Opinión /

Eso que llaman lirismo liberal


Lunes, 4 de noviembre de 2013
Álvaro Rivera Larios

Federico Hernández Aguilar acaba de publicar otro encomio del ideario liberal. En él arremete –con la lanza de la palabra y montado en un caballo flaco– contra la leyenda de un presunto y, para él, dudoso neoliberalismo.

No tengo nada en contra de los caballeros andantes que buscan “desfacer” entuertos ideológicos. En este caso, y a pesar del ataque valiente de tan osado caballero liberal, el gigante no es una simple ilusión que se volatilice gracias a un habilidoso juego de palabras.

Tampoco tengo nada en contra del género epidíctico, ese género donde se ubican los elogios y las críticas. Está en sus propias reglas que los argumentos vayan sobrados de buena o mala literatura.

El problema no es ese. El problema es que, una vez más, Hernández Aguilar nos quiere vender un discurso retórico como si fuera una reflexión seria.

Para empezar ¿Se puede hacer un elogio ingenuo del ideario liberal, sin hablar de la crisis profunda que viven hoy las democracias occidentales? Hablo de una crisis global, de una crisis que afecta a los bolsillos y también a las ideas. No solo están en juego las alternativas de menos o más economía de mercado o de menos o más Estado. Los grandes cambios que ahora vive el sur de Europa, por ejemplo, es posible que se hagan de acuerdo con la ley, pero traicionando claramente el espíritu democrático. Hoy (en Italia, en Grecia, en Portugal, en España) se confía menos en el Parlamento, se confía menos en el Poder Judicial y se confía muy poco en el sector financiero. En pocas palabras, se cree menos en la institucionalidad liberal.

Los indignados españoles son un ejemplo de tal desafección. Lo curioso es que un sector de ellos enarbola, contra el liberalismo real, las viejas consignas del liberalismo heroico y progresista. Hay pues un liberalismo secuestrado por los banqueros y otro que continúa sirviendo de bandera utópica para quienes creen todavía en el equilibrio de poderes y en la democracia parlamentaria. No me imagino cuál será la reacción de quienes acaben descubriendo que en las actuales circunstancias el equilibrio de poderes no es posible y que una auténtica democracia parlamentaria exigiría repensar la naturaleza de la política en el siglo XXI.

Me valgo del caso español para dejar sentado que algunos ciudadanos asumen el liberalismo como una conducta orientada por valores y que otros ciudadanos ven el liberalismo como un cálculo de medios a fines. Para los primeros, el liberalismo sería una ética sensibilizada con la justicia social y la libertad del individuo. Para los segundos, sería un ideario pragmático con una visión muy particular del peso de la economía capitalista en la realidad social. Ambos casos representan modelos de conducta y filosofía que suelen enfrentarse y que, en algunos contados ejemplos, pueden llegar a converger en ciertas personalidades y ciertas fuerzas políticas.

En John Stuart Mill –economista, filósofo y teórico social– llegaron a conjugarse la racionalidad positivista y la sensibilidad ética, de ahí que su liberalismo no reposase en una confianza ciega en las leyes del mercado sino que en una visión amplia de lo que podía ser una sociedad democrática. En una sociedad liberal, tal como la entendía Stuart Mill, debía garantizarse la producción capitalista, pero también las condiciones sociales y culturales que permitirían a la mayoría de los ciudadanos participar en las grandes decisiones democráticas. Mill, que no era un liberal fanático, no tenía muy claro que el libre juego del mercado contribuyese siempre a cimentar la cohesión social y el libre juego de la política en democracia.

Esa desconfianza sensata hacia las fuerzas libres del mercado (y esa defensa sensata de la política como correctivo de los desequilibrios económicos) no se las perdonaron a Mill los liberales que en el siglo XX convirtieron al Estado en la gran amenaza y al Mercado en la gran esperanza. Los creyentes no veían con buenos ojos al liberal escéptico y cauteloso que se atrevía a dialogar con cierta visión del socialismo.

Mill no era un pensador economicista (también se preocupó de pensar la moral y la política en un contexto de economía de mercado), pero sus detractores del siglo XX sí lo eran en la medida en que su única política era la reducción del Estado. Ese rechazo agresivo al Estado (el típico rechazo de los creyentes) ha desembocado, como hemos visto en los últimos años, en una anti–política que vacía de contenido a las democracias liberales.

Fueron los profetas intelectuales de eso que llaman neoliberalismo quienes primero se ocuparon de establecer distancias con una filosofía como la de John Stuart Mill. Esa demarcación claramente establecida por ellos, los situaba como ejemplos de un liberalismo moderno, un neo-liberalismo que fijaba ciertas diferencias respecto a determinados clásicos de su tradición.

La intelectualidad de izquierda ha hecho suya una distinción que nació conceptualmente en el mismo seno del campo liberal, como resultado de una pugna entre un liberalismo clásico que supuestamente había terminado claudicando ante el Estado y un liberalismo puro, renacido, que recobraba sus autenticas raíces en la defensa acérrima del mercado libre.

Negar estas diferencias y estas contradicciones me parece absurdo. Solo en un plano abstracto cabe observar a los partidarios del individualismo como una tendencia sin grietas ni conflictos. De ahí que, a partir de sus diferencias declaradas, puedan hacerse subdivisiones analíticas en el campo de los liberales. Da igual que quienes participaron en la Mont Pelerin Society no se hayan puesto la etiqueta de neoliberales, en la práctica lo fueron al plantear un retorno a las esencias del libre mercado y el estado mínimo en contra de un liberalismo que, según ellos, había perdido el rumbo. Aquí no estamos ante un grupo de intelectuales que solo plantease una aplicación distinta del mismo pensamiento, querían limpiarlo de malas yerbas y convertirlo en un ariete ideológico adaptado a los tiempos de la guerra fría.

No es coherente pedir a los adversarios ideológicos que no simplifiquen nuestras ideas mientras nosotros, al mismo tiempo, caricaturizamos las suyas.

Lo paradójico es que Hernández también caricaturiza su mismo pensamiento al construir una imagen plácida, sin errores, sin conflictos, de las ideas que defiende. Es tal su confianza que no admitiría la existencia de una crisis profunda en el campo de los valores y los conceptos que ha hecho suyos.

¿Cómo caricaturiza Hernández a sus adversarios ideológicos? Lo hace así: Estos bobos, nos viene a decir, como no se ponen de acuerdo a la hora de definirlo, afirman cualquier cosa sobre el asunto.

El acuerdo es muy raro en el universo del análisis teórico de los fenómenos económicos, políticos, culturales. Siempre existen al menos dos teorías que compiten en su intento de explicar un hecho significativo. A veces, en el seno de una misma teoría se gestan diferencias interpretativas. Este desacuerdo, si es reflexivo, da pie a que se digan muchas cosas, pero no necesariamente cualquier cosa. A veces las ramas impiden ver el bosque y si en algo coinciden los críticos del neoliberalismo es en imputarle ceguera ética a la hora de valorar los efectos sociales dramáticos que tienen algunas de sus medidas económicas. Esa ceguera también se extiende al territorio de su visión política: los neoliberales no solo es que propugnen por cualquier variante de un Estado mínimo, para que sus previsiones se cumplan requieren, a la larga, de una política democrática mínima que no estorbe a los mecanismos del mercado. Estaríamos, pues, ante una variante burguesa del economicismo que convierte en un “teatro” el aparataje filosófico e institucional de “la democracia”.

El liberalismo no es un ideario, es un conjunto de idearios que puede coincidir en ciertos principios básicos pero que puede discrepar –como demuestran Mill y Hayek– en la forma de conceptuarlos y aplicarlos. Que dichos idearios no se conviertan en recetas no depende tanto de su configuración racional como del uso que les den los grupos liberales históricamente existentes. Me pregunto si los liberales salvadoreños realmente existentes son avezados promotores del debate y sujetos libres de distorsiones ideológicas. Lo dudo mucho. Las bondades de una teoría no se transfieren mecánicamente a quien la usa o aplica.

Lo irónico es que ciertas aplicaciones del pensamiento neo-liberal, aunque aplaudan retóricamente los debates, los vacían de determinación política. Esa disociación entre lo que se pregona y lo que se hace es ideológica.

Se pueden tener distintas maneras de aplicar la teoría, pero el problema es si existe un diálogo lúcido entre las aplicaciones y sus fundamentos filosóficos que permita que estos últimos sean modificados o revocados, si es mayor el daño que causan que el beneficio público que producen. Hay que reconocer que ciertos principios neoliberales, al ser aplicados, han tenido efectos dañinos en la cohesión social. Y a pesar de los datos en contra, tales principios siguen gozando de prestigio en ciertos grupos de poder. Ese cerrarse a la experiencia incomoda (tildándola de mal menor, aunque ese mal menor suponga que millones de personas serán lanzadas al abismo del desempleo y la pobreza) demuestra que la presunta flexibilidad neoliberal puede convertirse en un puño de hierro y petrificarse ideológicamente.

Nuestro joven retórico y ocasional poeta sigue preso del optimismo con que los liberales vivieron los años ochenta y noventa del siglo pasado. Todavía cree que las paredes del muro de Berlín aplastaron por completo a Marx y elevaron a Hayek al cielo de las verdades indiscutibles. Esa época ya pasó. Estamos en el 2013, en el sexto año de una larga crisis capitalista. Han cambiado tantas cosas, excepto algunos liberales que siguen viviendo en la pasada gloria de aquellos tiempos en los que gobernaban Thatcher y Reagan.

John Gray, antaño un intelectual mimado por los neoliberales, ya no ve a Stuart Mill como un peligro para la tradición liberal ni considera que Marx esté completamente muerto. Gray admite su cambio y recalca que los tiempos han cambiado. Quien tiene ideas, y no un ideario, se desentiende de los ismos y privilegia la inteligencia que es capaz de volverse, si es necesario y lo impone la razón, contra pensamientos que apoyó. Gray continúa siendo liberal, pero ha pasado del credo a la autocrítica. Ha roto con aquella filosofía de la historia en la cual el mercado sin restricciones era el destino inevitable, natural, evolutivo de todas las sociedades en el mundo contemporáneo y también se ha posicionado, con algunos matices, en contra de los adeptos doctrinarios de Hayek.

Esto dice ahora el pensador inglés: “Si el liberalismo tiene futuro como filosofía política, este futuro se nutre en la tradición intelectual que transcurre desde J.S. Mill hasta Isaiah Berlin, no en el liberalismo clásico - el liberalismo de Adam Smith o Lord Acton - que Hayek buscó resucitar”.

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