Opinión /

Desmontando al 'viejuemierda'


Miércoles, 19 de diciembre de 2012
Álvaro Rivera Larios

Hay que proceder al desmontaje crítico del célebre poema que Roque Dalton le dedicó a don Alberto Masferrer y hacerlo no supone necesariamente una vindicación ingenua del autor del “Dinero maldito” ni un ataque a todas las tesis que Dalton le opuso al Masferrer oficializado.

Es innegable que después de 1932 –el año en que todos los salvadoreños nacimos medio vivos/medio muertos– un sector de la derecha se apropió de la palabra de Masferrer. Pero culpar a alguien por el uso que otros hayan hecho de sus ideas no es una operación sencilla, habría que demostrar que tal uso estaba previsto deliberadamente en su teoría.

¿Podemos culpar a Friedrich Nietzsche por la forma en que lo utilizaron los nazis? ¿Podemos acusar a Marx de que fue un “cómplice objetivo” de las atrocidades que cometió un marxista como Stalin? Este tipo de imputación dudosa es el que Dalton pone en movimiento cuando sugiere que Masferrer fue un “cómplice objetivo” de los asesinos del pueblo. Aquí o allá, podemos estar de acuerdo con Roque, pero, en este caso, se le va la mano y nosotros, si poseemos juicio crítico, no tenemos por qué seguirlo.

Dalton intuye que posiblemente está juzgando con severidad a un hombre honesto. La honestidad de Masferrer aparece como un motivo recurrente en el poema que lo acusa de “viejuemierda”. El poeta sabe que, desde el punto de vista político, tiene sus razones, pero que, desde el punto de vista ético, su retrato cruel de don Alberto bordea la injusticia.

El poema de Roque tiene sus claros y sus oscuros. Entre los oscuros que arrastra se haya una miopía ponderativa que desemboca en la ingratitud con un hombre que, más allá de su ingenuidad política y filosófica, luchó a su manera –equivocada o no– por el bienestar del pueblo.

Esa falta de ponderación que muestra Dalton lo convierte en un maestro activo de ese maniqueísmo moral que tanto daño le ha hecho a la izquierda salvadoreña. Podemos juzgar severamente las ideas y los planteamientos políticos del “viejo”, pero siempre que respetemos su “dignidad”.

Desde el punto de vista retórico, desde el punto de vista de la eficacia propagandística, quemar la figura política de Masferrer suponía quemar –como alternativa– cierta manera de ser intelectual en El Salvador allá por los años setenta del siglo pasado. Quemando a don Alberto en la hoguera de los intelectuales bobos, reformistas y cómplices del poder oligárquico, Roque procedía a ofrecer como única alternativa posible, para desencadenar un cambio profundo en nuestra sociedad, la figura del intelectual revolucionario.

En aras de la eficacia persuasiva de su propuesta, Dalton sacrificó los matices históricos y éticos de su retrato de Masferrer. Ahora bien, si queremos pensar a don Alberto, podemos quedarnos con algunas tesis daltonianas, pero tenemos que ir más allá del “Viejuemierda”.

Ahí donde las palabras de Roque se nos presentan como el final del camino, como juicios lapidaros sobre el “viejo”, lo que se abre es una discusión ¿Era Masferrer un hombre que nunca iba más allá de las palabras? ¿Confundía a los pobres con los salvajes? ¿Fue un hombre que sólo propuso soluciones de hormiga? Todas estas preguntas no las vamos a responder si leemos únicamente el poema de Dalton. Para responderlas hay que leer a Masferrer y situarlo en su tiempo, en aquel mundo anterior a 1932.

Roque Dalton confunde al masferrerismo casposo con Masferrer. Olvida que no era lo mismo ser un intelectual reformista en El Salvador de 1915, que ser un intelectual reformista después de 1932. Dalton lee el pasado desde las alternativas cruciales que se abren en 1970.

Las ideas de Roque, aunque tanto lo admiremos, no hay que rezarlas, hay que discutirlas. Es falso que Masferrer nunca haya ido más allá de las palabras. Para el poeta que decidió empuñar las armas para cambiar el mundo carecía de valor que don Alberto se hubiese vinculado con un partido reformista antes de 1932. El viejo podía estar equivocado, pero soñaba con que sus palabras tuviesen una traducción en la práctica. Un hombre contemplativo no monta ni dirige un periódico. Un individuo que pronuncia sus ideas y luego reza para que se cumplan no se hace diputado ni se acerca a la política. Uno puede estar en desacuerdo con la filosofía práctica del “viejo”, pero lo que no se puede decir es que careciese del menor sentido de la praxis. Un hombre que escribe tanto (cuando pensar, verter y publicar ideas supone un esfuerzo, una dedicación) y que escribe tanto sobre los problemas de una sociedad, más allá de que uno cuestione sus ideas, es un hombre que anda en las vecindades de la práctica. El error es creer que la única acción política es la acción violenta y convertir a esta última en la regla abstracta que mide el valor de todas las acciones.

Todo el ajetreo masferreriano tuvo lugar antes de 1932, no hay que olvidarlo. No hay que olvidar tampoco que el 32 –el año en el que todos los salvadoreños nacimos medio vivos/ medio muertos– fue el año en que Masferrer murió en el exilio. Dalton es una criatura posterior a “la matanza” y es un hombre que interpretó el pasado desde las crudas alternativas que se abrían para El Salvador a principios de los 70 del siglo pasado. ¿Cómo interpretar desde nuestra época la interpretación daltoniana de Masferrer?

Las prácticas civilizatorias de Sarmiento se parecieron más bien a las del Gral. Martínez, en la medida en que el argentino era partidario de una drástica civilización de sus “salvajes”. Para Sarmiento, los indígenas y la gauchada representaban un obstáculo para el progreso de Argentina, una diferencia que era necesario sacrificar en la nueva cultura de la nación. Es posible que en el pensamiento de Masferrer yaciese implícita una tesis semejante, pero el viejo fue más allá de Sarmiento porque visualizaba el progreso como un ideal democrático en el que los pobres, los marginados –esa muchedumbre a la que tanto repudiaba el prócer argentino– alcanzarían el estatus efectivo de ciudadanos. Para el autor de Facundo, las masas representaban un peligro para la democracia; para el salvadoreño, la democracia no era posible si se excluía a los de abajo. Si Sarmiento, el positivista, ve la existencia cultural del aborigen
como un obstáculo para el desarrollo; Masferrer, el romántico, intuye que la diferencia étnica puede incorporarse al rostro de la nación. Dalton parece olvidar que don Alberto apreciaba la veta “indigenista” de Salarrué. En pocas palabras, asociar a Masferrer con Sarmiento abre una polémica, no la cierra.

Acerca de que don Alberto fuese partidario de soluciones que tenían el tamaño de una hormiga, también cabe la discusión. Es posible que así sea, pero, si queremos dar un juicio al respecto, hay que leer el conjunto de su obra. Aunque estemos en desacuerdo con la filosofía y el pensamiento político de Masferrer, la honestidad intelectual obliga a no caricaturizar sus ideas. Y yo sospecho que Dalton, en su propósito de refutar el modelo de intelectual reformista, hizo una caricatura del pensamiento político del viejo.

El rol que juega “la lectura” en Masferrer no se limita a redimir meretrices ni su sentido de la reforma se agota en la instalación de letrinas en la casa del pobre. El “viejo” establece un vínculo muy claro entre el conocimiento y el poder. Don Alberto nos dice que un pueblo ignorante es fácil de manipular, que un pueblo ignorante puede ser víctima de tiranos y demagogos. Para que una nueva política prenda en la sociedad salvadoreña, es vital que el pueblo sea “consiente” para que la haga suya. De lo contrario, la reforma se quedará “arriba” y no pasará nunca de ser el ideario bien intencionado de una elite modernizadora e ilustrada. La alfabetización que propone Masferrer, a principios del siglo XX, tiene una clara vertiente política. Lo que viene a decirnos es que sin cultura no es posible la democracia. A estas ideas, y aquí Dalton tiene toda la razón, les hace falta un diagnóstico de fondo. Pero, ya sea que se acepten o se rechacen, no son una solución de hormiga.

Más allá de las razones que aún se mantienen vivas en el planteamiento de Roque, es indudable que algo falla en su punto de vista histórico. Tilda a Masferrer de viejuemierda (insinuando que pudo ser un cómplice objetivo de los represores del pueblo), mientras absuelve a Salarrué por motivos de carácter estético. No se tienen datos que confirmen que don Alberto fuese un cómplice de la aventura represiva y dictatorial del General Martínez; en cambio, ahora se sabe que Salvador Salazar Arrué fue un intelectual del martinato. En este caso –sin hacer trabajo de archivo– el poeta juzgó y vituperó a un reformista honesto y absolvió, por razones sentimentales y literarias, a un hombre que sí colaboró con la madre de todas las dictaduras que padecimos en el siglo XX.

Tiene vigencia la crítica que Dalton hizo a un masferrerismo ingenuo, folklórico, casposo; pero son insatisfactorias, son discutibles, sus poderosas interpretaciones de la historia cultural salvadoreña en la primera mitad del siglo XX. En general, la postura crítica de Roque conserva su valor, pero “algunas” estimaciones suyas deben matizarse.

Como es lógico, Roque no acertaba siempre en sus juicios. Y eso no tiene por qué mellar la admiración que sentimos por él. La estupidez que debemos evitar a toda costa es la rendir un culto ciego a sus errores. Hay que proceder al desmontaje crítico del “Viejuemierda” y hacerlo no supone necesariamente una vindicación ingenua del autor del “Dinero maldito” ni un ataque a todas las tesis que Dalton le opuso al Masferrer oficializado.

PD/ Roque Dalton fue un tipo de palabra convincente y prueba de ello es que algunas de sus ideas y valoraciones, eficazmente expresadas, se han vuelto lugares comunes, tópicos, de la izquierda. Alberto Masferrer, a su manera, también fue un político-literato o un literato-político que comunicó sus ideas con eficacia. Ambos, el poeta y el maestro, trabajaron la retórica, la palabra convincente. Masferrer le dio a sus ideas una dimensión ética y literaria que ha dejado un pozo en nuestra cultura. Es posible que la suya fuese una ética carente de realismo político, pero la izquierda debería comprender también que el realismo político que no se proyecta como una ética al conjunto de la sociedad difícilmente podrá conquistar la hegemonía. Así que cuidado con despreciar la palabra convincente, ahora que algunos consideran que la única retórica posible es el insulto.

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