Opinión /

Anotando a Gramsci


Miércoles, 8 de agosto de 2012
Álvaro Rivera Larios
La cárcel restringió los movimientos físicos de Antonio Gramsci, pero no logró impedir que su pensamiento traspasara los barrotes. Los difíciles días y las interminables noches del ocio carcelario, paradójicamente, le impusieron al dirigente comunista la posibilidad de la contemplación, de la teoría.

El suyo no fue un teorizar cómodo. El objetivo de sus carceleros era el de minar su cuerpo para doblegar su mente. El carácter fragmentario de su pensamiento es una huella de la cárcel y del sufrimiento físico. No hay que olvidarlo: la elegancia de su palabra fue una conquista contra la privación. Pensar, en ese sentido, fue para él una forma de resistir y de esa resistencia nacieron relámpagos.

Pero el confinado teórico también saltó por encima de otros muros: los de la ortodoxia comunista representada por Stalin. En la cárcel, el esfuerzo reflexivo de Gramsci entrañaba una doble liberación: burló el silencio que quiso imponerle Mussolini y superó el pensar tutelado, petrificado y mecanicista que ya por entonces había impuesto Stalin.

Cuando el pensador italiano critica el manual popular de Bujarin sobre el materialismo histórico, lo más probable es que esté golpeando una bola en la mesa de billar filosófica y política. Le da con el taco a Bujarin, pero el golpe posiblemente va dirigido, entre otros, al Lenin del “Qué hacer”.

Todos reflexionamos, si es que lo hacemos, sobre los hombros de alguien. Gramsci no fue una excepción: reflexionó sobre los hombros de Marx, Croce y Lenin, pero no se limitó a recibir una herencia para conservarla, la amplió. Esa ampliación fue posible porque el dirigente italiano no confundía el pensamiento con la simple repetición de las ideas recibidas.

En la cárcel, Gramsci rebobinó y proyectó en su mente la historia europea contemporánea y los episodios mas significativos de su biografía política y puso a dialogar esa experiencia contra los límites de los conceptos heredados y, más allá de lamentarse por la brecha entre las interpretaciones y las fallidas transformaciones, desarrolló un trabajo reflexivo que hizo visibles ciertos flancos de la praxis que había descuidado la teoría. Por esa ruta terminó acuñando nuevos conceptos con el propósito afinar los mecanismos explicativos y las futuras acciones de la filosofía crítica. En la cárcel, contra todos los límites, la herencia recibida fue materia de creación. 

Pensemos a Gramsci, anotemos alguna de sus notas y hagámosla crecer por cuenta nuestra. Pensar a Gramsci no significa únicamente comprenderlo, pensar a Gramsci significa ponerlo a dialogar con nuestras experiencias, procurando que éstas no sean meros insectos en una tabla clasificatoria.

Anotemos una de sus notas:

“Hay que destruir el prejuicio, muy difundido, de que la filosofía es algo muy difícil por el hecho de ser la actividad intelectual propia de una determinada categoría de científicos especializados o de filósofos profesionales y sistemáticos, Por consiguiente, hay que empezar demostrando que todos los hombres son filósofos” (Antonio Gramsci, Introducción a la filosofía de la praxis, pag 11, Ediciones Península, Barcelona, 1976).

Creo que se puede defender la segunda tesis (todos los hombres son filósofos), al mismo tiempo que se rectifica una posible interpretación de la primera (que al no ser la actividad exclusiva de unos expertos e impregnar toda la existencia humana, “la filosofía” es más fácil de lo que parece). 

Todos somos potencialmente capaces de comprender el razonamiento matemático de un ingeniero, pero eso no significa que la ingeniería sea muy sencilla, hay que hacer un esfuerzo para dominarla o comprenderla aunque ese esfuerzo teóricamente esté al alcance de todos los hombres. No hay individuo de la especie humana que no disponga para sobrevivir de una conciencia aritmética elemental. A partir de dicha base podemos dar el salto a una razón matemática más compleja

Gramsci razona que todos los hombres desarrollan una filosofía espontanea, presente en su lenguaje, en su sentido común y en su buen sentido, en sus creencias religiosas y en su “refranero popular”. En lo que respecta al lenguaje, el pensador italiano apunta al significado de las palabras (cuya semántica es social y remite a visiones implícitas del mundo), pero hay algo más, diría yo: Toda persona maneja una gramática natural, un sistema lingüístico adquirido socialmente e incrustado en el cerebro que nos permite organizar las palabras de forma coherente para construir frases y textos y para comprenderlos. La gramática como saber académico es un metalenguaje que crece sobre una capacidad de discurso que poseen todos los hombres. Y lo mismo sucede con el buen sentido, éste no sería posible si en todos los hombres no estuviese distribuida una lógica natural, una capacidad de construir argumentos y de refutarlos  que se manifiesta cada día en el mercado de verduras. Es ese buen sentido el que hace posible la emergencia de la lógica y la dialéctica como disciplinas.

No existe hombre que no posea una capacidad de razonamiento natural, pero eso no significa que el aprendizaje de la lógica aristotélica o de la lógica matemática no requiera un trabajo disciplinado. Suprimiendo las exclusiones sociales, cualquiera puede aprender el arte de construir y rebatir argumentos, siempre que se destruya el prejuicio muy difundido de que filosofar es algo más sencillo que resolver una ecuación matemática.

Una vez que se demuestra que la razón natural es compleja y está presente en todos los hombres, hay que desalojar a la filosofía del coto cerrado de los filósofos para democratizarla. Dicha socialización (de valor  estratégico para una democracia popular) no debe emprenderse bajo el concepto de que el razonamiento público y crítico es fácil y no demanda un gran esfuerzo a todos los agentes de un proceso democrático revolucionario. 

Es una falta de respeto a la razón popular transmitirle un marxismo que confunde la simplificación pedagógica de la teoría con el vaciado de su inteligencia crítica.  

Que no es muy fácil pensar filosóficamente lo demuestra la misma forma en que Gramsci profundizó conceptualmente en algunas experiencias que permanecieron invisibles para muchos marxistas de su época. 

En la época de Gramsci, salvo casos muy puntuales, predominaban las visiones positivistas de la ideología. La ideología era la no ciencia, el espacio social simbólico en el que las representaciones sociales falsas de la clase dominante anulaban la inteligencia de las clases subordinadas. Todo grupo subordinado ideológicamente carecía de la menor traza de razón autónoma, habitaba en la no filosofía, en el no pensamiento y éste carecía de rasgos,  era una abstracción, una cara sin ojos ni boca y falta de contradicciones. Gramsci, sin abandonar la tesis de que la base determina a la superestructura, le dio a la conciencia social una dimensión antropológica que no tenía en el enfoque positivista de las ideologías.

Según Gramsci, si las clases subordinadas no eran sometidas exclusivamente por medio de la fuerza sino que estaban bajo una tutela ideológica era porque tenían uso de razón y habían sido educadas y persuadidas para que aceptasen el dominio económico y cultural de la burguesía. Esa misma razón natural, esa capacidad de interpretación hasta cierto punto cautiva, era el factor que, bajo el peso de las contradicciones económicas, les permitiría liberarse al ganar autoconciencia por medio de la crítica y la socialización de la teoría.  Cuando un “teórico” se acerca a los campesinos y a los obreros con la pretensión de convertirse en su intelectual orgánico no tiene que partir de la premisa de que son una tabula rasa colectiva, unos ignorantes a los que hay que meter en la cabeza la versión simplificada de un sistema filosófico. 

La filosofía puede desfigurar su encuentro con los trabajadores si solo reconoce en la filosofía la medida del pensamiento. En su encuentro con los trabajadores, el intelectual no establece una vinculación crítica con una razón popular vacía de pensamiento, establece trato con una mentalidad espontanea articulada en el lenguaje, el sentido común, la religión y el refranero. Si se plantea la unión de la teoría con la práctica en un nuevo bloque histórico, la teoría marxista debe entablar un diálogo con esa razón popular para ofrecerle las herramientas críticas para que se libere de la tutela ideológica de las clases dominantes. El debate con las “ideologías teóricas” como forma de reorientar el sentido común solo tiene justificación en la medida en que tales ideologías  tengan influencia indirecta sobre el pueblo. 

Si el desarrollo de una cultura social crítica puede ser más decisivo que la formulación de una teoría, para una política revolucionaría es más importante reformar el sentido común que limitarse a rebatir un sistema filosófico. La disputa por la racionalidad popular, la lucha por la hegemonía, se  salta el perímetro donde contienden las distintas filosofías, para librar la batalla en los territorios irregulares y concretos del sentido común. 

En la conquista de su autonomía racional, las clases subordinadas no parten de cero, parten de una conciencia social heterogénea que por medio de la filosofía de la praxis ha de alcanzar el “buen sentido”. El marxismo eleva la racionalidad del proletariado (dotándola de coherencia y vinculación con sus intereses económicos), pero no la inaugura.

Si el marxismo, como filosofía, eleva la racionalidad práctica de los grupos subordinados ¿qué tipo de filosofía es? Evidentemente, lleva dentro de sí una arquitectura formal; podemos verla como un sistema coherente de hipótesis, pero es algo más. En la nota que comentamos, la filosofía se presenta como “una actividad especializada” que el prejuicio pinta como oscura. A primera vista, solemos confundir la filosofía con sus productos (la obra escrita de los grandes filósofos) y con su historia (la secuencia en la que han aparecido los grandes sistemas de pensamiento), pero la referencia al pasado del pensamiento y la descripción de sus estructuras no es necesariamente “la actividad” de la cual nos habla Gramsci. Al pensador italiano le interesa el encuentro de la teoría con la mentalidad popular dentro de un proyecto de transformación revolucionaria. La filosofía, pues, sería un pensamiento vivo integrado dialécticamente en la lógica de las acciones que transforman una cultura y transforman un mundo. 

Un pensamiento social vivo, nacido del encuentro entre la teoría y el sentido común, es algo más que la aplicación mecánica y repetitiva de un principio. Un pensamiento vivo, como razón práctica y reflexiva, hace que las acciones mantengan un diálogo abierto con la teoría. En su encuentro con los obreros y los campesinos, el intelectual hace algo más que ofrecerle coherencia y unidad al sentido común. Su aporte consiste en la multiplicación de la potencia de la razón natural y eso será posible en la medida en que socialice, junto al sistema de ideas, un estilo de pensamiento, un razonar crítico.

Ese pensamiento vivo sólo puede prosperar si se deshacen las estructuras políticas, culturales e ideológicas que amenazan, desde dentro, la relación entre la teoría y la razón popular. Si no se resuelve esto, si no se afronta, el intelectual orgánico del pueblo corre el peligro de convertirse en un burócrata y los obreros y los campesinos peligran de seguir siendo grupos subordinados dentro de la revolución.

Antonio Gramsci nos dice que vale más organizar una cultura crítica que formular una teoría revolucionaría. Pero una cultura crítica es algo  más que la socialización de las tesis y valores de un pensamiento comunitario. Una cultura crítica es aquella donde la razón revolucionaria, como lógica y retórica, se mantiene en movimiento, en interacción permanente, en los variados escenarios donde se construye la democracia popular, es decir, lejos de la fijeza de un edicto verticalista grabado en una piedra.  

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