Opinión /

Contradicciones secundarias


Lunes, 15 de octubre de 2012
Álvaro Rivera Larios

Muy pronto saltó la liebre. Mauricio Funes y su aliado, el FMLN, apenas tenían unos meses de estar en el gobierno, cuando surgió la primera discordia en el seno de la izquierda. Aun no había terminado la fiesta por el triunfo popular en las elecciones generales, cuando se escuchó el ruido de los primeros cristales rotos. La ilusión por aquello que habíamos esperado tanto, aquello por lo que tanto se había sufrido y luchado, duró poco.

No deja de sorprender esa psicología de masas ciclotímica que va de la euforia a la depresión en unos pocos días. Lo que se hizo y dijo en aquella polémica en torno a quién debía dirigir Concultura, delimitó el territorio de los enfrentamientos posteriores en el campo de la izquierda.

No voy a defender a Funes. Pero tampoco me interesa ese tipo de propaganda que se hace pasar por análisis y que todo lo reduce a una historia emotiva y manejable en la que el héroe se enfrenta al traidor. Creo que si la política, como astucia, es el arte de verlas venir, no tenemos derecho a pensar como novios estafados. Si ahora las cosas se tuercen así, nosotros, de alguna forma, también somos responsables. Si pasamos de la euforia a la depresión en unos pocos días, no se debe tan solo a los grandes errores cometidos por el presidente y sus aliados; también nuestra euforia tenía los pies de barro.

Si no somos capaces de diferenciar entre las promesas emotivas de la propaganda, el programa de un partido y sus posibilidades reales de aplicarlo, siempre vamos a ser los eternos desencantados. Necesitamos, pues, una euforia inteligente y con los pies en la tierra; una euforia radical, constructiva y astuta que no caiga tan fácil en la depresión de los novios ingenuos.

En el griterío que arman los desencantados por Mauricio Funes y el FMLN pueden encontrarse argumentos justificados y atendibles, pero no sé hasta qué punto el ruido que hacen, en vez de construir ilusión y ser promesa, lo que consigue es producir el efecto contrario: al propagar un desánimo mayor entre aquellos simpatizantes que no digieren muy bien el modo agresivo y maniqueo con que las fuerzas populares gestionan sus conflictos. No hace mucho, el mismo Giovanni Galeas le recomendaba a la derecha que no gastase saliva atacando al FMLN porque ese trabajo de desgaste ya lo estaba haciendo muy bien una figura respetable como Dagoberto Gutiérrez.

Don Dagoberto no solo tiene derecho y libertad de opinar; en muchos aspectos, lo acompaña la razón. Aunque varias de las cosas que afirma sean debatibles, el peligro que yo veo no radica tanto en los contenidos como en los modos de su crítica. Si no afina bien la puntería, el proceso de cuestionamiento que ha iniciado puede ir más allá del desgaste del Frente para convertirse, sin que eso sea lo que él pretenda, en un desgaste para el conjunto de la izquierda. Si el desencanto que ahora produce el FMLN lo acaba capitalizando la derecha, esa sería, a pesar de lo que digan los sectarios, una mala noticia para todas las fuerzas progresistas de este país.

Es obvio que el desencanto también es obra de Funes y sus aliados que con sus errores de fondo y de procedimiento se han ganado a pulso el rechazo de grupos y personas que antes los apoyaban. Sin entrar en los criterios con que se evalúan los grandes y pequeños desaciertos del actual gobierno, más allá de que criticarlos es legitimo y de que no hay razón que justifique el no hacerlo, no deja de ser igualmente cierto que en la izquierda salvadoreña, de vez en cuando, asoma una pulsión autodestructiva que todos sus sectores atizan.

II

Desde hace siglos se sabe que para triunfar en política no basta con tener la razón. Una idea cuaja en las instituciones de una comunidad si se tienen la fuerza para imponerla y el discurso para legitimarla. Desde hace siglos hay un arte que analiza la forma en que deben producirse los discursos para que sean aceptables públicamente. Ese arte es la retórica. Para que una clase logre la adhesión de otros grupos sociales en torno a un determinado proyecto institucional tiene que poseer medios y arte para convencerlos. A nadie se le convence gritando. El grito es aquella parte del lenguaje que anuncia la violencia física como mecanismo de dirección.

La hegemonía, como proceso, posee un aspecto retórico. Para lograr la adhesión de los obreros, los campesinos y las clases medias a un proyecto de cambio hay que tener una idea compleja de la comunicación política. No basta con tener un programa que incluya las demandas de tales grupos. Si se quiere sumar y cohesionar sus voluntades hay que convencerlos y para lograrlo hay que saber que a la clase media no se la gana con el mismo lenguaje y los mismos argumentos con que se persuade a la clase obrera. Aquel grupo que pretenda construir un proyecto hegemónico popular debe contar con una filosofía compleja de la interacción comunicativa. La unidad de lo heterogéneo (de los mundos obrero, campesino y de clase media) no se consigue ignorando sus diferencias o aplastándolas por medio de la fuerza. No, al menos, si nos planteamos una alianza política y cultural.

Las concepciones idílicas de la unidad popular se la imaginan a salvo de las diferencias y las contradicciones. Y es por eso que cuando surgen conflictos en el campo progresista suelen tratarse a partir de la lógica del antagonismo entre la burguesía y el proletariado. De ese modo, las contradicciones en el seno del bloque popular dejan de ser secundarias y se transforman en colisiones cerradas y susceptibles de resolverse por medio de la violencia y no la negociación. Es así como al antiguo compañero, por causa de una disputa interna, se le acaba dando el trato de enemigo. Cuando se tiene una visión abstracta de las contradicciones políticas, se tratan todas de la misma manera.

Para conseguir el cambio se necesita articular un bloque político al cual se incorporen todos los damnificados del actual modelo de sociedad. Resulta claro, entonces, que las desavenencias con los aliados potenciales habrá que negociarlas con una lógica distinta a la del enfrentamiento bélico. Todo esto tendría que estar claro para quien se propone una alianza más incluyente que la esencial entre los obreros y campesinos. Todo esto tendría que resultar obvio para quien se propone construir, “en un lapso de tiempo determinado”, algún tipo de plataforma política frentista. Ninguno de tales proyectos se construye a base de gritos e insultos, quien quiera ganar ascendiente dentro de una alianza política de clases tendrá que conquistarla también por medio del diálogo y la persuasión, por medio de la dialéctica y la retórica. La mejor forma de perder a los aliados es darles un trato de enemigos cuando surgen los desacuerdos.

Quien tiene una visión abstracta de las contradicciones políticas también maneja una visión abstracta del discurso revolucionario. No es capaz de ajustar su estrategia comunicativa a los distintos públicos a los que dirige su mensaje; es incapaz de acomodar su voz al análisis político de una coyuntura o una etapa y por eso no sabe cuándo debe gritar y contra quién o cuándo procede abrir el diálogo con éste o con aquél. Su simpleza mental le impide distinguir cuándo la circunstancia reclama el uso de la propaganda y cuándo pide razonamiento riguroso. A menudo no distingue la frontera que existe entre la propaganda y el pensamiento. Como se considera el único representante válido del pueblo y el único que posee la verdad, nunca se involucra en un verdadero intercambio de ideas. Lo que define como diálogo no es más que un proceso comunicativo en el cual se considera legitimado para monopolizar el rol de emisor, mientras que a los demás les asigna el papel de meros receptores. Desde luego que no es esa la forma en que un grupo logra establecer su liderazgo político y cultural dentro de una alianza política de clases. Salvo que se posea una concepción vertical y mecanicista de la hegemonía. Todos los rasgos que acabo de enumerar los comparte el conjunto de la izquierda y son rasgos que operan en su contra ahora que existe la posibilidad de ampliar la influencia ideológica y política del campo popular.

III

La dialéctica es el arte de saber discutir en el terreno de las contradicciones secundarias. La retórica es el arte de saber convencer, con su propio lenguaje, a los distintos grupos que interactúan en el campo de las contradicciones secundarias. El grito y el insulto son indicadores de que algo fracasa en un proceso de debate o en el intento de persuadir a un público crítico.

Tanto la dialéctica como la retórica son la autoconciencia comunicativa que se desarrolla en el espacio democrático donde se ventilan los desacuerdos entre grupos que, a pesar de sus diferencias, mantienen un acuerdo político.

La disputa o el intento de convencer a los aliados potenciales solo pueden darse dentro de un marco político en el que nadie a priori defiende posturas maximalistas de la verdad. Aquel que se cree en la posesión de toda la verdad, por lo general no discute y lo que pretende es imponerse. Por eso el dogmático asiste a los debates, no para abrirlos y enriquecerlos, sino que para cerrarlos.

Si el grito y el insulto suponen el fracaso de la dialéctica y la retórica en el campo de las contradicciones secundarias, su persistencia nos indicaría que tal vez exista un problema más de fondo y que atañe a los valores y a los modelos políticos de democracia en los cuales ha vivido la izquierda salvadoreña.

Llevamos años esperando un debate amplio en el seno de la izquierda sobre la naturaleza de la democracia en el socialismo. Ese debate debería incluir el alcance de la democracia en el interior de las organizaciones populares, pero también en los espacios que ocupa la sociedad civil. Llevamos años esperando un debate que no sea un debate en las alturas, en el territorio restringido de las dirigencias. El debate, como enfrentamiento abierto y razonado de opiniones, forma parte de la democracia y es al mismo tiempo una herramienta crítica para construir una hegemonía abierta.

Lamentablemente, en vez de dialogar, hacemos ruido y el ruido que hace daño y nada construye es la excusa que ponen para no discutir aquellos sectores de la izquierda a los que no les interesa abrir el juego democrático de las opiniones en el campo de las contradicciones secundarias.

Hay que afinar la puntería. De lo contrario, el espectáculo que da la izquierda devorándose a sí misma puede volverse contra ella. La crítica justa se extravía si su efecto final es la perdida de la esperanza. Por eso, junto al razonamiento que niega y critica, debe aparecer, por encima de todo, la luz de una puerta. Necesitamos afirmaciones y necesitamos también una esperanza que no sea ciclotímica, que no se derrumbe al primer traspié; una esperanza dura, realista y amable que sepa gritar cuando procede y que sepa discutir y convencer cuando haga falta; una esperanza fraterna y magnánima, que sin dejar de ser radical, tenga los pies en la tierra y sepa hacer buenos cálculos políticos; necesitamos, ahora, ya, una esperanza con habilidad para construir abrazos ahí donde surja la tentación irracional de devorarnos.

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