Opinión /

Semana de la desigualdad


Lunes, 15 de octubre de 2012
Héctor Lindo

Mis lecturas casuales de la semana pasada me llevan a calificarla como la semana de la desigualdad. El lunes leí un editorial en un rotativo local de corte conservador que aseveraba que “Fue Dios quien dispuso que no existiera la igualdad” y se pronunciaba en contra de las políticas para reducir las diferencias de ingreso.

El viernes continuó la semana con un artículo en un prestigioso semanario internacional de corte conservador celebrando el éxito de las políticas latinoamericanas para reducir las diferencias de ingreso.

La contradicción entre estas publicaciones conservadoras es lo suficientemente grande como para sacarme del sopor natural del fin de semana. (Además, me permite tocar el tema de la desigualdad sin temor a despertar actitudes polarizadas anacrónicas, o que deberían considerarse como tales).

Según The Economist (el semanario internacional en cuestión) uno de los esfuerzos gubernamentales más exitosos para reducir las brechas de ingreso ha consistido en el gasto de los gobierno latinoamericanos para aumentar el porcentaje de la población que asiste a la escuela secundaria. Por supuesto hay países que no han seguido esta buena idea. ¿Por ejemplo? Como se imaginarán los lectores de El Faro, uno de los ejemplos que destaca The Economist es El Salvador, donde el aumento en escolaridad secundaria ha sido pobre.

¿Por qué interesa la desigualdad? ¿Es esta discusión una versión disfrazada del discurso marxista de lucha de clases? ¿Por qué importan las actitudes invariablemente discriminadoras de nuestras élites económicas? Éstas no son meras ilustraciones de provincialismo de novela decimonónica (“¿Qué se han creído estos igualados?” “Lo dicen porque son resentidos sociales”. “Suerte que no llevé a mi mujer, habían invitado a chinche y talepate”). Son actitudes con consecuencias. Aparte de los argumentos éticos o de las obvias lecciones de los evangelios y, en general, de las principales tradiciones religiosas, hay razones económicas que justifican con creces la preocupación con las diferencias extremas de ingreso y riqueza.

Hay un vínculo histórico entre falta de desarrollo económico y desigualdad. En la última década la principal discusión entre los historiadores económicos ha girado alrededor de esta relación entre desigualdad y lento desarrollo. Daron Acemoglu y James Robinson son los exponentes más visibles de este punto de vista, pero no son los únicos.

Los diferentes autores no están de acuerdo en cuándo se agudizaron las diferencias económicas en Latinoamérica, pero todos coinciden en que el deseo de las élites de perpetuar sus ventajas ha llevado a decisiones con respecto a las reglas del juego económico que en el largo plazo han retrasado el crecimiento económico. Una de esas decisiones corresponde al gasto público en educación. Desde Milton Friedman hasta Karl Marx, la gran mayoría de economistas ha estado de acuerdo en la importancia del gasto en la educación. Estudios comparativos muestran que históricamente los países con mayor desigualdad han gastado menos en educación. ¿Cuál es uno de los ejemplos que usa Peter Lindert en su artículo sobre desigualdades en escolaridad en el siglo XIX? ¡El Salvador!

Lindert no es el único que emplea a nuestro país como ejemplo para ilustrar el vínculo entre desigualdad y desinterés en inversión en educación. Jeffrey Nugent y James Robinson explican el ejemplo con pelos y señales : “[históricamente] hay una relación natural entre el tipo de coerción a la fuerza de trabajo que caracterizaba al mercado de trabajo en El Salvador y Guatemala y la negativa del Estado a invertir en educación”, nos dicen estos autores.

Por supuesto que no tenemos por qué confiar en lo que dicen un par de gringos, por prestigiosos que sean, sobre las actitudes de nuestras clases dirigentes. Veamos qué decían sus miembros destacados. Francisco Galindo, el celebrado orador del siglo diecinueve (hasta mediados del siglo XX se repetía el famoso dicho “Huevos dijo Galindo” haciendo referencia a su intervención parlamentaria más memorable) manifestaba sus actitudes en la Cartilla del Ciudadano. En esta obrita el famoso diputado explicaba a los niños salvadoreños que era necesario establecer una distinción entre la noción abstracta de “pueblo” que se encontraba en la Constitución, y el “populacho” que pululaba por las calles y veredas del país, grupo social al que él consideraba un peligro. En 1913, en la Revista del Ateneo de El Salvador Alonso Reyes-Guerra, escribía que le parecía aberrante la idea de dar a los ciudadanos “las pretensiones de realizar una igualdad extremada”, y proponía que el derecho a voto se limitara a quienes sabían leer y escribir. Esto en circunstancias que aproximadamente el 70 por ciento de la población era analfabeta. Nuestros grupos dirigentes trabajaban asiduamente para mantener su monopolio del poder y separarse de “la chusma” la cual no debía tener derechos a ciudadanía plena. Como ellos concebían que el principal objetivo de la educación era formar ciudadanos no era urgente gastar dinero en escuelas para la chusma.

Pero las cosas han cambiado. Después de los Acuerdos de Paz la influencia del voto de la ciudadanía empezó a ganar importancia. A pesar de que los Acuerdos no tuvieron efecto en la desigualdad económica, redujeron la desigualdad política. En consecuencia los gobernantes de todos los partidos empezaron a prestar mayor atención a la educación. No se pueden negar los avances en la matrícula a nivel primario que se han dado desde 1992 con políticas tanto de ARENA como del FMLN. Sin embargo, a pesar del déficit que hay que solventar, El Salvador continúa dedicando a la educación una proporción menor de sus recursos que la mayoría de los países de Latinoamérica. Es más, como lo muestran con creces los resultados de las PAES, el aumento en el número de estudiantes matriculados no ha ido a la par de un aumento en la calidad de la educación. La cantidad sin calidad es un problema grave. Los efectos de la educación en el desarrollo están más relacionados con la calidad de la enseñanza que con el número de matriculados.

Para aumentar la matrícula y mejorar la calidad educativa es necesario aumentar el gasto del estado. Parece incongruente mencionar este tema en momentos en que la discusión del desequilibrio fiscal es uno de las cuestiones que se discute con mayor ansiedad. Aquí es donde importan las prioridades de largo plazo. La ecuación fiscal tiene entradas y salidas. Una de las herencias de décadas de desigualdad política ha sido un sistema fiscal que genera pocos ingresos. Las élites salvadoreñas se han resistido de forma sistemática a cualquier reforma fiscal que conlleve una mayor contribución de su parte. Pero si no hay recursos fiscales no hay retórica de apoyo a la educación que signifique mucho.

En el largo plazo se debe llegar a un acuerdo social que reconozca el papel del estado para crear condiciones de igualdad de oportunidad. Esto pasa por una transformación del compromiso del estado con la educación. No se si esto cabrá dentro de las reflexiones criollo-teológicas de nuestros rotativos, ojalá que así sea. Un nuevo acuerdo social debe permitir el incremento sustancial de los recursos del estado que se destinan a la educación.

No me parece que tengamos las condiciones para mejorar la calidad educativa. ¿Contamos con un sistema de reclutamiento y formación de maestros que garantice su preparación para mejorar la calidad? ¿Tenemos un sistema de contratación que coloque a los mejores maestros en nuestras aulas (y estimule a los menos capacitados a que se dediquen a otros menesteres)? ¿Valoramos e incentivamos a los buenos maestros? ¿Les permitimos desenvolverse en un ambiente profesional contando con el respeto de la comunidad? No se trata de dar discursos floridos el Día del Maestro, hay que transformar el entorno en que se desenvuelve la actividad educativa.

Hay dos grupos que me costaría convencer con los argumentos anteriores: 1) quienes ven con espanto la disminución en la desigualdad que conlleva una mejora sustancial en la educación, 2) quienes se estremecen al pensar que cualquier política educativa seria conlleva una redistribución de ingreso (de pagadores de impuestos a juventud pobre). Para estos tengo otro argumento. Si no se toman medidas serias para mejorar la capacidad productiva de nuestra fuerza de trabajo la economía no va para ningún lado. Las bases fundamentales de la economía son débiles y una de las pocas cosas que podemos hacer para mejorarlas es renovar la educación. Si no tomamos cartas sobre el asunto no aprovecharemos ni a las migajas del pastel de la economía del conocimiento.

¿Y cuál es la opinión del papa de la economía del conocimiento? El martes pasado Bill Gates pronunció un discurso en Abu Dhabi en el que destacaba el papel de los medios de comunicación (incluyendo prestigiosos rotativos matutinos) para crear conciencia sobre la situación de los pobres. Según Gates, “los medios de comunicación llegan a los ricos, que deben obtener conocimiento sobre las vidas de los más pobres”.

Para finalizar la semana me encontré con otro escrito sobre la desigualdad por un prestigioso autor de corte tradicional vinculado tanto al campo de la enseñanza (a sus niveles más altos) como a la teología (esta vez sin localismos pintorescos). Se trata de un texto que abiertamente aboga por la redistribución del ingreso. Es por Juan Marcos, autor del siglo I, y se leyó el domingo en todas las esquinas del mundo: “cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo”. (Así es, por coincidencia, mi semana de la desigualdad cerró con San Marcos 10, 17-30, evangelio del domingo 28 del tiempo ordinario, aquel evangelio que habla sobre el camello y el ojo de la aguja).

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