Opinión /

Aprender de las hormigas


Miércoles, 1 de enero de 2014
Sergio Ramírez

En sus tiempos de tupamaro, aquel treintañero registrado en las fichas policiales como José Alberto Mujica Cordano, se entregó a la vida clandestina para buscar cómo cambiar el mundo desde las catacumbas. Participó en acciones guerrilleras espectaculares, resultó herido de seis balazos en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, salía de la cárcel y lo volvían a meter, logró fugarse dos veces, y sus años en prisión vinieron a ser quince en total. La dictadura militar lo declaró rehén dentro de la cárcel, de modo que en cualquier momento podía ser ejecutado en represalia de lo que sus compañeros hicieran en la calle.

Lo encerraron en un pozo subterráneo, donde apenas tenía espacio para moverse, tan aislado del mundo que era fácil perder el sentido del tiempo y de la realidad. A veces podía leer fragmentos de periódicos de los que le daban para ir al excusado, y entonces atisbaba, como a través de una rendija, algo de la vida que bullía afuera, aunque se tratara de anuncios clasificados o una cartelera de cine. Su única compañía eran unas ranitas a las que daba de comer miguitas de pan. Y allí descubrió que las hormigas gritan. Si uno tiene la constancia, y la paciencia, de llevárselas al oído, es capaz de escucharlas. Para esos experimentos tenía todo el tiempo del mundo, y también para tratar de fijar en la memoria fragmentos de libros leídos años atrás.

En la novela El conde de Montecristo de Alejandro Dumas, Edmundo Dantés sufre en las mazmorras subterráneas una suerte parecida, y cuando al fin logra la libertad, ya en sus manos el tesoro que lo hará rico y poderoso, su dedicación sagrada es la venganza. Arruinar y afligir a quienes lo habían enviado a prisión. Y entonces aprende que el desquite es una pasión que nunca se sacia. En las novelas, donde se vive un mundo de posibilidades infinitas, el escritor sabe que el camino de la venganza está lleno de atractivos para el lector, que siempre quiere ver a los malvados castigados a cualquier precio, y que la justicia triunfe aunque sea de manera inicua. En la vida, hay otras escogencias que son las que al final perduran porque tienen una sustancia ética, y es esa la sustancia de la que están hechos los verdaderos estadistas.

Cuando un viejo guerrillero, un día encarcelado y humillado, llega al despacho presidencial porque ha sido electo por el voto popular, debe saber que la venganza sólo puede ser un estorbo para gobernar por encima de las pasiones, las propias y las ajenas, así que el primer paso es desterrarlas, la primera de ellas el sentimiento de venganza. Es lo que ocurrió con Nelson Mandela, y lo que ocurre con José Mujica, el presidente de Uruguay. Y si nos quedamos en la vecindad, allí está la antigua guerrillera Dilma Rousseff, la presidenta del Brasil, encarcelada y torturada, y Michele Bachelet, que vuelve a la presidencia de Chile, su padre asesinado por la dictadura de Pinochet.

La venganza personal desde una alta posición de poder, en contra de quienes un día encarcelaron, vejaron y torturaron al que ahora manda, es un acto que se coloca lejos de la perspectiva de un estadista obligado a ver el todo de la sociedad, y el futuro de esa sociedad, y resulta a la postre en un acto mezquino. Pero la venganza tiene un campo de acción más amplio, y más peligroso. La venganza de clases, resultado del odio de clases, que a su vez resulta de la lucha de clases.

Mujica declara sin tapujos que cuando empuñó las armas lo hizo porque luchaba por una sociedad sin clases, por establecer en Uruguay la dictadura del proletariado. Hoy, sentado en la silla presidencial, menos cómoda que el taburete en su casa de Rincón del Cerro, donde vive como el modesto finquero que siempre fue, declara también, igualmente sin tapujos, que no cree en ninguna clase de dictadura, ni siquiera en la vieja y obsoleta dictadura del proletariado.

La venganza no es más que uno de los aspectos de la personalidad de Edmundo Dantés. Destella como una joya maligna con resplandores de justicia, pero en el alma del personaje se hace acompañar de la soberbia del poder, del orgullo, y de la arbitrariedad. Si soy rico, si soy poderoso, y antes me humillaron y encarcelaron, mi única manera de tener paz es hacer justicia por mi propia mano, viene a ser la lección de este prisionero al que tomamos como héroe porque sacia nuestro propio apetito de venganza.

Nuestros caudillos latinoamericanos, de la vieja y de la nueva cosecha, parecen haber sido mejores lectores de El conde de Montecristo que de El espíritu de las leyes de Montesquieu, pues fueron y han sido capaces de establecer la arbitrariedad como sistema; un sistema que destruye las instituciones porque parte de la voluntad personal y no del interés de la nación. El poder que satisface los instintos, y no los ideales.

Pero hay algo de por medio que conviene no descuidar. La dictadura militar en el Uruguay rompió la tradición institucional, firmemente asentada en una cultura cívica que a su vez se fundamentaba en un sistema escolar de alta calidad. Una vez que se restableció la democracia, las instituciones estaban allí y sólo hacía falta echarlas a andar de nuevo. De modo que Mujica es hijo de esa tradición que hoy sirve para cimentar sus propias ideas de cambio y renovación, en busca de convertir a su país una nación moderna y equitativa. Un socialista íntimamente cercano a la democracia y lejano a los eslóganes.

La cárcel y las salas de torturas no son necesariamente purificadoras. Un prisionero puede llegar a ser un estadista, como José Mujica lo ha demostrado, pero tiene que haber aprendido a entender lo que le dicen las hormigas y las ranitas en lo hondo del pozo. Jamás malinterpretarlas, o malversar sus voces. En eso consiste, en verdad, la sabiduría.

Masatepe, diciembre 2013.

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