Opinión /

El embajador


Lunes, 11 de marzo de 2013
Héctor Silva Ávalos

Francisco Altschul regresó a Washington en 2009 con una tarea que no pintaba fácil. Debía, como representante del recién electo gobierno de Mauricio Funes y el FMLN, entablar con la Casa Blanca, el Departamento de Estado y el Capitolio un diálogo capaz de despejar las dudas que la narrativa oficial de la Guerra Fría creaba en torno al primer gobierno de izquierda de El Salvador. La premisa de partida era que la labor diplomática no sería tan difícil porque Barack Obama, el más liberal de los demócratas según el imaginario político de aquellos días, controlaba la ciudad.

Altschul, como encargado de negocios durante un año, emprendió la labor con dos argumentos: el conocimiento de Washington que había adquirido en los 80, cuando fue representante no-oficial del FMLN y el FDR , y su carácter afable, franco y firme cuando las circunstancias lo demandaron.

Yo acompañé al Embajador en parte de ese camino durante los tres primeros años, primero como ministro consejero a cargo de asuntos políticos y luego como jefe de misión adjunto.

El primer resultado palpable de la gestión Altschul, extraordinario en el manual no escrito de la diplomacia en Washington, fue lograr que Obama recibiera a Mauricio Funes en el Salón Oval menos de un año después de que el ex entrevistador televisivo juró como presidente en San Salvador. A Funes le favorecía, es cierto, la fuerza de un discurso fresco –a esas alturas muy poco contravenía el ropaje de moderación, compromiso social y transparencia–, pero cualquiera con un conocimiento mínimo de esta capital certificará que concretar una visita requiere de una acción política y diplomática intensa, decidida y constante, por muy favorables que sean las percepciones iniciales o las circunstancias. La noche antes de la cita de Funes en la Casa Blanca, Altschul recibió la noticia de que dejaba de ser encargado de negocios y pasaba a ser embajador plenipotenciario.

A principios de 2011, tras otro periodo de cabildeo en pasillos del Senado y la Cámara e interminables reuniones en State, Obama anunció, en su discurso sobre el Estado de la Unión, que visitaría El Salvador. Y luego, en gran parte por la gestión de Altschul, la Casa Blanca confirmaba que Obama, a pesar de fuertes advertencias y críticas de la derecha salvadoreña, visitaría la tumba de Monseñor Romero en San Salvador. La narrativa había cambiado. El presidente de los Estados Unidos, en una señal política sin precedentes lanzada desde el corazón de uno de los principales aliados del Washington contrainsurgente de los 80, daba su voto de confianza el gobierno de la izquierda de Mauricio Funes y el FMLN.

El Embajador había cumplido su primera y más importante misión. Vendrían, después, meses más complicados, marcados por el fin de la luna de miel entre Washington y San Salvador, causada en primer lugar por la insistencia del Departamento de Estado de cambiar al ministro Manuel Melgar y, ya más cerca de la precampaña electoral en El Salvador, por la creciente percepción de la embajada estadounidense en El Salvador sobre la cercanía entre Funes y su antecesor, Antonio Saca, alimentada sobre todo por enviados del partido Arena.

En 2012 hubo dos momentos críticos para la gestión Funes, marcados, primero, por la tregua entre pandillas, pero, sobre todo, por el apoyo del presidente a la malograda crisis constitucional generada por el FMLN y GANA en la Asamblea Legislativa a mediados de ese año.

La derecha salvadoreña, a través de sus aliados republicanos en el Senado y la Cámara, cabildeó con éxito para crear una duda razonable sobre la administración Funes (la derecha nunca dijo, por supuesto, que Arena había logrado el control absoluto del estado con estratagemas legales y políticas similares a las que hoy la motivaban a rasgarse las vestiduras). Pero, además de los interlocutores de la derecha en Washington, los mejores amigos del Gobierno de Funes , demócratas la mayoría, también eran escépticos esta vez, no solo porque se sentían, algunos de ellos, defraudados por los cambios en Seguridad y la PNC (el representante James McGovern, de Massachusetts, había mostrado preocupación en varias declaraciones públicas y cartas por el rumbo de la Policía y la llegada de militares al aparato de Seguridad), sino porque, en el caso de la Corte Suprema contra la Asamblea, la posición del Ejecutivo era muy difícil de defender.

Fue más difícil, pero fue de nuevo la gestión de Altschul, sobre todo gracias al aprecio que esos políticos demócratas y sus equipos le han tenido por 30 años, la que volvió a poner el contrapeso necesario y sirvió para que los mediadores en este conflicto –los senadores Menendez y Lugar y los interlocutores de Obama en el Departamento de Estado– pusieran las cosas en perspectiva. El embajador recurrió a los aliados más fieles que había cosechado durante años, encabezados por la oficina del Senador Patrick Leahy de Vermont, para detener la intención de las derechas estadounidense y salvadoreña de utilizar el lamentable arrebato de la Asamblea como una excusa para poner en duda los fondos para el segundo compacto de la cuenta del milenio. Además de reunirse con Leahy y de gestionar una ronda crítica de control de daños a su jefe, el Ministro de Relaciones Exteriores, Hugo Martínez, Altschul volvió a abrir las puertas de la oficina del Senador Bob Menendez, quien resultó indispensable para convencer a Rubio de que utilizar el argumento de Fomilenio en el medio de la crisis podría ser muy dañino para la relación bilateral y sobre todo para las comunidades salvadoreñas que se beneficiarían con esa línea de asistencia. En una palabra, Altschul le salvó la plana a la administración Funes.

También tocó al Embajador lidiar con todas las dudas que la tregua entre pandillas generó al Departamento de Estado y, en este caso, a las agencias policiales, la DEA y el FBI, muy influyentes en la sede diplomática en San Salvador. Altschul acudió al hábil recurso diplomático de partir de los puntos de encuentro para trascender los de desencuentro: a las dudas sobre la naturaleza del pacto de Seguridad con las pandillas, el embajador respondió con el argumento de que había una ventana abierta que El Salvador y Estados Unidos como su principal aliado en temas de seguridad ciudadana debían aprovechar. Es cierto que la administración Obama se mantuvo firme en su rechazo a la tregua a través de señales políticas como la declaratoria contra la MS del Departamento del Tesoro o la advertencia de viaje hecha por State, pero también es cierto que, a pesar de sus dudas, Estados Unidos no tomó medidas más severas y mantuvo sus líneas de cooperación en seguridad a través del programa Partnership for Growth.

A un año del fin del quinquenio Funes, la tarea parecía hecha, aunque aún hay cabos sueltos a los que poner atención, como por ejemplo garantizar que el segundo compacto en efecto sea aprobado, pero en este caso el papel de Altschul sería ya mínimo, porque ya el Embajador había solventado el escollo político generado por el mismo Ejecutivo. En el caso de Fomilenio II la tarea depende ya, en realidad, de la Secretaría Técnica de la Presidencia y de su diálogo directo con la Corporación del Milenio; el resultado final en ese tema será, solo, consecuencia de lo bien o mal que Casa Presidencial haga ahora su tarea.

Altschul, además, abrió por primera vez las puertas de la Embajada de El Salvador, la suite 100 del 1400 de la calle 16, en el noroeste de Washington, a toda la comunidad salvadoreña y a sus movimientos políticos, empresariales y culturales. A todos sin distingo. Para certificar esto basta preguntar a cualquier líder salvadoreño del Distrito de Columbia, Virginia o Maryland que se precie.

A un año del fin quedaba, solo, mantener estable el rumbo de un barco que, a pesar de las turbulencias, había navegado con bastante serenidad en Washington. Eso no pasó. En la primera semana de marzo, el Presidente Funes decidió pedir al Canciller Martínez que destituyera a Francisco Altschul para nombrar a Rubén Zamora, el académico social cristiano que fue el rostro visible de la izquierda en la primera posguerra y actual embajador de El Salvador en la India.

Horas después de que Martínez hiciese pública la decisión de Capres en una entrevista concedida a El Diario de Hoy, Washington comenzó a preguntar, extrañado y suspicaz, por las razones de la decisión. Dos argumentos, me parece, alimentaban las suspicacias. El primero tiene que ver con un axioma bastante importante en la política de esta ciudad: si algo funciona bien no hay porque arreglarlo (if it isn´t broken don´t fix it). Y Washington, el relacionado con El Salvador, entendía que Francisco Altschul funcionaba bien. El segundo argumento está relacionado a las confusiones y preguntas que en Washington ha generado la dinámica de la política salvadoreña: ¿Cómo se explica la división de la derecha? ¿Cómo afecta la irrupción de Tony Saca –un viejo aliado de los republicanos hoy venido a menos por el lobby de sus ex compañeros de partido– las posibilidades de que la derecha retome el poder? ¿Es posible que el FMLN gane la presidencia de nuevo? ¿A quién apoyará Funes? ¿Tiene la salida de Altschul algo que ver con todo esto? ¿Qué actores políticos -candidatos- en El Salvador se ven beneficiados por esto?

Por lo que sé, la salida del Embajador tuvo más que ver con intrigas palaciegas de quienes, en el entorno del presidente, venden desde hace tiempo la ilusión de que pueden controlar la diplomacia en la capital de los Estados Unidos y hacer “trabajo político” con la comunidad, que con un análisis serio sobre las implicaciones de esta decisión, abrupta por decir lo menos.

Está claro que El Salvador y su Gobierno pierden con la salida de Altschul. Y está claro que el cierre que haga el embajador Zamora no será fácil, ya que le tocará a él administrar las ansiedades preelectorales salvadoreñas, de cara a Washington, tanto en esta capital como en San Salvador. Zamora es un hombre inteligente, con buen antecedente en el congreso y las oenegés aquí -un antecedente que deberá desempolvar- y un olfato político de respeto; todo eso le servirá, pero lo corto del tiempo, lo abrupto de su llegada y, más que nada, el desgaste natural del barco que comanda Funes, jugarán en su contra.

Como sea, esto es Washington, y esta es, por la historia política de El Salvador y por la fuerza que los salvadoreños en Estados Unidos tienen, la embajada más importante para el país. El Embajador ante la Casa Blanca no se cambia por un capricho palaciego; eso también está en el manual no escrito de la diplomacia en esta ciudad, pero, de nuevo, parece que en palacio la diplomacia viene siendo lo de menos.

* El autor es Investigador Asociado del Centro de Estudios Latinoamericanos de la American University en Washington, DC y miembro de la junta de asesores del Center for Democracy in the Americas.

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