Opinión /

La Sentencia


Domingo, 19 de mayo de 2013
Helen Mack

Un poco después de las dieciséis horas del diez de mayo de dos mil trece, en la Sala de Vistas de la Corte Suprema de Justicia de Guatemala, la juez Yassmín Barrios, Presidenta del Tribunal Primero A de Mayor Riesgo, pronunció la sentencia que determina que José Efraín Ríos Montt es responsable de genocidio y delitos contra deberes de la humanidad y que en consecuencia debe purgar ochenta años de prisión inconmutable.

Es esta una resolución judicial, fruto de un juicio y debate públicos, en el cual las partes involucradas asistieron con derechos y con posibilidades de aportar sus argumentos, esclarecer procesos y demostrar técnicamente cuales eran las causas y los hechos que debían determinar la inocencia del imputado, como fue el caso de Mauricio Rodríguez Sánchez, o la sentencia a la que se arribó en el caso de Ríos Montt. Es este marco, el ámbito de la justicia, el adecuado para dirimir las diferencias de manera no violenta.

Antes del desenlace aludido al principio, hubo una historia de acciones mal intencionadas, todas componentes del litigio malicio, incoherencias de funcionarios y golpes al sistema de justicia, la institucionalidad pública y, en definitiva al Estado de Derecho, que hacían parecer poco probable que terminara el proceso judicial referido y que hacen aún difícil que efectivamente se ejecute la sentencia emitida.

Baste recordar que, durante el proceso judicial recién terminado, los abogados defensores de los imputados solicitaron cuantos recursos se les ocurrió ante las Salas de Apelaciones o la Corte Suprema de Justicia y Acciones de Amparo ante la Corte de Constitucionalidad, los cuales fueron resueltos favorablemente a los peticionarios, pese a su evidente improcedencia e intencionalidad perversa de retardar, desviar y obstaculizar el proceso de fondo, llegando al extremo de que la Juez Carol Patricia Flores, excediéndose totalmente de sus competencias, se permitió emitir una resolución anulando todo lo actuado y retrotrayéndolo al inicio, sin poseer capacidad procesal para ello y sin ni siquiera tener a la vista el expediente del proceso.

Cabe preguntarse entonces, ¿qué soporte externo o interno al sistema de justicia tiene que tener una Juez con experiencia para tomar una decisión con tales implicaciones?, ¿Por qué las Salas de Apelaciones, la Corte Suprema de Justicia y la Corte de Constitucionalidad emitieron resoluciones poco claras, omitiendo asumir responsabilidades judiciales que les son inherentes en tanto están obligados a ordenar y no solamente a sugerir o dejar, en circunstancias delicadas como las de este juicio, márgenes de actuación arbitraria a las instancias judiciales que les son inferiores en rango y responsabilidades? Inclusive la Corte de Constitucionalidad ejerció funciones propias de la justicia ordinaria que no le competen sin que la Corte Suprema de Justicia se pronunciara o reaccionara.

Estas preguntas tienen respuestas que están íntimamente ligadas con la ética de los componentes de estas instancias judiciales, con la responsabilidad ineludible que sus acciones conllevan de realizar la justicia y no solamente adecuarse a la forma y pasos procesales, y en definitiva de responder ética y profesionalmente a preservar, por medio del cumplimiento de la ley y la realización de la justicia, el Estado de Derecho y la institucionalidad pública que le es propia al Sistema de Justicia.

La sentencia que emitió el Tribunal Primero A de Mayor Riesgo puso todos estos hechos en la palestra de la reflexión y la necesaria asunción de responsabilidades por parte de todos los actores del Sistema de Justicia.

De la misma forma que el proceso explicitó la profunda división, racismo y actitud de negación de la realidad de sectores de la sociedad, la sentencia puede servirnos como parteaguas entre el pasado, que pareciera empezar a morir, y la realidad que nos absorbe.

Podemos, si queremos, edificar desde la aceptación de la verdad, la reflexión serena y la conducción inteligente de la vida social, a cada quien donde le corresponda, una convivencia social pacífica e inteligente, lo que no se logra eludiendo responsabilidades, produciendo opacidad en la vida social y, menos aún, protegiendo intereses y privilegios sectoriales por medio de eternizar la mentira, socavar la verdad y desviar la marcha de los procesos que nos puedan servir para enfrentar lo que verdaderamente somos y encontrar los caminos para aceptarnos en condiciones de equilibrio, sin subordinaciones, atendiendo primeramente a la dignidad de todas las personas y al respeto de la diversidad.

La sentencia no solamente condenó crímenes innombrables e injustificables y a uno de sus máximos responsables, también indica el rumbo final de formas de entender la realidad política, económica, legal, cultural, etc., que han marcado con dolor, tragedia y penas los últimos más de sesenta años de vida nacional.

No podemos y no debemos darnos el lujo de desperdiciar esta posibilidad, con vueltas y revueltas, tirándonos los pelos y con diferencias que parecían insalvables hace apenas unas semanas. La institucionalidad pública de justicia la posibilita la presión de quienes no se dejaron vencer por la impotencia, la orfandad jurídica y la soledad ciudadana; sino al contrario, creyeron siempre, mantuvieron la esperanza contra toda desesperanza y se empeñan, bajo grandes riesgos, en seguir creyendo que podemos construir una convivencia distinta y humana.

Las cartas están sobre la mesa, el juego nos provee de posibilidades de ganar, pero ganando todos, no solo unos cuantos. Si dejamos que “esta mano pase de largo”, probablemente pasarán muchos años y muchos dolores para que nuevamente tengamos alguna oportunidad de edificarnos como pueblo diverso, sostenible y pacífico.

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