Opinión /

Chávez a fin de cuentas


Martes, 5 de marzo de 2013
Jon Lee Anderson

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Foto sin fecha de Hugo Chávez cuando era niño en Barinas, Venezuela. Foto AFP
 

El presidente venezolano Hugo Chávez Frías, que murió este martes (5 de marzo de 2013) de cáncer a la edad de 58 años, fue uno de los líderes más ostensiblemente provocativos de la escena mundial reciente. Su muerte llega después de meses en los que su salud fue un misterio nacional, tema de ofuscación y rumores; pasó el día de la asunción de su nuevo mandato en una cama de hospital en Cuba. El vicepresidente Nicolás Maduro, quien hizo el anuncio, es uno de los políticos que maniobran ahora para controlar el país, donde habrá elecciones en un mes.

Paracaidista que pasó dos años en prisión después de liderar un fracasado golpe militar contra el gobierno venezolano en 1992, Chávez emergió, tras una amnistía, con una renovada determinación de obtener el poder y buscó el apoyo del veterano líder comunista de Cuba, Fidel Castro, para hacerlo. En 1998, Chávez ganó las elecciones presidenciales venezolanas prometiendo cambiar las cosas para siempre, de arriba a abajo.  Desde que juró el cargo, en febrero de 1999, se dedicó a hacer precisamente eso. Lo que dejó es un país que en algunos aspectos ya no será el mismo y que, en otros, es la misma Venezuela de siempre: uno de los países más ricos en petróleo del mundo, pero socialmente desigual, con gran cantidad de ciudadanos viviendo en algunas de las villas miserias más violentas de Latinoamérica.

Para decir en su favor, Chávez se dedicó encarecidamente a intentar cambiar la vida de los pobres, que fueron sus mayores y más fervientes seguidores. Comenzó por diseñar una nueva Constitución y rebautizar el país. Simón Bolívar, que había combatido para unir a toda América Latina bajo su mando, era el héroe de Cha´vez, y de modo que cambió el nombre del país a República Bolivariana de Venezuela, y de allí en más gastó gran cantidad de tiempo y recursos intentando forjar lo que llamó su “Revolución Bolivariana”. No iba a ser, inicialmente, un emprendimiento socialista o siquiera antiamericano por fuerza, pero en los años siguientes el gobierno de Chávez y su rol internacional se volvieron ambos, al menos en la intención.

Me reuní con Chávez cierta cantidad de veces a lo largo de los años, pero la primera vez que lo vi fue en 1999, poco después de que se había convertido en presidente Venezuela, en La Habana, Cuba, dando un discurso en un salón de la Universidad, con los dos hermanos Castro entre los asistentes –una excepcional aparición—y otros altos miembros del Politburó cubano. Fidel Castro miró y escuchó embelesado durante los noventa minutos en que Chávez habló, estableciendo las bases retóricas para la intensa y profunda relación entre los dos países, y los dos líderes, que pronto seguiría. Ese día, cierta cantidad de observadores presentes en la sala comentaron lo que parecía ser un gran romance entre ambos. Estaban en lo cierto. Chávez, casi treinta años más joven que Fidel, enseguida se volvió inseparable del líder cubano, quien era claramente una figura paternal y un modelo (la familia de Chávez era humilde y de provincias, del interior de Venezuela). Y para Castro, Chávez era un heredero y algo así como un hijo entrañable. Asombrosamente, o apropiadamente, fue Fidel quien advirtió la molestia de Chávez en una visita a La Habana en 2011 e insistió en que viera a un médico –quien pronto descubrió el cáncer de Chávez, un tumor descripto como del tamaño de una pelota de béisbol y en algún lugar de su ingle. Desde entonces, y hasta que regresó a casa en febrero de 2013, ya enfermo terminal, Chávez recibió virtualmente todo el tratamiento de su cáncer en La Habana, bajo estrecho escrutinio de Fidel.

Un showman cálido y afable, con un notable sentido de la ocasión así como de la oportunidad estratégica, Chávez creció en ambiciones y estatura global durante los años de Bush, en los que América latina fue relegada a segundo plano por Washington. Chávez se distanció pronto de la retórica belicosa de la administración Bush tras el 11 de septiembre de 2001 y se tornó crecientemente ácido respecto de las políticas y actitudes del “Imperio” norteamericano. Chávez cerró las oficinas de enlace militar norteamericano en Venezuela y terminó la cooperación con la Drug Enforcement Administration (DEA). Pronto fue más allá, ridiculizando deliciosamente al presidente de los Estados unidos, al que llamaba “Mr. Danger” y “burro”, y a de quien se burlaba regularmente en su programa semanal de televisión “Aló Presidente”,  en el que a veces hizo que gobernar pareciera un reality de televisión (una vez ordenó a su ministro de Defensa que enviara fuerzas venezolanas a la frontera colombiana en vivo en “Aló Presidente”). Un intento de golpe de Estado por una conspiración de políticos de derecha, hombres de negocios y militares, en 2002, detuvo a Chávez de forma breve y humillante, antes de ser liberado y que pudiera reasumir su cargo.

El golpe contra Chávez fracasó, pero no antes de que recibir, aparentemente, un guiño y una señal de consentimiento de la administración Bush. Chávez nunca perdonó a los norteamericanos. De allí en más, su retórica antinorteamericana se tornó más acalorada, y cada que le era posible buscaba incomodar a Washington. Incluso antes, en 2000, Chávez había volado a Bagdad para una reunión amistosa con Saddam Hussein. Luego, en su declarada ambición de debilitar al “Imperio” de los Estados Unidos y crear un “mundo multipolar”, abrazaría a otros personajes de similares posturas antinorteamericanas: Ahmadinejad, de Irán, fue uno de ellos, Lukashensko de Bielorrusia fue otro. Invitó a Vladimir Putin a que enviara sus naves a realizar ejercicios en aguas venezolanas y le vendió armas. Y estaba su cada vez más compinche y dependiente relación con Fidel Castro.

El petróleo de Venezuela fluía a una Cuba desprovista de energía, terminando, de hecho, con casi una década de penurias del “Período Especial” que siguió al colapso soviético y el abrupto final de tres décadas de generosos subsidios de Moscú. Médicos cubanos, instructores deportivos y hombres de seguridad pronto estaban viajando en dirección contraria, ayudando a Chávez a dotar de personal a algunos de los programas que llamaba Misiones, dirigidos a aliviar la pobreza y la enfermedad en las villas miserias de Venezuela y en zonas rurales. Chávez y Castro hicieron viajes juntos, frecuentemente se visitaban el país del otro, y era evidente que estaban encantados con la mutua compañía.

En una visita a Caracas en 2005, poco después de que Chávez anunciara que había decidido que el socialismo era la vía a seguir para su revolución y para Venezuela, lo vi en el palacio presidencial. Estaba desbordante de un nuevo fervor revolucionario. En una reunión con granjeros pobres, anunció la toma de grandes tierras privadas del interior e les indicó eufóricamente que se organizaran en colectivos y trabajaran las propiedades confiscadas. “¡RAS!”, gritó feliz, y lo repitió muchas veces “¡RAS!”. Un ayudante explicó que la sigla significaba “Rumbo al socialismo”.
Nunca dio resultado, sin embargo. Los intentos de colectivización y reforma agraria de Chávez parecían mal planificados y fuera de tiempo, de algún modo, al igual que él mismo parecía una vuelta a viejos tiempos, en los que América Latina era dominada por caudillos caprichosos y había una Guerra Fría en un mundo claramente polarizado.

Un par de años más tarde, le pregunté por qué había decidido adoptar el socialismo tan tardíamente. Reconocía que había llegado a él tarde, mucho después de que el mundo lo hubiera abandonado, pero dijo que había hecho un click en él después de haber leído la novela “Los Miserables” de Víctor Hugo. Eso, y escuchar a Fidel.

Alimentado por miles de millones de dólares de la escalada de los precios del petróleo, Chávez había ganado una influencia significativa en años reciente en todo el hemisferio, formando relaciones cercanas con una cantidad de regímenes emergentes de izquierda, en Bolivia, Argentina y Ecuador, y con Nicaragua, una vez más liderada por el viejo líder sandinista Daniel Ortega. Predijo un debilitamiento de la influencia norteamericana y una oportunidad, después de todo, para la resurrección del gran sueño de Bolívar.

¿Qué ha quedado, en cambio, después de Chávez? Un gran hueco para los millones de venezolanos y otros latinoamericanos, en su mayoría pobres, que lo veían como a un héroe y un protector, alguien que “se preocupaba” por ellos de un modo en que ningún otro líder de América Latina lo había hecho en el recuerdo reciente. Para ellos ahora habrá la desesperación y la angustia de que no aparecerá otro como él, no con un corazón tan grande y un espíritu tan radical, en el futuro previsible. Y probablemente tengan razón. Pero también es que el chavismo todavía no ha mostrado resultados. El designado sucesor de Chávez, Maduro, indudablemente intentará continuar la revolución, pero los no atendidos problemas sociales y económicos del país se están acumulando y parece probable que, en un futuro no tan distante, la desazón por la pérdida del líder se extenderá a la revolución inconclusa que dejó tras de sí.

Estuve en el avión de Chávez cuando voló a Cuba, en 2008, para felicitar a Raúl Castro por su asunción formal del poder. Su hermano Fidel había caído enfermo y renunciado a su cargo oficial. En La Habana, Chavez desapareció de la vista –para visitar a Fidel, que todavía estaba recluido. En el vuelo de regreso, al día siguiente, nos informó, feliz, a todos los que estábamos a bordo que “Fidel está bien y manda sus saludos”. Cinco años más tarde, los Castro, ambos octogenarios, están vivos y coleando y es Chávez quien ha abandonado la escena.

*Este artículo fue publicado originalmente en elpuercoespin

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