Opinión /

De Katrina a Sandy


Martes, 30 de octubre de 2012
Jon Lee Anderson

Estoy lejos, en la otoñal Inglaterra, mientras la súper tormenta Sandy entra a Nueva York, pero escucho de amigos en Manhattan que han tenido que moverse temporalmente hacia la parte alta de la ciudad porque viven en la zona de evacuación obligatoria.

Uno me envió un correo esta tarde desde un café del Upper West Side, después de abandonar su hogar en Wall Street. Su estado de ánimo parecía menos postapocalíptico que de fin de siglo. Pero desde los ataques del 11 de septiembre, ¿puede algo de verdad sorprender a los neoyorquinos? Armagedón, alguna vez territorio exclusivo de las películas de desastres y de ciencia ficción, es ahora algo que casi todos esperan, o al menos miran como una posibilidad.

Qué diferentes son las cosas hoy de lo que eran antes de 11 de septiembre, antes del huracán Katrina, antes del declive de Estados Unidos. Algo cambió en los últimos doce años, de la fallida y hortera elección de 2000 a los ataques terroristas; las terribles y sangrientas guerras en Iraq y Afganistán; y la recesión.

Vivimos ahora unos tiempos en los que nada, según parece, termina definitivamente. Las guerras nunca se ganan o se pierden del todo, sino que se arrastran para siempre con sus consecuencias y el planeta, también, sufre hemorragias que todos advertimos pero que tratamos de mantener alejadas de nuestros pensamientos en nuestras vidas diarias.

Hace siete años, en una asignación de la revista New Yorker, visité Nueva Orleans por primera vez. El huracán Katrina acababa de devastar esa irónica ciudad estadounidense. Lo primero que vi de Nueva Orleans fue una parte del centro totalmente sumergida y recuerdo no haberme sorprendido por esa imagen. No me sorprendió ver lo que una tormenta puede hacer a una ciudad, porque durante los dos años anteriores había estado reporteando en Bagdad, y había visto cómo aquella antigua y herida metrópoli había sido destruida por la invasión estadounidense, el saqueo posterior y la fallida ocupación.

Había una guerra civil iniciando allá, también, en el momento en que Katrina golpeó Nueva Orleans; montañas de basura y escombros sin recolectar y muros destruidos por ataques suicidas, Bagdad estaba a punto de convertirse en un verdadero campo de carniceros. Entendí que cualquier cosa podía suceder para arruinar la vida en cualquier parte -a veces por la mano de la naturaleza y otras por la mano del hombre-. (Pensé eso también ahora: mientras Sandy impacta Nueva York, algunas áreas de la antigua ciudad de Damasco están siendo destruidas por bombardeos de aviones militares despachados por su propio gobierno).

La mañana siguiente a mi llegada a Nueva Orleans, manejé hasta el llamado Lower Ninth Ward, el Noveno Distrito, tan lejos como las calles me permitieron llegar -hasta que estas también desaparecieron bajo el agua- y vi que una gran parte de la ciudad, la parte más afectada por las inundaciones, era muy pobre y que las casas ahí eran poco más que champas. Esto me impactó mucho más de lo que habría esperado. Como estadounidense me sentí humillado y avergonzado por la pobreza desatendida de la ciudad, sus evidentes orígenes raciales y la torpeza insensible del hombre que en ese momento era el presidente de Estados Unidos: George W. Bush.

Pocos días antes Bush había estado en el vecindario, regresando de uno de sus fines de semana en su rancho de Crawford, Texas y de camino a la Casa Blanca. Le contaron de la devastación de Nueva Orleans, y apenas sobrevoló el área. No pensó en ver el lugar por cuenta propia, en ofrecer compasión o liderazgo a la gente ahí. El comportamiento de Bush fue profundamente vergonzoso, un recordatorio más de que éramos liderados por un hombre que no merecía ser Presidente, que carecía de la cualidad esencial de la compasión.

Era, por supuesto, el mismo hombre que -por esas misma razones de personalidad- había manejado tan mal la invasión de Iraq, convirtiendo la victoria en una insigne derrota y golpeando fuertemente la posición geoestratégica de Estados Unidos.

En mi último día en Nueva Orleans, diez días después de que el huracán golpeó la ciudad, encontré el cuerpo de un hombre, distendido y casi irreconocible como ser humano, bajo unos periódicos. Yacía en el margen de un paso elevado sobre el Noveno Distrito. Por un momento pensé que estaba de regreso en Bagdad. Pero ahí, a pocos metros, estaba un grupo de policías de San Diego jugando a ser turistas. Habían venido a hacerse unas fotos frente al inundado distrito. Ninguno de ellos notó al hombre muerto. Y pensé: ¿Así es como se ve una súper potencia?

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