Opinión /

Terreno ganado


Martes, 10 de septiembre de 2013
Geoff Thale

Es difícil pensar en el golpe de Estado chileno sin tristeza. Fue una tragedia tanto política como humana. El presidente Salvador Allende murió en el golpe y, en los días siguientes, la Junta Militar ordenó la captura de miles de simpatizantes de la Unidad Popular. Siguieron torturas y ejecuciones, con miles de prisioneros políticos.

Geoff Thale fue activista contra la guerra de Vietnam cuando era un estudiante; ha estado involucrado en campañas en defensa de los derechos humanos en Estados Unidos e internacionalmente. Ha dado seguimiento a los asuntos centroamericanos desde mediados de los años ochentas. Actualmente es director de programa de WOLA.

Para mediados de los años ochentas, más de 200 mil personas habían abandonado el país. La libertad de expresión y de asamblea prácticamente habían desaparecido en Chile. El gobierno de Pinochet comenzó a cooperar con las dictaduras militares en todo el hemisferio para reprimir la disidencia y el activismo político.

El golpe destruyó el sueño de un proyecto democráticamente electo y con apoyo popular para la transformación política y la igualdad social, que había inspirado a los chilenos y a otros en América Latina y el mundo.

Por el golpe hay responsabilidades que distribuir. En el contexto de la Guerra Fría, el golpe fue apoyado y de varias maneras asistido por el gobierno de Estados Unidos – por Richard Nixon y Henry Kissinger; por oficiales del Pentágono que mantenían relaciones cercanas con los generales chilenos; por la CIA y otros en la comunidad de servicios de inteligencia; y por oficiales en la embajada de Estados Unidos en Santiago y el Departamento de Estado en Washington. Las firmas multinacionales estadounidenses, molestas por la nacionalización de sus bienes en Chile, urgieron al gobierno de Estados Unidos a defender sus intereses.

El golpe fue organizado y conducido por militares chilenos, con el apoyo de la elite política tradicional y sectores de clase media. Los golpistas tomaron ventaja de las divisiones políticas entre los simpatizantes de la Unidad Popular y de las dificultades del gobierno para manejar la economía.

El apoyo al gobierno de Pinochet fue decayendo, tanto en casa como internacionalmente, a medida que los tiempos y los contextos políticos fueron cambiando, hasta que el plebiscito de 1998 llevó a la salida de Pinochet y la restauración de la democracia electoral.

Como activista político y economista, vale la pena reflexionar sobre cuánto terreno se ha ganado y qué dinámicas han cambiado en los cuarenta años desde aquel golpe.

Hoy uno puede ver con optimismo y esperanza la restauración de las elecciones representativas en Chile y en el hecho de que Michelle Bachelet, cuyo padre fue torturado por el regimen de Pinochet y ella misma sufrió prisión, esté postulándose para un segundo periodo como presidenta de Chile.

Más ampliamente uno puede ver terreno recuperado en la re-emergencia y los triunfos electorales de los partidos políticos, con un compromiso para la justicia social similar al de la Unidad Popular, en buena parte del hemisferio.

Las fuerzas progresistas –aunque castigadas duramente por el golpe y los esfuerzos de la Operación Cóndor, y ahora mucho más modestos por el colapso del “socialismo real”, han alcanzado la presidencia y la han mantenido en varios de los países del Cono Sur que eran gobernados por dictadores poco después del Golpe de Estado.

Y a través de todo el hemisferio, gobiernos, partidos políticos, movimientos sociales y grupos de la sociedad civil han rechazado la camisa de fuerza de políticas económicas de libre mercado que los Chicago boys llevaron a Chile bajo Pinochet, que dominaron la política económica durante varios años.

Como un creyente de la justicia, puedo encontrar también optmismo en los juicios contra los generales golpistas en Argentina y los esfuerzos que llevaron a la detención de Pinochet en Chile, y eso ya había sucedido en Perú y Uruguay.

Puedo ver la esperanza de que la justicia puede llegar algún día a Guatemala y El Salvador, y enraizarse con mayor profundidad en todo el hemisferio.

Puedo esperar, como un amigo de la democracia y los derechos civiles, que los poderes militares de la región nunca más derrocarán a gobiernos constitucionales, en alianza con las elites políticas y los intereses conservadores.

Como ciudadano estadounidense, puedo encontrar una esperanza también aquí, en Estados Unidos.

De alguna manera, el golpe marcó también un giro en cómo una generación en Estados Unidos vio a América Latina. El golpe y sus secuelas ayudaron a generar un amplio movimiento solidario en Estados Unidos, más grande y fuerte que todo lo que se había visto hasta entonces en relación con Latinoamérica.

El golpe llegó cuando la guerra de Vietnam estaba pasando y el activismo contra la guerra decayendo, encendiendo un movimiento que atrajo a mucha gente y construyó una red solidaria con Chile. Los fundadores de WOLA (Oficina de Washington para América Latina), donde yo laboro, fueron parte de un pequeño pero apasioando grupo de personas que habían vivido y trabajado en América Latina y que se preocupaban profundamente por la región, desde los años sesentas. WOLA, creada en las secuelas del golpe, encontró una audiencia nueva, mayor y más receptiva.

El testmonio de ciudadanos estaodunidenses que habían vivido en Chile y retornado después del golpe estimuló aquí el interés popular entre un público más escéptico, tras Vietnam y mientras se desarrollaba Watergate, sobre el rol de Estados Unidos en el resto del mundo.

Congresistas liberales (entre ellos el Senador Edward Kennedy y el entonces representante Tom Harkin) fueron a Chile a ver la realidad por cuenta propia. El Congreso aprobó la llamada Enmienda Harkin, la primera declaración pública de que el respeto por los derechos humanos era importante para la política exterior estadounidense. Y el debate sobre el involucramiento de la CIA en el golpe contribuyó a la nominación del Comité Church, un cuerpo del Senado que investigó el rol de la CIA no solo en Chile sino en todos lados, y que restringió las actividades clandestinas.

El asesinato, en 1976, del ex ministro chileno exiliado Orlando Letelier, que trabajaba en el Institute for Policy Studies en Washington, indignó a muchos estadounidenses. El movimiento de solidaridad con Chile ayudó a generar una importante presión política para la liberación de presos políticos del régimen de Pinochet, y elevó el costo de defender a Pinochet para la administración Nixon-Ford, para Jimmy Carter y para la administración Reagan.

Más allá de su impacto inmediato, el trabajo de solidaridad con Chile estableció las bases para el movimiento solidario con Centroamérica y sus varios descendientes, que jugaron un papel muy importante para frenar los peores impulsos de la administración Reagan en América Central.

Hoy el legado del movimiento de solidaridad chileno se encuentra en una corriente más pequeña pero real de actvistas, eclesiásticos, estadounidenses que han vivido en la región y otros que continúan apoyando los derechos humanos, la democracia y la justicia social en Latinoamérica.

Esa corriente seguramente crecerá en los próximos años mientras crece también el número de ciudadanos de E.U.A. con familia y raíces en América Latina.

Estos son luces de optmismo, el sentido de la esperanza y la posibilidad en la que pensamos en este cuadragésimo aniversario del golpe: una democracia formal mayoritariamente restaurada, y la emergencia renovada de gobiernos y movimientos por la justicia social y la equidad.

Pero la realidad es que todas esas buenas señales son luces de optimismo en una nube oscura: el triste golpe a la democracia, al progreso social y a la justicia que significó el golpe en Chile. El golpe fue una terrible tragedia humana y un retroceso para la democracia y para el sueño de mayor equidad social e inclusión.

A pesar de que las fuerzas progresistas en la región no fueron vencidas por el golpe –sobrevivieron, persistieron y ahora han retomado terreno- este cuadragésimo aniversario debería ser un día para reflexionar y recordar a los valientes líderes del gobierno de la Unidad Popular, a los miles de ciudadanos que los apoyaron y a la visión de un mejor mundo, dañada por el golpe.

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