Opinión /

Sol y sombras


Martes, 10 de septiembre de 2013
June Carolyn Erlick

Un cuadro tallado de cobre ha colgado en mi cocina desde siempre. Casi siempre. Lo compré hace 38 años de un grupo de chilenos exiliados en Panamá. El cuadro retrata una indígena mapuche redonda y tranquila con una jarra de agua y en el fondo un enorme sol, un sol de esperanza.

June Carolyn Erlick, periodista estadounidense, es la autora de Desaparecida, Una Periodista Silenciada (Sophos/Hoja del Norte, 2012) y editora de ReVista, the Harvard Review of Latin America.

Fue menos de dos años después del golpe chileno de General Augusto Pinochet el 11 de septiembre 1973. Yo estaba haciendo mi primer largo viaje en América Latina después de haber trabajado cinco años como reportera en mi país natal, los Estados Unidos. Los chilenos trabajaban haciendo artesanías para ganarse la vida mientras esperaban el momento de regresar a Chile -que sería, pensaban ellos, bastante pronto-. Mientras tanto, creatividad y resistencia eran los caminos.

El cuadro chileno ha colgado en mis cocinas y salas en Bogotá, Managua, Berlin, Nueva York y ahora Boston desde ese entonces. Los chilenos no volvieron pronto. Yo tampoco; terminé trabajando como corresponsal en el extranjero durante casi 20 años. La experiencia chilena me acompañó todo ese tiempo, aunque nunca he vivido en Chile.

El golpe chileno marcó, de alguna manera, el fin de esperanza de una sociedad justa, democraticamente elegida. Los exiliados chilenos que conocí en América Latina—y eventualmente en Berlin—traían la música de Víctor Jara, la poesía de Pablo Neruda, la experiencia de trabajar en colectivo, las esperanzas de volver, la determinación de cambiar la sociedad—aunque más y más en otros países fuera de Chile.

En las afueras de Bogotá, un colectivo de mujeres colombianas pobres elaboraba tapices inspirados en las arpilleras chilenas—telas de protesta. En una—también ya colgada en mi pared—una cola de mujeres espera en una clínica de salud que muestra un letrero grande: 'No hay fichas'.

Los años pasaban, y Chile no regresaba a la democracia. Pinochet mantuvo su control sobre el país austral. Ya las esperanzas eran otras—especialmente con la guerra contra Anastasio Somoza y el comienzo del gobierno izquierdista sandinista en Nicaragua. Siempre estaban los chilenos exiliados tratando de colaborar en una nueva sociedad.

Los exiliados chilenos eran las semillas positivas del golpe. Hasta en Berlin, muchos, muchos años antes de que yo encontrara la palabra 'latino' en Nueva York—esa mezcla vibrante de gente de origen domicana, colombiana, salvadoreña, mexicana que ya no eran de sus países sino de toda América Latina pero también de los Estados Unidos—encontré el concepto pan-latino en un restaurante chileno en el barrio de Schöenberg con un menú abundante con platos chilenos como pastel de choclo mezclados con los de otras nacionalidades como enchiladas mexicanas y sopas colombianas.

No fue hasta muchos años después que entendí cuánto la experiencia de los chilenos había marcado mi experiencia de América Latina—no solamente el sol de las esperanzas, de la creatividad, de la resistencia, sino también las sombras de pérdidas, impunidad, muerte y desaparición.

Mi primer encuentro con las desapariciones con cierta ironía no era con los exiliados chilenos, sino con la película Missing (Desaparecido) hecha en 1982, nueve años después del golpe. Bajo la dictadura de Pinochet, más de cinco mil personas fueron asesinadas; 2, 279 desaparecidas (según el informe Rettig), y miles torturados y exiliados.

Comencé a entender las sombras—las cosas que cantaban en la música, pero no se hablaba. La dictadura seguía. El mundo estaba cambiando. Chile volvió a la democracia en 1990—un año después de la caída del muro de Berlin, un año después de que los sandinistas fueron votados fuera del poder en elecciones.

Pero la impunidad seguía. Pinochet seguía como militar. Los desaparecidos seguían desaparecidos. Los exiliados en muchos casos seguían en sus nuevos hogares, sus nuevos países.

Pero en 1998 occurió lo impensable. Augusto Pinochet fue detenido en Londres y llevado a la justicia en Chile. Murió antes de ser condenado—pero no antes de que una nueva generación de chilenos pudiera comenzar a entender lo que había pasado en su sociedad. Murió antes de ser condenado—pero no antes de que miles de latinoamericanos—y más allá—pudieran comenzar a reflexionar sobre la impunidad en sus respectivos países. Tal como los exiliados chilenos habían sembrado semillas de inspiración en tantos países, el juicio de Pinochet sembró nuevas ideas sobre la justicia transicional, declarando un 'no' a la impunidad.

Chile ya ha tenido dos presidentes socialistas en la nueva era democrática, incluyendo una mujer victima de torturas por el gobierno de Pinochet. Estudiantes chilenos protestan en las calles contra la inequidad y a favor de una reforma educativa. El mundo ha cambiado y no ha cambiado.

Cuarenta años después del golpe, los retos siguen: los retos de inequidad, impunidad, injusticia—no solamente en Chile, no solamente en América Latina, sino en el mundo entero. América Latina tiene ahora varios gobiernos de izquierda, pero parecen haberse percatado de que es mucho más díficil lograr justicia en la realidad que en los libros.

Cuarenta años después del golpe, muchos de los familiares de desaparecidos todavía no saben dónde están sus hijos, sus hermanos, sus esposos—en Chile y más allá.

Cuarenta años después del golpe, hay generals, hay asesinos, hay torturadores que no han sido llevados a la justicia—en Chile y más allá.

Cuarenta años después del golpe, una mujer mapuche con una jarra de agua me mira desde la pared de la cocina. Ella ha visto todo—de la victoria de los sandinistas a la caída del muro de Berlin y la elección del primer presidente afro-americano en los Estados Unidos. Atrás de ella hay un sol grande. Ella expresa paciencia, resistencia y, sobre todo, esperanza. Entre tanta sombra,no hay que olvidar el sol.

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