Opinión /

Thea y Edie


Lunes, 9 de julio de 2012
Álvaro Rivera Larios

Se conocieron en un local de Nueva York donde solían encontrarse las mujeres que amaban a las mujeres en el año de 1962. Thea, una elegante judía de clase media alta, y Edie, una rubia atractiva de origen más humilde, bailaron juntas toda la noche. Según Thea, aquella fue una decisión que tomaron sus cuerpos y el amor que ambas sentían por la música y el baile. Todo indicaba que lo suyo sería una aventura más, pero nadie sabe a ciencia cierta cuándo empieza una historia de amor y, por supuesto, cuando ya está en marcha, nadie sabe la fecha en que termina.

Aquella que pudo ser una noche más se convirtió en la hebra que dio comienzo al tapiz. Dos años después volvieron a encontrarse y el lazo que a partir de entonces fueron tejiendo sus bailes y sus vidas únicamente la muerte pudo interrumpirlo.

La morena tenía una historia personal en cuyos trazos estaba presente la cruda historia del siglo XX. Su familia previó la llegada de los nazis y huyó de Holanda. Esa fue la razón por la que Thea Spyer estudió en un distinguido colegio para señoritas, al otro lado del mundo, en Nueva York. Ahí fue donde comenzó a cumplir los primeros pasos, menos uno, de la vida prevista para una joven de su condición. Una judía liberal de su estatus tenía que ser una virtuosa del violín o dar clases de psicología clínica.

Si la cara y el cuerpo de una mujer le marcan el destino, se suponía que el destino de Edie Windsor tenía que parecerse en algo al de los personajes que encarnaba Doris Day, pero Edie tenía su propio punto de vista.

Lo de ellas, en un principio, fue carnal, si uno entiende que lo carnal incluye a dos cuerpos que se dejan arrastrar armónicamente por una melodía. Puede afirmarse que lo suyo fueron también cuatro décadas de música en común.     

Me imagino que la morena distinguida y la rubia vital empezarían a compartir una existencia discreta en un barrio de clase media. Solo la discreción y el anonimato permitirían que un amor como el de ellas, negado socialmente, pudiera sobrevivir. Durante muchos años, para salvar su pacto, no tuvieron más remedio que ser invisibles. Thea era profesora universitaria y Edie una empleada de IBM. Como sucede con las parejas sin hijos, solían viajar y tomarse fotos ante los cambiantes paisajes de las vacaciones anuales de gran parte de sus vidas. En las fotos se las ve envejecer.

No hay historia de amor sin obstáculos y en la historia de Edie y Thea los hubo. Para empezar, no hay que idealizarlas. Me imagino que los celos, el silencio y los desacuerdos las visitarían. Obviamente, eran como cualquier pareja cuyo amor debe enfrentarse al desgaste de la convivencia y el curso del tiempo. Había que ser fuertes para que la ternura y el aprecio recíprocos sobrevivieran al estigma de la sombra y la clandestinidad. Ahora sabemos que su perseverancia estuvo a punto de cumplir el medio siglo. 

Aquellos cuerpos que unió la música tuvieron que enfrentarse a otro desafío: a Thea la fue derribando poco a poco la esclerosis múltiple. Al final de su vida, Thea era una anciana postrada en una silla de ruedas, mientras  Edie, su pareja, conservaba el espíritu juvenil. No fue fácil para ninguna de las dos y es que ningún amor, si es amor, resulta fácil. El cariño de Edie por Thea se fue desplegando en las pacientes labores de una enfermera. Y ahí estuvo, junto a la mujer que conoció en un local de Nueva York en 1962, hasta que los pulmones de Thea se quedaron quietos en el año 2009. 

Cuando las tijeras de la muerte se acercaban para cortar el tapiz que habían tejido juntas, Thea y Edie decidieron consumarlo con una puntada simbólica y así fue como viajaron a Toronto para consagrar jurídicamente lo que en los hechos había sido un largo amor, un largo compromiso, un largo matrimonio. Lo que la música y el cuerpo habían unido, perduró, contra las adversidades, gracias a esas modestas y esforzadas virtudes que despliega el amor.

Al final, recapitulando ante el paisaje de sus propias vidas, las dos ancianas cayeron en la cuenta de que las noches y los días que habían compartido eran un relato digno de contarse frente a una cámara como un homenaje a su larga relación y como un homenaje a todas aquellas mujeres que amaban a las mujeres. Si el movimiento de los gay y las lesbianas no hubiera conquistado el derecho a la visibilidad, el largo compromiso de Thea y Edie se habría extraviado en el silencio. Para que ciertas historias puedan contarse y salir a la luz tiene que removerse ideológicamente el subsuelo de la opinión pública. Existe una relación profunda entre los disturbios de Stonewall, en la Nueva York de 1969, y el conocimiento público de esta historia de amor. Thea y Edie lo sabían y sabían que su largo viaje era un ejemplo.

He contado la historia de dos mujeres que caminaron juntas en el lugar donde se supone que debería escribir un artículo, un trozo de prosa salpicado de conceptos, datos generales y mucha lógica. Se supone que un relato no sería la forma más adecuada de abordar un asunto de interés público (el matrimonio entre dos personas del mismo sexo, por ejemplo). Pero los relatos (en su modalidad de ficción o testimonio) son de vital importancia en la formación de nuestra inteligencia ética y es que la lógica no nos educa sentimentalmente aunque necesitemos la razón para vivir.  A veces, una simple historia de amor como la de Thea y Edie retrata de cuerpo entero los prejuicios de ciertas autoridades políticas y religiosas y la atrofiada empatía de su moral conservadora. Ante esa ceguera, las manos de Edie aprehendiendo el tesoro del rostro de su gran amor son una imagen que lo expresa de golpe todo.

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