanista que era, al escocés tenían que preocuparle las implicaciones morales y políticas de su modelo económico. Por esta razón, resulta errado el planteamiento que opone “La Riqueza de las naciones” a “La teoría de los sentimientos morales”. Smith era consiente de que una economía librada a sus propias fuerzas, relativamente libre de la injerencia estatal, presuponía en los agentes productivos una racionalidad donde el calculo “maximizador” debía integrar, al mismo tiempo, la búsqueda del beneficios privado y la conciencia del otro. La economía libre implicaba la tesis del autocontrol ético por parte de los ciudadanos. La ética pública tendría mayor importancia en la medida en que se concediese mayor autonomía a los individuos en la naciente sociedad burguesa.

Según Hernández Aguilar, fue el historicismo alemán quien señaló una fractura entre la ética y la economía en el pensamiento de Smith. Es posible que eso sea cierto, pero ha sido una rama del pensamiento liberal (la dedicada exclusivamente al estudio de los aspectos técnicos de la economía) la que ha terminado por imponer una interpretación economicista del filósofo ilustrado escocés. O dicho de otra manera, en los últimos cien años, ha sido una corriente del pensamiento económico liberal la que ha difundido una visión distorsionada, sin ética, de Adam Smith.

Esa misma corriente ha lanzado sus dardos contra otro liberal, John Stuart Mill, que tenía una visión compleja de la ciencia económica y de las relaciones económicas en el conjunto de la sociedad. En su autobiografía, al referirse a su tratado de economía política, Stuart Mill comenta que “no era simplemente un libro de ciencia abstracta, sino que tenía aplicación y trataba de Economía Política, no como algo en sí, sino como un fragmento de un todo más extenso: como una rama de la Filosofía Social, tan entremezclada con sus otras ramas, que sus conclusiones, incluso las que caen bajo su jurisdicción particular, solo son verdaderas de modo condicional, pues están sujetas a interferencias y reacciones provenientes de causas que no pertenecen a sus dominios”(John Stuart Mill, Autobiografía, pag 225, Alianza Editorial).

Así como Stuart Mill se consideraba un filósofo social (y no un economista de miras estrechas), un par de generaciones antes, pero ya en una línea de pensamiento parecida, Adam Smith se consideraba un filósofo moral de nuevo cuño. Para estos autores un pensamiento económico lúcido tenía que ir engarzado en el interior de una teoría de la sociedad. Lamentablemente, al igual que lo que luego le sucedería a Marx, Smith no tuvo vida suficiente para exponer una teoría sistemática del derecho y el Estado y de sus cambios sociales e históricos en relación con las áreas administrativas, legislativas y económicas.

No solo es que la hiperespecialización académica moderna, con sus claras fronteras disciplinarias, proyecte sus demarcaciones a un momento de la historia, el de la Europa de los siglos XVIII y XIX, en el que las ciencias sociales, tal como ahora las entendemos, no se habían diferenciado. Hay algo más: pensadores como Karl Marx y Adam Smith, aunque ya tuviesen conciencia de que la especificidad de las relaciones económicas podía ser objeto de una ciencia propia, no divorciaban dicha ciencia de una concepción unitaria de la sociedad y de una política reformadora. De ahí las investigaciones morales de Smith; de ahí las tesis sobre el materialismo histórico del “filósofo” alemán. Por eso resulta comprensible que Marx y quienes siguen su pensamiento, a pesar de sus hondas discrepancias con el pensamiento liberal clásico, tengan menos dificultades para captar la reflexión de Smith que muchos defensores actuales de la libre empresa.

Cuando Marx valoró al pensador escocés, ubicó su palabra en el tiempo. Smith era el pensador de un capitalismo emergente, un filósofo enfrentado al pensamiento y a las instituciones del antiguo régimen. Su proyecto de separar la economía de la política era el intento de liberar a las actividades comerciales y fabriles de ciertas intervenciones políticas. Smith conocía los límites y los excesos del Estado pre-capitalista, pero, como es obvio, no llegó a conocer plenamente los efectos sociales devastadores del desarrollo económico en las primeras etapas de la revolución industrial.

Aun así, y a pesar de su optimismo, Smith no idealizaba al empresariado de su época y su recelo no nacía de la comprensión de una humanidad caída en desgracia, egoísta e irracional por naturaleza, sino que de las mismas ventajas (económicas y políticas) que el empresariado podía utilizar contra sectores como el de los trabajadores asalariados que tenían grandes dificultades, dada la lógica económica e institucional del sistema, para comprender y articular sus intereses frente al poder y el discurso de la emergente burguesía.

Suele olvidarse que el liberalismo emergió como una razón social crítica, como una ideología polémica que se enfrentó de forma teórica y practica a las visiones e instituciones del antiguo régimen. Los marcos filosóficos e institucionales que ha creado el liberalismo (los derechos humanos, la división de poderes, la autonomía de la sociedad civil, etcétera) no deberían hacernos olvidar que en muchos casos se han implantado por medio de la violencia y la lucha social. Quienes hicieron de la minimización del poder estatal un principio ideológico, al conquistar el gobierno se valieron del uso intensivo del poder estatal para imponerle el libre mercado a las clases sociales insertas en la lógica de otros modos de producción. Las reformas liberales pueden verse como un capitulo de la lucha de clases.

Esta historia se falsifica, si afirmamos que las prácticas liberales se rigen siempre por el principio de la concordia. Que el liberalismo conservador es capaz de ejercer la violencia social sistemática, por medio del Estado, puede verse en la dura forma con que hoy se está redistribuyendo la renta a favor del Capital en el sur de Europa. La concordia social, en cualquier caso, sería el teórico punto de llegada; porque el principio, en una sociedad que admite “la competencia libre” por los recursos económicos y culturales, sería el conflicto de intereses materiales y de valores.

A lo largo de su historia, el liberalismo democrático ha llegado a concertar procedimientos institucionales para racionalizar las pugnas económicas dentro de la sociedad civil burguesa (mecanismos que ahora está desmantelando el autoritarismo neoliberal). Las libertades sindicales, el derecho laboral y la democracia abierta (esa democracia que no excluye en teoría a las mujeres y a los pobres) ponen de manifiesto esa racionalización, pero al mismo tiempo revelan que las cotas de igualdad y de justicia social que han disfrutado algunos países capitalistas no fueron dones administrados desde arriba sino que conquistas alcanzadas por medio de “la lucha”. Solo después de los disturbios de Stonewall, en 1969, los homosexuales empezaron la difícil travesía para su reconocimiento como ciudadanos.

Lo que diferencia al liberalismo democrático del marxismo no es que niegue la lucha de clases, lo que lo diferencia es que admite, al menos en teoría, la posibilidad de una negociación institucional entre las partes enfrentadas (el Capital y los salarios). A la concordia se llegaría a través del reconocimiento y canalización de la lucha entre distintas visiones e intereses. Un liberalismo como el de John Stuart Mill no solo reconoce la pugna entre las clases, también multiplica los posibles agentes del conflicto social al considerar que sectores específicos de la sociedad (las mujeres, por ejemplo), e incluso minorías (los homosexuales), pueden tener razones legítimas para enfrentarse a “las normas mayoritarias” que conculcan sus derechos. Ahora bien, la cultura jurídica más avanzada no tiene problema en admitir que, si “el diálogo social” fracasa, puede existir el recurso de la violencia legítima y proporcionada (las manifestaciones, la huelga, la crítica, etcétera).

El liberalismo emergente, en su etapa heroica y progresista, reconocía el derecho de resistencia ante las leyes o prácticas que amenazaban el bienestar del pueblo. A menudo se dice que la importancia de “la lucha” en la teoría marxista procede de la filosofía hegeliana y los idearios comunistas, pero el marxismo también es una criatura radicalizada de esa dialéctica liberal que históricamente ha recurrido a la persuasión de las armas y a las armas de la persuasión, a la violencia directa y a la pugna social ritualizada. Si la guerra moderna se mira como una continuación de la política, la democracia liberal es la guerra ritualizada que libran los grupos y los individuos –en el parlamento y en los foros de la opinión pública– para defender racionalmente sus principios, intereses y modos de vida.

Al liberal conservador, como ese policía al que le gustan los cuentos de hadas, le interesa ocultar la gran importancia que tiene la dialéctica en la historia y en las ideas liberales. Al liberal conservador no sólo le interesa ocultar la dialéctica política que asume conscientemente el demócrata liberal, también pretende vaciar de contenido la política liberal progresista y supeditarla crudamente a la lógica del mercado. Por ese motivo, la defensa de la sociedad civil que hacen los conservadores termina desembocando en un determinismo económico autoritario.

Ese autoritarismo economicista, por mucho que hable de la concordia social, asume crudamente los costos de la lucha de clases porque se ahorra los gastos institucionales de la ritualización del conflicto. No es menos política lo que necesitamos, lo que necesitamos es una democracia nueva y más fuerte. Porque la impugnación del Estado que hacen los neoliberales en nombre de la autonomía de la sociedad civil en el fondo supone una mayor transferencia de poder para “el Capital”. Sé que el menos fascista de los fascistas es un fascista, pero no conviene confundir a los liberales con los conservadores.

Solo un conservador podría sugerir que Adam Smith, en nombre de una teórica armonía de intereses, ignoraba la realidad de las pugnas entre las clases sociales y no veía los excesos del empresariado de su época y su engañosa pretensión de convertirse en portavoces de los intereses generales de la sociedad. Librados a su propia lógica, sin restricciones estatales, los mecanismos auto-reguladores del mercado dejan en la indefensión, a merced de los intereses de la parte más poderosa, a los trabajadores asalariados. Esas relaciones asimétricas no son armónicas, son violentas, es decir, conflictivas.

Toneladas y toneladas de propaganda conservadora tratan de volver invisible esa fractura social. Ahí donde el mercado produce violentas asimetrías sociales es necesario imponer “la armonía capitalista” por medio de la violencia. Por esta razón los discursos que hablan de la concordia son a veces una expresión de la violencia simbólica en el escenario de la lucha clases.

Como bien dice Rodríguez Braun, y reitera Julia Evelyn Martínez, Smith era partidario del capitalismo, pero no era un corifeo de los capitalistas. No confundía el sistema, su tipo ideal, su modelo utópico, con la práctica real de los agentes que lo promovían.

Que la simpatía que siente Julia Evelyn por el filósofo escocés no lo desfigura del todo nos lo confirman las palabras de John Gray: “Es cierto que, si hubo un liberal a finales del siglo XVIII, éste fue Adam Smith, pero eso no le impedía ser crítico con el liberalismo. Smith fue uno de los primeros críticos de los peligros éticos de las sociedades comerciales. Muchas de las críticas al capitalismo que más tarde fueron desarrolladas por Marx, especialmente las que conciernen a sus efectos alienantes sobre los trabajadores, están prefiguradas en el pensamiento de Smith. De hecho, Smith está tan lejos de ser un ejemplar del pensamiento liberal “verdadero” o “clásico” que se le puede considerar como una de las fuentes principales  de las críticas posteriores al liberalismo” (John Gray, Las dos caras del liberalismo, pag 37, Editorial Paidós, 2001). Y no es que la palabra de Gray vaya a misa, pero su comentario indica que Adam Smith está siendo objeto de una disputa interpretativa para liberarlo del secuestro intelectual que ha padecido en manos de los ideólogos neoliberales.  

Un Adam Smith que se presenta como un liberal crítico del liberalismo no deja de ser un autor ambiguo. Es lo mismo que dice Pedro Schwartz a propósito de John Stuart Mill: “En la tradición liberal es Mill un autor ambiguo”. La ambigüedad que Schwartz reprueba es aquella que puede dar pie a una lectura de izquierda del clásico liberal. Esa posibilidad no puede suprimirse por decreto ahí donde la contradictoria riqueza de los clásicos liberales los salva de ser liberales ortodoxos, liberales puros, liberales ciegos.

Si el programa teórico de Smith separaba la economía de ciertas políticas, una vertiente del liberalismo (a partir de la experiencia histórica) recuperó en nuevos términos la necesaria relación entre el mercado y las otras esferas institucionales de la sociedad. Y no es que ese liberalismo corrigiese a Smith, lo que hacía era rectificar a quienes malinterpretaban a Smith y convertían en un dogma ciertos aspectos aislados y descontextuados de su teoría.  

La separación entre el Estado y la economía (la que se ha expresado, por ejemplo, en la desregulación de las actividades financieras) llevada al extremo, como ahora muy bien se ve, causa daños sociales terribles y pone en peligro “las libertades democráticas”. El economicismo neoliberal, tan nefasto como el economicismo marxista, termina saltándose la potestad de las instituciones democráticas y acaba entregándoles el poder real a los gestores, a los grandes expertos al servicio del Capital que reducen la compleja lógica de “la democracia” a una mera gestión vertical de los recursos económicos. 

Ese enfoque alienado de la economía y la política está a años luz de la visión unitaria del hombre que tenía Adam Smith. Es por eso que la gran mayoría de nuestros conservadores mienten cuando celebran el pensamiento de clásicos como  Smith, Ricardo y Stuart Mill.

La minimización del Estado, que como receta y dogma religioso proponen los neoliberales, al final termina desembocando en la minimización del poder de las instituciones democráticas frente a la influencia de los mercados. Tal hecho consagra, consuma, el divorcio entre el mercado y la democracia, entre el capital y los intereses generales de la ciudadanía (realidad que ahora ejemplifican trágicamente Grecia, España e Italia). 

Si nuestros presuntos liberales, por la forma en que legitiman la irracionalidad económica de nuestra sociedad, son incapaces de asumir la contradictoria riqueza de aquellos autores que invocan, nuestra izquierda sigue empeñada en creer que toda esa tradición es uniforme y yerra porque los principales enemigos del liberalismo clásico son precisamente aquellos que ahora más reivindican en falso dicha herencia. 

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