Opinión /

El otro terrorismo


Martes, 10 de septiembre de 2013
Ricardo Ribera

La fecha del once de septiembre ha quedado vinculada al ataque a las torres gemelas producido en 2001, al arranque del siglo XXI. Hay otra efemérides, también un once de septiembre y también relacionada con el terrorismo, de igual o mayor importancia para nuestro continente. Hace exactamente cuarenta años fue el golpe de estado en Chile contra el presidente Salvador Allende. Las repercusiones fueron dramáticas, no sólo en el alargado país del litoral pacífico. Sus efectos se sintieron en toda América Latina. Cuatro décadas después es importante recordar esos acontecimientos y valorarlos adecuadamente.

Ricardo Ribera es filósofo. Autor de un libro en el que estudia la obra de Hegel y columnista de El Faro. Ejerce como profesor en la universidad jesuita UCA.

Resulta oportuno por ciertos paralelismos entre la situación que se da ahora y la de 1973. En momentos en que un premio Nóbel de la Paz clama hoy día por la guerra, argumentando el uso de la fuerza militar a nombre de los derechos humanos, es bueno recordar que otro político premiado con el Nóbel de la Paz, Henry Kissinger, jefe de la diplomacia norteamericana en la época, premiado en Oslo por su papel en las pláticas de paz que pusieron fin a la guerra de Vietnam, jugó un rol nefasto y decisivo en la desestabilización y derrocamiento del gobierno legítimo de la Unidad Popular en Chile.

Estados Unidos estaba saliéndose de la guerra en Vietnam, como ahora trata de salirse de las de Irak y Afganistán, y al presidente Nixon le preocupaba pudiera interpretarse como debilidad si Estados Unidos no actuaba contra el ascenso de un gobierno izquierdista en el continente. Documentos desclasificados dan cuenta de que a los dos días de haber asumido Allende, antes de que éste hubiera podido siquiera dar inicio a sus políticas, el mandatario estadounidense había decidido condenarlo: “Hay que evitar que se consolide y que su imagen en el mundo sea un éxito.” Su flamante secretario de Estado, por su parte, declaraba: “No permitiremos que Chile se vaya por el desagüe.”

La oratoria de la potencia imperial se centra en su “preocupación” por la democracia en el mundo. De ahí que sorprendan las declaraciones, cargadas de cinismo, de Kissinger: “No podemos hacernos responsables por las decisiones erradas de un pueblo.” Los anuncios de una reforma agraria y la decisión de Allende de nacionalizar el cobre chileno, fueron motivos suficientes para que Estados Unidos decidiera despreciar la voluntad popular expresada en las urnas, participara en la organización de un sangriento golpe de estado y apoyase una dictadura militar, pese a ser Chile un país con larga tradición democrática y pacífica.

La repercusión internacional fue inmediata, en especial en el continente latinoamericano. Una década después del triunfo de la revolución cubana el experimento de la Unidad Popular había significado explorar una vía diferente para las izquierdas latinoamericanas, divididas por el debate sobre la lucha armada, en especial tras la fracasada intentona del Ché Guevara, muerto en Bolivia en octubre de 1967. La opción electoral y gradualista se iba a fortalecer el 4 de septiembre de 1970 al obtener la candidatura de la Unidad Popular el 36.3% de los votos y constituirse en primera minoría, triunfo ratificado el 24 de octubre al ser elegido por el Congreso chileno el socialista Salvador Allende como presidente del país. Su derrocamiento y la consolidación de la dictadura del general Pinochet tras el golpe que encabezó el 11 de septiembre de 1973, con miles de desaparecidos, torturados y asesinados, suponía el triunfo de la opción terrorista y neoliberal, así como el cierre de la vía pacífica y electoral hacia el cambio rumbo al socialismo.

En el caso de El Salvador, donde la oposición acababa de sufrir una decepción amarga al serle negada su victoria en las elecciones de 1972, los sucesos chilenos vinieron a fortalecer la tesis de que ante el cierre de espacios por la dictadura, ante el fraude y la represión, sólo las opciones violentas podrían abrirse camino para una correlación de fuerzas más favorable a los intereses populares. Crecía la vitalidad y presencia de las organizaciones populares vinculadas a las guerrillas, así como la actividad insurgente de las mismas.

Las dictaduras del cono sur y en especial el golpe pinochetista parecían demostrar la justeza de la lucha armada en condiciones de dictadura y terrorismo de estado, como era la situación en El Salvador. Cosa que los partidos de la Unión Nacional Opositora tuvieron finalmente que valorar, sobre todo después de ser víctimas de fraude nuevamente en las elecciones de 1977 y con la evidente escalada represiva de parte del régimen. Para abrir al pueblo las anchas alamedas que visionariamente pronosticó Salvador Allende, en su última alocución radial antes de su heroica muerte, haría falta primero buscar por la vía insurreccional y violentamente lo que no se permitía por cauces pacíficos.

No obstante, una vez recorridos los oscuros años de la noche fascista, el fiero combate entre tiniebla y aurora de la década del conflicto armado y el esperanzado amanecer de los acuerdos de paz, hoy, con la claridad e iluminación del sol de mediodía de la actual transición democrática, puede vislumbrarse más claramente la contribución de Allende y sus compañeros y compañeras de la Unidad Popular. Han hecho que un mejor porvenir para toda la América nuestra fuera finalmente posible.

Como un recordatorio de los riesgos que la democracia corre, como símbolo de la amenaza del peor terrorismo que existe, el terrorismo de estado, como repudio a las peores formas de intervención imperialista, es que la memoria del once de septiembre sigue – y debe seguir – viva y vigente.

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