Opinión /

Efectos del golpe chileno en El Salvador


Martes, 10 de septiembre de 2013
Héctor Dada Hirezi

Los llamados años sesenta fueron una época de gran optimismo por lograr sociedades más desarrolladas y equitativas. Lo que no quiere decir que el mundo estaba exento de serios problemas, algunos derivados de la llamada guerra fría, otros como consecuencia de los mismos procesos de transformación de las sociedades. La disputa no era el mantenimiento de las realidades latinoamericanas frente a las aspiraciones de cambio, sino el tipo de cambio a realizar, bajo qué dirección conceptual se iba a llevar a cabo la transformación de sociedades atrasadas económica y políticamente. Las ideas socialistas, las concepciones social cristianas fundamentadas en la Doctrina Social de la Iglesia, y las visiones social demócratas, recibían un fuerte impulso en unas sociedades que reclamaban modernización y participación.

Héctor Dada Hirezi es economista salvadoreño. Fundador del Partido Demócrtata Cristiano; canciller de la primera Junta de Gobierno de 1979 y posteriormente miembro de la Segunda Junta. A los pocos meses renunció y partió al exilio en México. Volvió a El Salvador en 1992. Ha sido diputado por Cambio Democrátivo y ministro de Economía del gobierno de Mauricio Funes, al que renunció. 

En Chile las elecciones de 1964 fueron un ejemplo casi paradigmático de los términos de la dialéctica política en una sociedad con tradición democrática liberal, y aquejada de problemas de pobreza y desigualdad. La “revolución en libertad”, planteada por Eduardo Frei Montalva como candidato del Partido Demócrata Cristiano se enfrentaba al “socialismo en democracia” encabezado por Salvador Allende en una alianza entre el Partido Socialista y el Partido Comunista, y a la coalición de liberales y conservadores tradicionales. El triunfo de Frei abrió espacio a las ilusiones. Como decía una canción de campaña, “la noche queda en el ayer”, “es el sueño de las multitudes que nos llama a vencer”. Si bien el gobierno de Frei fue reformista, no fueron pocos los chilenos que deseaban cambios más profundos, aun en las filas mismas del PDC. Las elecciones de 1970 llevaron a la Presidencia a Salvador Allende – esta vez apoyado también por disidentes del PDC – que obtuvo el primer lugar por menos del 40% de los votos; gracias a la tradición chilena de reconocer en el congreso al ganador por mayoría relativa en la elección popular, asumió la conducción del país. La construcción del socialismo en democracia era el reto a enfrentar. La resistencia – o más bien la oposición – de los Estados Unidos de América, unida a las resistencias internas, y a las presiones de los grupos más ansiosos del socialismo por hacer avanzar más el modelo pese a tener dificultades de obtener mayorías (y es una síntesis que no capta la complejidad), generaron el escenario para el golpe de Estado que encabezó el militar de confianza de Allende, y que inició una larga y sanguinaria dictadura: Augusto Pinochet Ugarte.

¿Qué tiene que ver esto con El Salvador? Nuestro país no fue ajeno a las corrientes de pensamiento latinoamericanas de la época. En 1960 se creó el Partido Demócrata Cristiano – actualmente traicionado en sus principios – con una visión cercana a la de su partido hermano chileno; era el modelo a seguir. El sueño de una democracia con justicia social encaminaba sus pasos y atraía a su seno a sectores juveniles inquietos por la realidad opresiva del país, y por las injusticias sociales tan graves que sufría la mayoría de la población. El marco conceptual para sus propuestas económico-sociales era la Doctrina Social de la Iglesia Católica. Para quienes éramos militantes el triunfo de Frei fue sentido casi como si fuera nuestro, como un anticipo de lo que aquí podíamos lograr, sin ignorar que la existencia del marco de una “democracia tutelada“ por las Fuerzas Armadas con respaldo de los Estados Unidos y de la oligarquía local significaba un obstáculo que los hermanos chilenos no habían tenido que remontar. El sueño parecía tener algún espacio para volverse realizable, sin que fuera fácil lograrlo.

El triunfo de Salvador Allende tuvo otra influencia en El Salvador: abrió las esperanzas de construir el socialismo sin recurrir a la revolución armada, y le daba impulso a la tesis de los comunistas de la “revolución democrático burguesa” al poner a sus pares chilenos – participantes en los eventos electorales desde los años treinta del S. XX – como un ejemplo a seguir, al menos para intentar un cambio pacífico. Con el nacimiento de grupos armados de izquierda en nuestro país, casi simultáneamente con la asunción de Allende a la presidencia, tanto comunistas como demócratas cristianos veían acosada a su militancia por una constante puesta en discusión de la imposibilidad de la vía electoral para cambiar una realidad política que se mantenía por décadas. Para Schafick Handal, Secretario General del PCS, su abierta discusión con los que el llamaba “ultrísimos” encontraba un apoyo en la nueva realidad que se abría en Chile. Las conversaciones entre el PDC y el PC, iniciadas desde antes del triunfo de Allende, se basaban en la idea de la necesidad de unir fuerzas para ganar un espacio que permitiera derrotar en las urnas al régimen militar, para forzar la alternancia negada y luego dirimir frente a la población los proyectos diferentes que cada partido tenía. Pero no puede negarse que la supuesta posibilidad de obtener el socialismo por la vía electoral tuvo su influencia en facilitar el éxito de las negociaciones. La Unión Nacional Opositora (UNO) nació con la participación del PDC, la Unión Democrática Nacionalista (en la que participaban militantes del PC, entonces ilegal), y el Movimiento Nacional Revolucionario, encabezado por el ex-demócrata cristiano Guillermo Manuel Ungo.

Con Napoleón Duarte como candidato presidencial, la UNO ganó las elecciones de 1972, cuyos resultados fueron falsificados e impuestos a través de una violenta represión. Decenas de militantes fueron asesinados en varias partes del país, y los dirigentes fueron enviados al exilio. En nuestra historia es quizá el único fraude electoral que ha sido documentado, como lo muestra el libro de Juan Hernández Pico y César Jerez llamado el Año Político. Las ilusiones de mucha gente, sobretodo jóvenes, estaban hechas añicos y era cada vez más difícil predicar la vía pacífica como forma de cambiar el rumbo del país, aunque la Unión Nacional Opositora continuó unida predicando la necesidad de insistir en un camino difícil pero el menos doloroso para la población.

Duarte, desde su exilio en Venezuela, viajó a Santiago unas semanas antes del 11 de septiembre de 1973. Después de varios días de estar conversando con dirigentes de varios partidos, y con la gente común con la que se encontraba, comenzó a decirles que “sentía olor a golpe militar”. Los chilenos, orgullosos de la institucionalidad del ejército, no pusieron oídos al dirigente salvadoreño, que lo decía con base en una dura experiencia de gobiernos militares que de cuando en cuando se relevaban a través de golpes de Estado. Pocos días antes del alzamiento pinochetista nos decía en Costa Rica que le parecía inminente que sucediera, y que había prevenido a los demócratas cristianos chilenos de las consecuencias de que la Fuerza Armada asumiera el mando político de su país. Sí no preveía la violencia con la que se desató el motín. Aquel sangriento operativo, que incluyó además la captura y encarcelamiento de casi toda la dirigencia progresista y socialista de Chile no parecía posible como una acción de un ejército que pocos años antes, en una conversación privada, había sido calificado por algunos capitanes como fiel a la constitución y a la democracia, e intolerable con el papel que jugaban sus pares en Centroamérica.

La dirigencia del PDC salvadoreño se reunió de inmediato. La indignación por lo sucedido era notoria en la totalidad de sus miembros. Un comunicado muy fuerte fue dado a conocer en un evento organizado en la UCA para analizar las consecuencias del golpe de Estado de Chile. Más allá de la condena para quienes dirigieron el evento, los demócrata-cristianos exigían de sus hermanos chilenos una posición de distanciamiento y de rechazo a la operación armada; la postura del PDC salvadoreño fue mucho más enérgica que la del PDC de Chile, que tuvo en sus filas algunos que se creyeron el canto de sirena de que se convocaría a elecciones a corto plazo para devolver el gobierno a manos de los civiles. Esto no pasó sino cuando el pueblo chileno decidió sacar a Pinochet a través de un plebiscito, unos tres lustros después, y luego de que varios de esos dirigentes tibios habían tenido que salir al exilio o habían sufrido la represión de la dictadura militar.

Después de eso, la historia fue como fue. En El Salvador la represión continuó, y en mucha medida se acrecentó. Las elecciones de 1977 fueron otro ejemplo de la negativa del sistema a aceptar las reglas de la mayoría que la democracia exige. La incorporación creciente de jóvenes, antes ilusionados por el cambio en libertad, hacia la lucha armada, no pudo detenerse. Como dijo Alfredo Cristiani en Chapultepec, y lo afirma reiteradamente David Escobar Galindo, la negativa al ejercicio de los derechos políticos esenciales abrió el espacio para la confrontación armada. La violencia sembrada por años de represión e injusticia fructificó en un lamentable derramamiento de sangre. Hay que recordar el pasado para conocer el costo de lo que tenemos; que los espacios de democracia que hemos logrado no sean restringidos, sino que avancemos en el desarrollo de una institucionalidad que permita la realización de los ideales de libertad individual y social, a la vez que avances en el camino de la justicia social. Para quienes fuimos miembros de ese heroico Partido Demócrata Cristiano de sus épocas iniciales, su lema permanece vigente: Hacia la justicia social en un régimen de auténtica democracia. No se puede renunciar a una de ellas en nombre de lograr la otra.

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