Opinión /

¿Quién se fortalece con la tregua?


Martes, 16 de julio de 2013
Ricardo Ribera

En el tema de las pandillas ha habido en tres años tres momentos de inflexión. El primero se dio a raíz de la buseta incendiada con todo y pasajeros dentro. Tras tal acto de barbarie – junio de 2010 – se generó unanimidad política suficiente para propiciar la aprobación de la Ley de Proscripción de Pandillas (vigente, aunque de inconstante aplicación).

El segundo momento fue el anuncio de la tregua en marzo del año pasado, llamada por el gobierno “proceso de pacificación”, que redujo los homicidios de 18 a 5 diarios, presuntamente tras conceder una serie de beneficios carcelarios a los jefes pandilleros.

El tercero acaba de darse: al poco de asumir las nuevas autoridades de seguridad pública, el repentino repunte en la cantidad de homicidios en los primeros días de julio y su súbito desplome tras las declaraciones del “facilitador” de la tregua, el señor Raúl Mijango. Éste reclamó por el cese de privilegios carcelarios a los líderes pandilleros, en especial por la suspensión de conferencias de prensa en los penales, y anunció que en 72 horas las tasas regresarían “a la normalidad”. Se había llegado a la cifra de 26 asesinatos en un solo día; transcurrido el plazo anunciado por el mediador se dio, según la PNC, un día con cero homicidios.

Mijango fue llamado a Casa Presidencial para dar explicaciones. Hay diputados que opinan que debería darlas mejor en el juzgado, pues ya no se sabe si es mediador o más bien vocero de las maras, asesor del ministro de seguridad o tal vez lo sea de las pandillas. El macabro mensaje de éstas al hacer el amago de acabar con la tregua, con una tendalada de muertos, es demostrar que el control lo tienen ellas y no el gobierno.

Hay un antes y un después de este momento. Lo lógico sería esperar una reacción oficial: un cambio de rumbo y de filosofía. Habría que retomar aspectos del consenso logrado en 2010, como los que yo recogía en mi columna “Declaración de guerra”, publicada en El Faro el 5 de julio de ese año, y que mantienen su validez. Por ejemplo: “La prioridad es que el Estado recupere el control del territorio.” O también: “Es intolerable que los delitos se planifiquen, ordenen y coordinen desde la prisión.”

No servía la estrategia arenera de mano dura, centrada en la cantidad de capturas. De éstas, pocas eran judicializadas y menos culminaban en condena. A la larga resultó contraproducente porque, cuando ya fueron cientos los pandilleros presos, aumentaron la presión para que sus compañeros en libertad incrementaran las extorsiones y así pagar abogados y darse ciertas comodidades en las cárceles. No sirve tampoco la estrategia del gobierno actual, que se ilusiona con la baja en las cifras de homicidios, pero que parece no reparar en el mayor empoderamiento de las maras que logran mejor correlación de fuerzas mediante la tregua. Pareciera que las autoridades se han enredado conceptualmente. Hay que hacerse la pregunta: ¿se está fortaleciendo el Estado o son las maras las que se están reforzando?

Cualquiera entiende que en una guerra – y de una guerra se trata –importante ventaja es que las tropas enemigas queden desconectadas del mando y que las distintas unidades no puedan coordinarse entre sí. Es decir, lo contrario de lo que se viene haciendo, al facilitar que líderes presos mantengan comunicación con el exterior con la excusa de poder dar a las estructuras pandilleriles en la calle órdenes de “calmarse”. A despecho de la normativa que prohíbe su acceso a los condenados y privados de libertad se les facilita el uso de celulares y otras formas de comunicación. El argumento de que los jefes históricos presos son más sensatos o menos sanguinarios que los jóvenes que lideran la calle es insostenible visto su record criminal.

En cualquier guerra impera la máxima “divide y vencerás”. Aquí se está procediendo al revés, propiciando la reconciliación de la pandilla que se había dividido en dos corrientes enfrentadas y buscando los acuerdos entre las dos maras de mayor presencia en el país. Es decir, facilitando el reparto de los territorios entre ellas, que podrán seguir su expansión con mayor tranquilidad en la medida en que la tregua se vuelva sostenible. Hay menos muertos porque los mareros han suspendido matarse entre ellos; de la cantidad de muertos “civiles” no consta variación alguna. Es un espejismo. Con la tregua entre las pandillas el país no se ha vuelto más seguro para la población honrada.

La Ley de Proscripción de Pandillas está oficialmente vigente pero las autoridades de los municipios declarados “libres de violencia” sostienen reuniones con los “palabreros” o jefes de las clicas locales, cuando se supone que éstos deberían ser capturados en el acto. Hay toques de queda pero son decretados, no por las autoridades, sino por los grupos de pandillas. En vez de responder con una redada masiva tras imponer su propio toque de queda, la PNC reacciona calificándolo de simple rumor y aumentando los patrullajes. ¿Quién manda aquí?, se pregunta la población, con justa razón.

Los programas de prevención deberían consistir en dar opciones a los jóvenes “en riesgo”, que no han ingresado a las pandillas, para evitar que lo hagan. Pero ahora se plantean iniciativas para los pandilleros, la condición para ser beneficiario es ser miembro de la mara. Lo mismo con los proyectos de rehabilitación, que en lugar de ser concebidos para quienes abandonan la pandilla, se están enfocando en aquellos que permanecen vinculados a ella. Nuevamente es la propia filosofía la que está fallando y la corrección que desde la sociedad se reclama es un giro de 180 grados.

Deberían ser las autoridades las que estuvieran en posición de exigir y amenazar. Por ejemplo, si vuelve a darse un repunte en los hechos de violencia, retirarles privilegios o incluso regresar a los líderes al penal de alta seguridad. Privarles de la comunicación con la mara de la calle o incluso suspender las visitas familiares. Aislarlos del mundo. En caso extremo confinarlos en una isla del golfo de Fonseca y acabar de un solo con el uso abusivo de celulares: allí no hay cobertura.

La cárcel no es sólo para rehabilitar y reinsertar; es, en primer lugar, para controlar una amenaza y para castigar. Las actuales autoridades actúan con un enfoque liberal garantista que no está en las tradiciones de la izquierda, ni es propio de los países socialistas, muy rigurosos en el trato dado a la delincuencia. Ni siquiera es coherente con los valores cristianos. Debe recordarse que, tras su rebelión, Lucifer – que con su acción deja de ser ángel de la luz y se convierte en Satanás, señor de las tinieblas – es castigado al infierno. Dios lo castiga para toda la eternidad: no hace por rehabilitarlo o reinsertarlo. Lo satánico no es rehabilitable. La maldad absoluta no puede hacerse buena.

Es obvia la consecuencia para los humanos: puede haber delincuentes rescatables, pero hay hechores de crímenes horribles para los que no hay reeducación, rehabilitación ni reinserción. Son expresión del mal. Quienes torturan a otras personas, las queman vivas, las violan, les arrancan la piel, las desmembran y descuartizan, las decapitan o cometen delitos horrendos por el estilo, han de saber que para ellos no hay beneficios carcelarios, ni redención de pena, ni visita íntima, ni programas de rehabilitación y reinserción.

Con todo, reciben un trato más humano que el que ellos dieron a sus víctimas. No pueden echarle la culpa a la sociedad. Tal vez en algún momento fueron ellos mismos victimizados, pero se convirtieron en enemigos de la humanidad con las cosas monstruosas que hicieron. No es razonable aspirar a su reinserción. Mejor seguir la sabiduría popular que aspira a un orden con justicia desde una máxima bien simple: “aquí el que la hace, la paga”.

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