Opinión /

Elecciones y electoralismo


Martes, 2 de abril de 2013
Álvaro Rivera Larios

Hace poco, en la prensa escrita, Juan Ramón Medrano daba criterios para saber diferenciar la revolución de la evolución. Su idea de la primera, aunque sea discutible, la dejo de lado para estudiar un rasgo de su concepto de la evolución “política”.

Siguiendo a Rodrigo Borja (Enciclopedia de la política/ Fondo de Cultura Económica/ México, 1996), Medrano asegura que la evolución es, políticamente hablando: “el desarrollo y la transformación graduales, pacíficos y programados de una sociedad, en contraste con el cambio revolucionario”.

Al ser gradualistas o revolucionarios, se supone que aceptamos una peculiar filosofía –de la historia y del pacto social– que influye en la naturaleza y orientación de nuestros cálculos políticos. El gradualista cree en las transformaciones racionales, pactadas y por etapas de la sociedad y tiene una idea de cuáles son las herramientas institucionales que demanda el cambio evolutivo. Se supone que tales herramientas han de orientar y conducir la transformación pacifica de una sociedad. Ahora bien, si las sociedades se mueven gracias a la revolución o la evolución, cae de su propio peso que nuestras ideas sobre el cambio social pueden seguir modificándose.

Medrano nos dice que muchos de los que empuñaron las armas en nuestra última guerra civil ahora son demócratas, gente que aboga por la transformación gradual y consensuada de nuestro país. El objetivo de Medrano, aparte de hacer un recorrido sumario por las transformaciones políticas de la posguerra, es describirnos el actual paisaje electoral y los factores que lo condicionan sociológicamente. Su análisis desemboca en la actualidad y no tengo claro lo que ve detrás o más allá de ella.

Es verdad que ha cambiado la gran mayoría de los revolucionarios salvadoreños de los años 80 del siglo XX, ya no son marxistas: ahora son liberales, conservadores o socialdemócratas. Queda un reducto izquierdista radical, pero hasta ese reducto ha cambiado y ya no ve la violencia revolucionaria como la única alternativa posible.

Pero que todos hayamos cambiado no significa que el gran viaje ya se terminó. El pensamiento de esa mayoría evolucionista que se ha formado en la izquierda puede continuar evolucionando. Y lo que nos dicen los signos de los tiempos es que aquella en la que tanto han creído los antiguos radicales –la democracia representativa– ahora está en crisis. Los izquierdistas reconvertidos en liberales o socialdemócratas han de encarar, en sus ratos libres (el que les deja la acuciante actualidad), que las ideas y la institucionalidad liberal, aunque aparenten gozar de buena salud, están en crisis. Irlanda, Portugal, Grecia, España y ahora Chipre son ejemplos de dicha situación. En esos países la realidad y la noción de su soberanía viven un mal momento. Ahí, el peso de los parlamentos en las grandes decisiones ha pasado a ser testimonial. En esos países acaba de abrirse una profunda brecha entre la sociedad civil y el Estado.

Si al final de la guerra, en aras de la convivencia, la izquierda aceptó la economía de mercado y un nuevo juego institucional, ahora, bajo el prisma de los fenómenos políticos del mundo globalizado, debe encarar un hecho significativo, que el mercado y la democracia no son una pareja bien avenida.

Los conservadores que tanto azuzan sobre el riesgo que supone el comunismo y el estatalismo para la libertad, se muestran ciegos ante el gran peligro que supone la economía neoliberal para la vida democrática. Ahora que el mercado impone los límites de la acción gubernamental en un país como Grecia y dado que el parlamento griego ha pasado a ser un teatro, la vida política ya solo es posible en las calles.

Podemos hablar todo lo que queramos sobre las limitaciones de la democracia directa, pero ni una solo de esos argumentos puede justificar que cerremos los ojos ante las crudas evidencias de que la democracia representativa tampoco es suficiente. Su permeabilidad ante la influencia de las elites obliga a repensarla.

Bien, sé que ahora se acercan unas elecciones y que no hay tiempo para filosofías. Sé que mañana, por consideraciones prácticas o cálculos políticos, tampoco podremos discutir el tema de la democracia. Hablo de discutirlo abiertamente y no dentro de núcleos elitistas. Sé que la postergación de los grandes debates de ideas es un signo de la debilidad de nuestra democracia. La intolerancia y los sectarismos bloquean el debate, pero también la fortaleza de los comportamientos oligárquicos que secuestran la política como auténtica discusión abierta.

Sea como sea no podemos entregarnos a la praxis del presente, sin clarificar de vez en cuando los grandes valores que orientan nuestra vida ciudadana. Lo que ahora sucede en el mundo nos obliga a una nueva reconsideración de nuestros conceptos.

Si carecemos de un nuevo pensamiento estratégico que conciba y apuntale la política de un modo más amplio, nuestro interés electoral puede acabar convertido en chata actualidad, en mero electoralismo, en cada vez menos democracia.

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