Opinión /

Fin de sueño


Martes, 10 de septiembre de 2013
Ana María Echeverría

En septiembre de 1973 yo estudiaba en París, y el golpe militar contra Salvador Allende fue el fin de un sueño, para mi y la mayor parte de mis colegas latinoamericanos con quienes debatíamos, entre lecturas de Marx y Julio Cortázar y fiestas hasta la madrugada bajo los puentes de la Ciudad Luz y cafés en buhardillas llenas de humo, sobre cómo cambiar nuestros países marcados por la desigualdad y la injusticia social.

Ana María Echeverría es periodista salvadoreña, socióloga y trotamundos. En 1977 dejó su trabajo como profesora de sociología en la Universidad de Oporto y emprendió un viaje a través de América Latina durante un año, en el que viajó en moto, bus y tren y se brincó el Chile de Pinochet. Después se incorporó al FMLN del cual su pareja, el poeta Roberto Armijo, era representante en Europa. Actualmente escribe sobre cultura en la Agencia Francesa de Prensa.

Ese sueño, de que era posible transformar sustancialmente un país sin recurrir a las armas, saltó en añicos la mañana del martes 11 de setiembre de hace 40 años.

Porque el Chile de Salvador Allende había hecho crecer en nosotros, privilegiados estudiantes llenos de ilusiones y palabras, de versos, teorías y tesis, las ganas de volver un día a nuestros países a poner nuestro granito de arena, contribuyendo a una Revolución, que daría luz, sin violencia y sin sangre, a una sociedad más justa.

¿Y tras esa asonada militar, qué nos quedaba? ¿Cómo podíamos volver a creer que era posible transformar nuestros países por medios democráticos y pacíficos? ¿Como podíamos volver a pensar que una democracia revolucionaria podía instaurarse en un continente dominado por oligarquías poderosas y multinacionales sin tener que recurrir a las armas?

En los días después del golpe del general Augusto Pinochet, innumerables relatos de las atrocidades cometidas por el nuevo régimen - Victor Jara asesinado en el Estadio por esbirros, que antes le habían cortado las manos con las que interpretaba temas icónicos como 'Te recuerdo Amanda', activistas, artistas y militantes apresados, vejados, torturados, ejecutados, desaparecidos - abonaban el terreno de que la única opción para transformar nuestra América Latina era la vía armada.

Escuchábamos esos relatos por boca de cientos -luego fueron miles- de refugiados chilenos, que por diferentes vías habían logrado salir de Chile, y que llegaban a París y a otras capitales europeastraumatizados por lo que habían vivido y visto. Leíamos sus testimonios en los diarios y veíamos imágenes que circulaban, como aquella de Salvador Allende en La Moneda, mientras aviones abrían fuego contra el Palacio presidencial, pocos minutos antes de suicidarse de una bala de fusil.

'¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo', le escuchamos decir a Allende en una grabación, en la que se despide, con voz firme, esa mañana del 11 de septiembre de 1973.

Crónicas e imágenes que destapaban algo del horror, de la maldad que -no lo sabíamos entonces- iba a instalarse en ese país durante décadas, hasta que Chile hallara los medios para poner fin a la dictadura.

Cuarenta años después de ese golpe militar en Chile, me pregunto si en El Salvador la lucha armada que concluyó en 1992 después de dejar unos 70.000 muertos habría sido vista como la única opción, sin esa asonada militar. Quizá sí, porque El Salvador tenía una larga historia de fraudes electorales y golpes militares, que parecía habían sepultado la idea de que era posible construir un nuevo país sin violencia.

Además, Centroamérica había visto ya de cerca el golpe promovido por la CIA en Guatemala contra el presidente Jacobo Arbenz, en 1954, sin olvidar el derrocamiento de Juan Bosch en República Dominicana, en 1963.

Pero la tragedia de Chile estaba más cerca en el tiempo de los sucesos de El Salvador, que hicieron que el país se sumiera en un largo conflicto interno, que ha dejado terribles secuelas y una polarización que sigue aún marcando el país, caracterizado aún por una terrible desigualdad social.

Y creo que quizá muchos no habríamos visto nunca la opción militar como la única vía si no hubiese sido por ese aciago martes en Santiago hace 40 años.

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