Opinión /

¿En qué año se jodió la DPI? (un relato en primera persona)


Domingo, 28 de abril de 2013
Róger Lindo *

Este fue el primer pensamiento que se me cruzó una mañana de enero de 2012 al momento de asumir la jefatura de la institución. Frente a mí tenía un colectivo de 45 empleados que examinaban al recién llegado con una mezcla de curiosidad, suspicacia y reticencia. Un simple paseo por la planta bastaba para enterarse del desamparo y decrepitud en que transcurría la existencia de la editorial del estado. Lámparas fundidas. Mobiliarios desvencijados. Cielos falsos reventados por la humedad. Baños destartalados. Resmas de tirajes fallidos. En cada rincón, maquinaria derruida, inoperable u obsoleta. En las bodegas, en las entrañas del edificio, yacían más de 250 mil libros aguardando lectores que los abrieran algún día. Y ahí estaba yo, capitán de un bote que hacía agua por todos los costados, encantado con la oportunidad de regresar al país y poder dar un aporte en el frente de la cultura.

Después de presentarme y hacer una declaración de propósitos, directivos de SITRASEC, el sindicato de la Secretaría de Cultura (Secultura) tomaron la palabra. “Nos cambian de director a cada rato, y cada vez que nombran a alguien viene con sus propias ideas” fue la primera amargura que me lanzaron. Otra sindicalista me enrostró que los directores acostumbraban enclaustrarse en sus oficinas y los habían relegado, ignorando las necesidades de los trabajadores. Les prometí que iba a inmiscuirme hasta el último detalle en las faenas y operaciones de la DPI, hasta el punto —palabras proféticas— que ya no iban a querer saber de mí.

A pesar del lenguaje desplegado en esa y otras ocasiones por Sitrasec (cascarones astrales de la retórica revolucionaria de otros tiempos) me dio la impresión que preferían que no hubiera cambios, incluso que no hubiera director. Una de las declaraciones que fueron proferidas en esa y otras ocasiones, y un infundio que todavía repiten los líderes del sindicato, es que un escritor no puede ser eficiente director, como si la DPI no hubiera sido fundada y creada por hombres y mujeres de letras que eran también hombres y mujeres de acción. Aunque no vi a la entrada un rótulo que advirtiera al visitante que a partir de ese momento debía perder toda esperanza, me quedó claro que aguardaban tiempos ásperos.

El escritor Miguel Huezo Mixco, que la dirigió bajo tres administraciones de Concultura (Consejo Nacional para la Cultura y el Arte), ya me había ilustrado sobre la naturaleza de los problemas con los que tuvo que lidiar durante su gestión en la DPI. Uno de los más recalcitrantes en esa época: rampante alcoholismo. “A veces hallaba a los operadores debajo de las máquinas, durmiendo la moronga”, me recordó recientemente, poco después de comunicarle que había decidido dejar la DPI. Para lidiar con ese problema tuvo que crear un grupo de alcohólicos anónimos que se reunía regularmente en la planta, y después de lo cual, dijo, “la situación mejoró muchísimo”.

Siendo justos, los trabajadores de la DPI tenían razones para sentirse marginados, abandonados, irrelevantes. El Estado salvadoreño no ha invertido en maquinaria o en capacitación adecuada del personal de la editorial del Estado en casi 20 años. Al visitante, la editorial se le presenta en estado moribundo. En enero de 2012 la mayoría de las computadoras eran antiguallas, y los programas de diseño y diagramación se encontraban desfasados. Los cursos de capacitación que había recibido el personal poco tenían que ver con las artes gráficas, el diseño de libros o las técnicas del color. Y en medio de todo descuella el tema de los salarios —y quizá más grave aún, el de la disparidad de los salarios. Si bien hay operarios que ganan más de mil dólares (resultado de ajustes de escalafón y antigüedad obtenidos bajo la actual administración), otros no pasan de 500 o 600 dólares al mes. Aunque ello no hace merma en la calidad del trabajo y el entusiasmo de los operarios y técnicos más sobresalientes, es causa de agravio general.

Documentos reveladores

Llegué a la DPI en remplazo de Carlos Serpas, ingeniero y escritor. Este había dejado la institución a mediados de 2011 después de verse embrollado en el escándalo de BOMBADIL, otro de los legados que recibí a mi llegada, y un asunto no del todo resuelto. Para restablecer cierto principio de autoridad y garantizar que la DPI siguiera produciendo libros después de la salida de Serpas, la Secretaría de Cultura, encabezada entonces por Héctor Samour, envió a su gerente de recursos humanos a hacerse cargo. Esta dejó un informe excelente (que me fue confiado con pedidos expresos de discreción) que describía con todo detalle la situación física y moral imperante en la planta.

El diagnóstico de la maquinaria ponía los pelos de punta. Algunas de las piezas sobrepasaban los 35 años de servicio, condición agravada por la negligencia en el mantenimiento, la falta de repuestos y las dificultades para encontrar mecánicos o ingenieros aptos. Las más esenciales seguían operando gracias a operarios ingeniosos, pegando aquí, soldando allá como si la DPI fuera víctima de un bloqueo permanente y viviera desde siempre sumida en un período especial. Aunque en 1998 recibió un conjunto nuevo de impresión —prensa, pegadora y guillotina—, cortesía de la cooperación japonesa, no pasó mucho tiempo antes de que las nuevas máquinas se vararan. Fuese porque el personal no había sido capacitado en el uso de maquinaria sofisticada, o porque los constantes altibajos de corriente achicharraron los circuitos, lo cierto es que cuando llegué a la DPI, esas máquinas acumulaban polvo en un rincón.

Un documento sumamente revelador sobre el estado de la editorial fue el informe que la oficina de auditoría de Secultura dio a conocer a mediados de 2011. En él se señalaban 24 condiciones anómalas encontradas durante un examen efectuado entre inicios de 2010 y mediados de 2011. La más grave: un faltante de 3,350 libros, valorados en casi tres mil dólares. “De los cuales a la fecha de nuestra revisión”, declara la auditora en el informe, “no se ha determinado responsabilidad alguna”. Si bien se hizo la denuncia a la Fiscalía, ese faltante, por inoperancias de distintos actores, no se esclareció. Nadie fue acusado ni procesado por ese delito. Y conste que esta no es la única sustracción ilegal de libros puesta de manifiesto por documentos a los que tuve acceso.

La lista de irregularidades e infracciones desvelada por la auditoría era para tener muchas mentes y manos ocupadas por largo tiempo: debilidades de control en los formularios de permisos y licencias. Descuentos por llegadas tardías no aplicadas. Faltas de marcación no reportadas. Impresiones no autorizadas (por ejemplo, la de 200 afiches para un grupo de Alcohólicos Anónimos). Salidas irregulares de materiales de bodega y de sobrantes de material (a veces amparados —ilegalmente— por la firma de una secretaria). Precios de venta de los libros por debajo del costo de producción. Errores de suma y resta en los informes de consignaciones. En otras palabras, la DPI no podía seguir funcionando como hasta entonces, y si no era demasiado tarde, se imponía intentar un overhaul completo. Restaban poco más de dos años a esta administración antes de entregar las riendas, por lo tanto había que obrar sin pérdida de tiempo. Este era el momento. Con mis colaboradores cercanos identificamos un puñado de trabajadores de primera en las distintas áreas de la institución: desde los despachos de bodega y producción, pasando por administración, hasta las áreas de diseño y diagramación. La idea era que este grupo contribuyera a romper las inercias, neutralizar los nódulos de conflicto y arrastrar con su entusiasmo y ética de trabajo a los demás.

El año cero

Había mucho que reparar, remozar, enderezar. Nos entregamos con toda energía a remplazar tubos, balastros y focos chamuscados, a adecentar los baños, pintar las paredes, adquirir computadoras, incorporar una planta telefónica y teléfonos modernos, adoptar un sistema digital de informática, traer plantas ornamentales. Y, por supuesto, a lidiar con los múltiples y diversos achaques de las máquinas y los equipos, a establecer flujos y procesos para cada cosa, fijando estándares para el trabajo editorial. Una carencia que complicó estos primeros pasos fue la ausencia de cualquier principio de orden documental en la DPI.

Tratándose de una editorial fundada en 1955, lo menos que podía esperarse era un rico archivo de manuscritos, correspondencia con los autores, registros históricos de las ediciones y producción de centenares de títulos publicados en casi 60 años de actividad. En lugar de riqueza archivística nos topamos con una escenografía polpotiana. Escombros de facturas, recibos, recortes de periódicos, propuestas de edición, informes de ventas, fotografías destruidas por la humedad, separadores de libros, cassettes, cintas Betamax, correspondencia, manuales de equipos, órdenes de pago, propuestas de publicación, catálogos y una larga miscelánea de papeles, la mayoría inservibles. Escombros en los closets, en armarios, pisos, estantes y un sinfín de cajas sin rotular. Daba la impresión de que un ejército en retirada se hubiera propuesto borrar toda memoria del pasado de la DPI. Aun si hubiéramos contratado un equipo de archivistas a tiempo completo por varios meses para dilucidar y ordenar este mazacote, la verdad es que los elementos documentales esenciales para reconstruir lo que había sido la DPI en seis décadas habían desaparecido. Francamente, me hubiera gustado conocer las “ideas propias” de los directores anteriores, pero se habían perdido. Cuando prendí la computadora por primera vez en mi más que austero despacho, me topé con que estaba en blanco. 2012 era el “Año Cero”.

Una de las deficiencias sobre las que alertaba el informe de auditoría era que en años anteriores se habían impreso libros obviando la firma de un contrato de edición, “verificando únicamente en algunos contratos descripción de herencia sobre las personas que se les ha pagado en concepto de remuneración por edición”. Se imprimían libros mediante simples arreglos verbales o cruces de correspondencia. Los propios contratos no seguían un modelo estándar, y estaban plagados de ambigüedades, inconsistencias, vacíos y contradicciones. Desafortunadamente, no teníamos una máquina del tiempo para transportarnos al pasado. La necesidad de que la DPI cuente con un asesor legal competente, y versado en el tema de derechos de propiedad intelectual, sigue en pie, y si la editorial ha de seguir existiendo, debe figurar entre las prioridades.

En el área editorial nos propusimos cambiar la forma de hacer libros. Por el mismo costo podíamos crear carátulas más atractivas, y producir ediciones bien diagramadas y profesionalmente corregidas. En otras palabras, era posible lograr ediciones bien cuidadas, evitando los errores que plagaron varios libros en los momentos descendentes de la institución, y que cada escritor que ha tenido que ver con la editorial conoce y teme. Para muestra un botón. Se trata de la viuda del escritor Italo López Vallecillos señalando al gerente editorial de turno, un error descubierto en una edición. “En la página 19, parte III, tercera línea reza ‘los caballos negros de mi madre’, lo que es un error pues en la edición original de Biografía del hombre triste de 1954, dice ‘los cabellos negros de mi madre’”.

Editar libros es la misión esencial de la DPI, y a más títulos publicados, mayor difusión de la obra de nuestros escritores y poetas. Pero no basta. Hay que hacerlos llegar al público, especialmente a los salvadoreños de bajos ingresos. He mencionado que al momento de estrenarme había un cuarto de millón de libros embodegados. Los 3,000 ejemplares de la segunda impresión (la primera se publicó en España) de mi novela El perro en la niebla, lanzada un año antes de mi incorporación a El Salvador, eran parte de ese inventario, y en ellos veía reflejado los problemas de distribución en la DPI — excepción habida de los títulos que se leen y piden en las escuelas, el llamado canon escolar. Aparte de que la DPI no cuenta con un equipo de ventas propiamente dicho, y que 2012 lo pasamos sin un gerente de ventas, hay impedimentos institucionales recalcitrantes, difíciles de remontar que hacen difícil la venta de sus libros y revistas. No hay presupuesto de publicidad; existen restricciones para las compras con tarjetas que no sean del Banco Agrícola (por ende, las ventas por internet están prácticamente descartadas); hay una sala de ventas, la del Zoológico, que abre pocas horas a la semana (la encargada es directiva del otro sindicato, y tiene innumerables compromisos que la apartan de la venta de libros). A eso hay que sumar factores no institucionales —como la indiferencia de la prensa. De remate, la DPI no cuenta ni siquiera con una motoneta de entregas. Aun así, las ventas de libros en 2012, exceptuando 2006 fueron las más alta de los últimos diez años. Adicionalmente este año se reabrió la sala de ventas del MUNA, un punto brillante en un cielo turbio.

Conflicto

“¿En qué año se jodió la DPI?”. Otros podrán ofrecer sus respuestas y teorías cuando se publique este texto. Someto este relato parcial de mis experiencias para lo que puedan servir a quienes tienen interés en la cultura y las vicisitudes de publicar y ser publicados en El Salvador. Y si no es demasiado tarde, para proponer soluciones. El Salvador es el único país centroamericano que cuenta con una editorial estatal, y esto debería representar una ventaja para la cultura y un estímulo a los escritores. En mis reuniones con los equipos de trabajo —y con el sindicato— insistí siempre en que una empresa estatal podía ser eficiente y disciplinada. No dije tan eficiente y disciplinada como las empresas del sector privado, pues no todas lo son, menos en el entorno salvadoreño, pero estaba convencido de que algo podíamos aprender de experiencias productivas ajenas, especialmente si son positivas. Me gustaba citar lo que había leído sobre la filosofía japonesa de producción, legendariamente manifiesta en la industria automotriz, como un ideal digno de imitación. En el caso nuestro, íbamos a examinar el dummy con que empezaba la producción de cada libro en equipo, colectivamente y desde todos los ángulos posibles. Dados los desajustes y descoyunturas de la maquinaria, producto de su obsolescencia —y de la carencia de equipos modernos como una máquina CTP— era imprescindible que estudiáramos cada paso que íbamos a dar para garantizar el registro más preciso de colores posibles, los tonos exactos, los cortes correctos que buscábamos.

La impresión de Procesos del arte, de Astrid Bahamond, me había enseñado que en ocasiones había un divorcio total entre los procedimientos, sistemas de medidas y pautas de colores del equipo de diseñadores y los de producción, con resultados desastrosos. Como resultado, el libro vino al mundo “cuto”, es decir, fuera de formato. A veces, comparando los sucesivos tomos (esto también sucedía con las portadas) de una obra o de una colección ya publicada, descubríamos tantas diferencias en el color, el estilo y el alineado, que no parecían miembros de una misma familia, o que hubieran sido producidos por la misma editorial. Sabedores de que nuestro paso por la DPI sería breve, nos enfocamos en crear procesos y maneras de funcionar y tomar decisiones —como el trabajo en equipo— para que otras direcciones en el futuro no tuvieran que volver a empezar desde cero. Nada del otro mundo. Reparar vías, tender las adicionales que fueran necesarias y hacer que los circuitos funcionaran. Lo irónico es que el Estado, tan aferrado a sus papeles y cronogramas y POAS y procedimientos, no haya podido establecer un proceso de continuidad y orden en el manejo de una institución tan pequeña (45 empleados, un presupuesto operativo inferior al medio millón de dólares) con los años. De manera que en realidad han existido varias DPI. Pero otros que conocen y analizan mejor las dinámicas y la cultura de la administración pública podrán explicar mejor por qué las cosas ocurren de la manera que ocurren en el universo del Estado.

A estas alturas sería útil decir algo sobre el tema de los permisos. Los empleados de la Secretaría de Cultura gozan, entre otras, de las siguientes licencias con goce de sueldo: 15 días por enfermedad. 15 días por incapacidad médica. 5 días de carácter personal. Tiempo indefinido por actividades sindicales (para directivos sindicales). Lo anterior no incluye las licencias sin goce de sueldo. Adicionalmente, los empleados de la DPI tienen derecho a que se les perdone 30 minutos al mes por llegadas tardías. Es encomiable que exista una pluralidad de beneficios para la clase trabajadora, y un sistema tan avanzado como el nuestro debe ser causa de envidia en todo el planeta. Y sin embargo, hay cosas que resultan absurdas. Los empleados tienen derecho a usar cuantas fracciones del total antes mencionado de días laborales y horas laborales deseen. Si tomamos, para el caso, la licencia con goce de sueldo de carácter personal, una suma de 40 horas, y un total de 2,400 minutos, es factible dividirla, y en la práctica sucede, en fragmentos de 240 permisos de 10 minutos cada uno. Tan prolijo —y absurdo— es este sistema que la DPI tiene un empleado administrativo encargado de llevar la cuenta de los saldos usados por cada uno de sus 45 empleados, como si en lugar de una planilla, se tratara de llevar un sistema de prepago de telefonía móvil. Una pesadilla administrativa cotidiana, además, para el director, que debe firmar cada uno de esos permisos.

Aunque el alcoholismo rampante con que tuvieron que lidiar mis predecesores parecía mayormente superado a mi llegada a la DPI, sí era notoria la falta de buenos hábitos laborales. No debe ser función de un director o un administrador andar detrás de sus trabajadores. Desafortunadamente, debido a un concepto distorsionado de lo que son los derechos del trabajador, cada vez que el equipo de dirección se propuso avanzar en el terreno de la disciplina laboral, el sindicato hizo un punto de honor la defensa de las transgresiones, grandes y pequeñas. Algunos que por su posición debían dar el ejemplo incurrían en las más flagrantes, como si estuvieran investidos de privilegios especiales. La Ley del servicio civil, cuya historia desconozco, pero que sin duda fue creada con buenas intenciones, protege en ocasiones comportamientos que no aportan nada positivo al Estado ni a la nación, y que pueden llegar a ser ruines y corrosivos. Protege al buen trabajador y al mal trabajador por igual, generando impunidad. Entiendo que hay una iniciativa para reformarla, y nada sería más deseable. 

Epílogo

Marzo fue un mes cargado de expectativas. La Secretaría de Cultura había dado el aval para imprimir y reimprimir cerca de una veintena de libros abarcando nuevas ediciones y reimpresiones, incluyendo el número 109 de la revista Cultura, que quedó en prensa. Eran, por así decirlo, las colecciones de primavera y verano. A finales de ese mes hubo dos crisis, o dos manifestaciones de la misma crisis. No voy a entrar en detalles. En realidad el episodio poco interesa para las intenciones de este relato, que son señalar fallas de carácter sistémico, y claro, hacer un esfuerzo por alumbrar que pasa al otro lado del muro que circunda la editorial estatal. La DPI se alza en la 17 Av. Sur, enfrente de la iglesia el Perpetuo Socorro. Conocida popularmente como “El Hoyo”, es área de menudeo de drogas, escenario frecuente de violencias, y atracos cotidianos a conductores y transeuntes. El Hoyo es también, valga la redundancia, un hoyo negro en el que, salta a la vista, van a parar desde carros robados, hasta molduras, llantas, rines, ornamentos y toda la parafernalia automotriz —y no automotriz— a la que los cacos pueden echarle mano en el asediado San Salvador.

Atrapada en ese condicionamento geográfico pareciera que algo de la sordidez circundante ha rezumado dentro. Pero quizá no se trata únicamente de la sordidez de El Hoyo, y la que se ha incubado internamente, sino de una sustancia que viene de más lejos, del país, y las instituciones y los engaños que hemos construido en la posguerra, con sus deformaciones, cobardías y timos; y las instituciones y los engaños que debimos dinamitar, pero no pudimos tocar; una sustancia nutrida con las patrañas y ardides nacidos de la necesidad de sobrevivencia, y los resentimientos y la desesperanza, y el desinterés por la cultura, y la mentalidad del sálvese quien pueda. Por eso es tan arriesgado adelantar un diagnóstico, y formular soluciones más profundas y sabias, y ofrecer esperanza. 


* Róger Lindo es escritor y fue director de la DPI de enero de 2012 hasta abril de 2013.

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