Opinión /

El alma secreta de Sichuan


Miércoles, 12 de diciembre de 2012
Sergio Ramírez

Liao Yiwu ha venido a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara de manera silenciosa, pues ni siquiera aparece en la lista oficial de escritores invitados. Lo trajo la editorial Sexto Piso, la cual acaba de publicar su libro de crónicas El paseante de cadáveres, que no puede leerse sino con fascinación y asombro, porque revela la otra China oculta, ese mundo aún rural y arcaico donde bullen las tradiciones escondidas bajo la coraza de cemento armado de la China moderna que se encamina a ser la primera potencia económica del mundo. Esa China subterránea donde, como el mismo Yiwu afirma, los pequeños seres que nadie ve, “se mueven como ratones debajo del piso mientras alguien los persigue”.

Nacido en Sichuan en 1958, vino al mundo bajo la estrella catastrófica de El gran salto adelante, la pretendida transformación industrial iniciada por Mao Zedong, que debería poner a China por delante como potencia siderúrgica, bajo el eslogan “superemos a Estados Unidos, atrapemos al Reino Unido”, y que al arrancar a millones de campesinos del cultivo de la tierra para dedicarlos a la producción de acero a toda escala, trajo una colosal hambruna que costó incontables vidas. Y esa misma estrella funesta persiguió a Yiwu en su infancia al sobrevenir la siguiente catástrofe, la Revolución Cultural, cuando su padre fue señalado de contrarrevolucionario, un delito cuya calificación quedaba en manos de los jóvenes radicales de la Guardia Roja, y que se pagaba con el ostracismo, las humillaciones, y hasta con la muerte. Para colmo, su madre fue a dar también a la cárcel acusada de comerciar en el mercado negro.

Se convirtió en un poeta con raíces en la rebeldía, en una sociedad dominada por la voluntad omnipresente del partido, y no tenía otro destino que el de entrar en la lista negra cuando aparecieron dos largos poemas suyos, La ciudad amarilla, e Ídolo, que le valieron la primera detención y el cateo de su casa. Peor le iría cuando en 1989, tras la masacre de la plaza de Tiananmen, escribió su poema Masacre, que como no podía imprimirse, lo grabó de su voz y circuló en casetes reproducidos de manera espontánea. Fue detenido de nuevo al año siguiente, y esta vez la osadía le costó una sentencia de cuatro años de prisión, tiempo durante el que recibió castigos extremos y fue sometido a tortura.

“Creo que este acontecimiento es además el destino de China, y al ser el destino de China, se transformó en mi propio destino, sobre todo después de que me encarcelaran. Esta experiencia en la cárcel fue para mí una pesadilla. Entonces, cada vez que pienso en un poema o en la poesía, lo que viene a mi mente es una pesadilla”, ha dicho en Guadalajara. La pesadilla de Tiananmen.

Fue en la cárcel donde comenzó a entrevistar a otros prisioneros acerca de su pasado y de sus vidas, punto de partida de esa galería de personajes singulares que desfilan por las páginas de El paseante de cadáveres: uno de ellos, Zeng Yinglong, un campesino calvo y bizco, pobre de solemnidad, se proclamó emperador porque una salamandra había hablado para anunciar su reinado, y estableció su corte con chambelanes y concubinas; y en tiempos en que el estado castigaba a las familias que procreaban más de un hijo, en su imperio, que comprendía un vasto territorio rural, sus decretos mandaban que todo el mundo tuviera cuantos niños quisiera. Ahora el emperador purgaba prisión, igual que el poeta que lo entrevistaba.

Quebrado emocionalmente, cuando abandonó la cárcel se encontró con que su mujer lo había abandonado, y que sus camaradas de letras se cuidaban de acercársele, bajo la égida del temor y la cobardía, y entonces, sin techo y sin trabajo, se ganó la vida como músico callejero, y al mismo tiempo se dedicó a seguir reuniendo los testimonios que irían a dar a El paseante de cadáveres. Siguió siendo perseguido, y fue a dar a los calabozos otras muchas veces, hasta que se exilió en Alemania, donde este mismo año ha recibido en Frankfurt el Premio de la Paz de los Libreros Alemanes, el mismo otorgado también a Ernesto Cardenal, Octavio Paz y Mario Vargas Llosa.

Las crónicas de El paseante de cadáveres conservan el formato de entrevistas, en las que el periodista interroga con franqueza, y a veces dureza, a los personajes que tiene enfrente, y uno las lee poseído por una sensación de alucinación, como si aquel mundo no pudiera ser real, precisamente porque es demasiado real: en una de las circunscripciones montañosas de Sichuan, en pleno Gran Salto Adelante, una familia campesina mató y se comió a una niña de tres años, la menor de las hijas, tanta era el hambre, y pronto el canibalismo cundió. Las autoridades del partido no podían informarlo arriba, porque estaba en juego su propio prestigio, y sus cabezas.

El oficio prohibido de llevar cadáveres por centenares de leguas, para que los fallecidos sean enterrados en su lugar natal, el muerto que vestido con una túnica negra y en su rostro una máscara espectral, parece andar solo por los caminos nocturnos, mientras el transportador que lo carga va oculto bajo la túnica. Adivinas, espiritistas, limpiadores de excusados públicos, músicos de entierros y bodas, ladrones condenados a muerte, tratantes de mujeres, cortesanas, saqueadores de tumbas, embalsamadores, niños vagabundos. Todo lo que subyace bajo un enjambre de rascacielos, las autopistas y las redes de trenes de alta velocidad.

“Existe una gran diferencia entre los reporteros, los periodistas y mi trabajo”, dice Yiwu. “Los reporteros se interesan mucho por las noticias, por los acontecimientos nuevos, y yo en realidad me intereso más por el pasado, por las cosas y las personas que se encuentran en el pasado. En especial, por los abandonados de la sociedad, por la China que yo llamo profunda”

La China que nunca conocerán ni los inversionistas, ni los ejecutivos de las multinacionales, ni los turistas transportados en autocares. La China sombría y deslumbrante que traza la mano de LiaoYiwu.

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