Opinión /

Las Alamedas


Martes, 10 de septiembre de 2013
Blanche Petrich

Cuando en mis años estudiantiles conocimos, los jóvenes de mi generación, el golpe de Estado que había derribado al gobierno de la Unidad Popular y asesinado al presidente Salvador Allende, supimos que una puerta enorme y pesada se había cerrado y que el cerrojo que echaron los golpistas chilenos iba a mantener cautiva por un tiempo muy largo la posibilidad de que una revolución transitara por la vía pacífica y democrática.

Blanche Petrich es periodista mexicana. En los años ochenta cubrió las guerras civiles en El Salvador y Guatemala. En los noventa vio el nacimiento de la guerrilla zapatista en su propio país. Escribe en el periódico La Jornada. 

A partir de ahí, las noticias que venían del Sur llegaban manchadas de sangre. Torturas, ejecuciones, masacres…las carpetas donde yo guardaba mis recortes de prensa del viejo Excélsior y de El Día engrosaban diariamente. En aquellos tiempos el término “derechos humanos” no estaba generalizado y recuerdo que rotulaba mis folders simplemente con una gruesa raya de plumón negro.

Era muy difícil no sucumbir a la desesperanza.

Pero con el venir de los meses y los años, en los actos conmemorativos que se organizaban en México en memoria del “compañero presidente”, en los festivales de la izquierda, en los cineclubes y las peñas plenas de folclor y poesía de Pablo Neruda, se repetía una y otra vez un casette que reproducía un mensaje extraordinario:

“Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.”.

Era la voz de Salvador Allende, en su último mensaje radial, transmitido por la radioemisora del Partido Comunista, Radio Magallanes, pocas horas antes de que iniciara el bombardeo aéreo sobre La Moneda; pocas horas antes de su muerte. Una fotografía del momento muestra al presidente parado junto a una mesa, con el teléfono al oído, ya con un casco militar en la cabeza.

A esa hora, sin duda, Allende había ya sopesado la hondura de la traición, tenía ya certeza de la derrota, vislumbraba la dimensión de la tragedia que caía precipitadamente sobre su país. Define el momento en ese mensaje sobrecogedor: “Este momento gris y amargo”. Anticipaba su muerte como un último gesto de dignidad. Y hablaba del futuro, de ese futuro que llegaría “más temprano que tarde”, de hombres nuevos, de una sociedad mejor.

Teníamos que creerle.

--¿Quién habla?

El Chile de 1979 contaba con 12 millones de habitantes. La comunidad periodística no sumaba más de 500 profesionales. De éstos, 20 fueron asesinados o son detenidos-desaparecidos. Muchos más fueron presos políticos. Al exilio marcharon 300.

Entre ellos partió también Guillermo Ravest, el ex director de Radio Magallanes, quien cesante y perseguido, junto con su compañera Ligeia, también periodista, fueron rebotando, primero a Berlín, luego a Moscú, finalmente a México.

Hoy, a sus 86 años, habita una acogedora casita de piedra y madera en un pequeño pueblo mexiquense, San Miguel Tlaixpan, en los alrededores donde el rey Nezahualcóyotl cultivara sus legendarios jardines botánicos. Quedó viudo hace algunos meses. Sigue escribiendo, consultando el día a día de su patria en los medios online, ordenando sus archivos.

En su memoria guarda uno de los episodios más dramáticos de aquel 11 de septiembre de 1979, el del momento en el que el presidente Salvador Allende emitió su último mensaje al pueblo de Chile. Fue él quien recibió su llamada, un telefonazo que sonó en el corredor que había entre la cabina de grabación y su oficina.

Fue casi fortuito que escuchara el timbre de ese viejo teléfono a manivela que llamaban “la plancha” y que solo comunicaba, en línea directa, con el despacho presidencial de La Moneda. Ravest atravesaba a toda prisa el corredor. Iba en busca de un nuevo paquete de cigarrillos, pues a esa temprana hora –9.30 de la mañana—ya había agotado uno.

Lo relata en su más reciente libro, “Pretérito imperfecto, memorias de un reportero en tiempos chilenos de la guerra fría”.

--¿Quién habla?

--Ravest, compañero (la voz del presidente era inconfundible).

--Necesito que me saquen al aire inmediatamente, compañero…

--Deme un minuto para dar órdenes y grabar…

--No, compañero. Preciso que me saquen al aire inmediatamente porque no hay tiempo que perder.

Ante la insistencia y sin alejar la bocina de mi oreja y para que el mandatario me oyera, grité al radiooperador: “Instala una cinta que va a hablar el presidente”. Y al jefe del equipo de periodistas que estaba a mi lado: “Ve al micrófono y anuncia a Allende”.

A lo largo de la mañana y desde que empezó a desenvolverse el golpe de Estado, con la traición de cada uno de los sectores de la Fuerza Armada, la policía y los carabineros, Allende había dirigido cuatro mensajes en cadena nacional, básicamente dando cuenta del avance de la sublevación pinochetista. Pero gradualmente la mayor parte de las antenas de transmisión fueron bombardeadas y las radios fueron allanadas, en algunos casos con violencia. En la radio de la Central Única de Trabajadores (CUT) todos fueron detenidos. Silenciados los noticieros, las ondas radiales ya solo transmitían marchas marciales cuando inició el bombardeo a La Moneda. Pero a las 9.20 Radio Magallanes seguía al aire.

“No me explico todavía por qué no nos allanaron a nosotros”, reflexiona ahora. “La radio quedaba en la calle Estado, apenas a cuatro cuadras de La Moneda. Era la radioemisora del Partido Comunista. Ha de haber sido una falla de Operación Silencio”.

“Operación Silencio”, ahora se sabe, fue la estrategia diseñada por la CIA y trasladada a los militares chilenos por la embajada de Estados Unidos. Era un plan muy puntual que preveía la ruta crítica para sacar del aire todas las emisiones radiales; apenas una pieza de la gran maquinaria que ese día se puso en marcha para pulverizar a una de las democracias más antiguas de América Latina.

Mientras sus compañeros alistaban la grabación, tensos y frenéticos, Ravest seguía al teléfono con Allende:

“—Cuente tres, pausadamente, por favor, y parta”.

Del otro lado, Salvador Allende Gossens quizá tomó aire profundamente y arrancó con una voz muy serena, sorprendentemente serena, escuchada miles de veces, una generación tras otra, una y otra vez:

“Seguramente será esta la última oportunidad en que me pueda dirigir a ustedes”, empieza.

Se dirige a la mujer campesina y obrera, a los profesionistas, a la juventud…y también, con una visión profética, “a aquellos que serán perseguidos”.

Son palabras de un estadista de estatura histórica, pronunciadas en el momento definitivo de la derrota. “Mis palabras no tienen amargura sino decepción. Que sean ellas el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieron”.

Son apenas –Ravest las ha contado—612 palabras; seis minutos de grabación.

“Y se despidió con un sencillo: “Eso es todo, compañero”.

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