Opinión /

Reflexiones sobre la revolución sandinista


Lunes, 3 de marzo de 2014
Dora María Téllez

La escritora Marguerite Yourcenar en el Cuaderno de Notas a su novela ”Memorias de Adriano”, afirmó que la vida humana se define por tres líneas que en su recorrido se aproximan y se distancian: lo que un hombre ha creído ser, lo que ha querido ser, y lo que, fue. Las reflexiones sobre la revolución sandinista pueden ser realizadas siguiendo ese mismo modelo.

Mi perspectiva tiene que ver con mi pasado y mi presente. Yo tuve el privilegio de participar en el proceso revolucionario nicaragüense y lo hice convencida que era lo necesario y lo mejor para Nicaragua, para el pueblo nicaragüense.

Empeñé parte importante de mi juventud en ello, antes y después del triunfo de la revolución sandinista. Y he dedicado mucho del tiempo de mi vida adulta al activismo político.

Soy tercamente optimista y tengo una resistencia biológica a pensar siquiera que todo aquel esfuerzo de miles y miles de jóvenes en mi país, en Guatemala y en El Salvador, fue inútil. Como historiadora, estoy obligada a revisar y revisar, pensar y repensar, los acontecimientos de los años setenta y ochenta, con la mayor objetividad posible. Mis reflexiones, tienen pues, esa doble inclinación, esa tensión emocional y racional.

Hace un par de años, en 2011, el sociólogo centroamericano Edelberto Torres Rivas, publicó un texto en el que analiza las revoluciones centroamericanas y sus resultados. “Revoluciones sin cambios revolucionarios” se llama el libro. Su título, provocativo, nos llama al análisis sobre los objetivos, alcances, cambios y persistencias en el tiempo de las revoluciones centroamericanas de las últimas décadas del siglo XX.

Torres Rivas coloca muchos puntos sobre la mesa para un debate a profundidad. En esta conferencia, se pretende continuarlo, con una perspectiva, incluso, inter-generacional. Yo haré mis comentarios sobre algunos de los resultados de los cambios realizados durante esos años y sobre algunos problemas actuales de la memoria.

La revolución deseada y la realidad

Frecuentemente, en el andar político, me encuentro a antiguos combatientes revolucionarios. Con algunos de ellos compartí días y noches en la montaña, en la clandestinidad en las ciudades o en la lucha insurreccional. Muchos de ellos están llenos de tristeza y decepción por los resultados de aquel proceso revolucionario al que entregaron lo mejor de su juventud. Otros decepcionados, lamentan los muertos, los héroes y los mártires, su sacrificio.

Fuimos a la lucha revolucionaria animados por una utopía. Queríamos derrocar a una dictadura familiar, liquidar su sistema político, cambiar el modelo económico y social. Teníamos una respuesta: construiríamos el socialismo, seguros que lograríamos tomar el cielo por asalto.

Al final de la década del setenta logramos el derrocamiento de la dictadura somocista y durante los años ochenta, Nicaragua inició un proceso de cambios trascendentales en su vida política, económica y social.

Durante setenta años del siglo XX, el rumbo que había tomado país fue determinado, primero, por la ocupación de los Estados Unidos hasta mediados de los años treinta y después por más de cuarenta años de dictadura somocista. El sistema político, el modelo económico y social, establecido no había estado, jamás, abierto al debate nacional.

Con el triunfo de la revolución se abrió esa discusión largamente postergada. Cada fuerza política y social del país, que había coincidido en la necesidad de salir de la dictadura, tenía una respuesta diferente a las preguntas sobre el futuro de Nicaragua, su sistema político, económico y social, el papel del Estado en la sociedad, la naturaleza de las fuerzas armadas, los sujetos sociales que tendrían el papel protagónico y privilegiado en ese modelo.

Si bien es cierto, que el sandinismo había planteado como fundamentos del programa de reconstrucción nacional, el pluralismo político, la economía mixta y el no alineamiento, éstos no habían sido y nunca lo fueron completamente, asumidos, como el rumbo deseado de la revolución, sino como una necesidad táctica, que se convirtió en definición estratégica con la promulgación de la Constitución en 1987.

La revolución transitaba por un camino sorprendente que no se parecía a lo sucedido en Cuba o a lo que habríamos podido suponer o aspirar en 1979, cuando la ruta al socialismo aparecía más clara.

Aquella tensión entre los modelos mentales de la revolución deseada y la realidad se mantuvo durante toda la década y fue evidente en todos los terrenos.

A la par de la inevitable realidad del pluralismo político, había una inercia monopartidista que hacía sentir su peso en la sociedad y en el Estado y que no menguó, en general, con las elecciones de 1984. La creación del sistema nacional único de salud suponía, no solamente la concentración de los servicios estatales en una institución, sino la eliminación de los servicios privados de salud, objetivo que ya a mediados de la década era claro que no era posible, ni deseable. El sistema debía concentrarse en quienes lo necesitaban.

Si en algunos aspectos, la contradicción intrínseca entre lo deseado y lo posible, no constituyó mayor problema; en otros, si operó como freno para realizar transformaciones con mayor profundidad en el sistema político.

El sistema político establecido en la Constitución de 1987, no rebasó los límites del sistema representativo tradicional y la circunstancia de la guerra, sirvió de base para establecer una concentración de poder en la figura del presidente de la República. Y aunque se definió que el sistema era una democracia representativa y participativa, solamente fueron definidas las instituciones de la primera, dejando en el tintero la enorme riqueza de las experiencias de la participación popular en esos años.

En 1990, el FSLN perdió las elecciones y debió entregar el poder. La revolución no había perdido la guerra con las fuerzas contrarrevolucionarias animadas y financiadas por los Estados Unidos, pero tampoco la había ganado. Un proceso de negociaciones había conducido al adelanto de las elecciones de 1990 para establecer la paz política en el país.

Aquellos resultados no eran los deseados. Estaban lejos de serlo. Por primera vez, en la historia de Nicaragua, un partido político en el poder perdía unas elecciones y, peor aún, lo entregaba. Era muy difícil reconocer que ese momento consagraba un gigantesco aporte que la revolución sandinista hacía al país. En lo sucesivo, las diferencias en el rumbo político, económico y social podían y debían resolverse en el debate político y mediante la decisión del pueblo.

El debate se oscureció, pues esas no eran unas circunstancias normales. Las administraciones Reagan y Bush, habían apretado la tuerca a fondo con una guerra de baja intensidad, causante de muchos y grandes problemas económicos. Fue difícil reconocer que las contradicciones más relevantes del modelo en el ámbito político y social habían causado una resistencia política creciente, en particular, en el campo.

En ese momento crucial comenzó la frustración y el desánimo, en especial de los sectores que estaban colocados decididamente al lado del sandinismo. La revolución no era eterna. ¿Cómo ver en aquella derrota, un éxito estructural y estratégico, un aporte sustancial a la vida política pacífica de Nicaragua?

La democracia electoral, unas elecciones limpias y bastantes competitivas, aunque resultaran en una derrota, no podían ser vistas como un valioso legado de la revolución.

Y aunque los gobiernos sucesivos debieron actuar en el marco de la Constitución de 1987, la derrota electoral del FSLN fue sentida, por un sector importante de la sociedad, como una derrota de la revolución. La revolución se asimilaba así no con lo que había establecido en materia de derechos políticos, económicos y sociales, sino con el ejercicio del poder del FSLN.

La mayor parte de quienes habían sido protagonistas de la revolución sandinista se quedaron con la sensación de tener las manos vacías. Y aunque impulsamos cambios decisivos, fundamentales, en la consciencia y la organización social, en la naturaleza de las fuerzas armadas y de policía, sin los que no puede entenderse la Nicaragua actual, quedó la impresión que, al perder las elecciones, todo se había perdido.

Es que, la democracia electoral, que de acuerdo a Edelberto, es el mayor legado de los procesos revolucionarios centroamericanos, fue en Nicaragua, un resultado no deseado. A diferencia de El Salvador o Guatemala, en que la posibilidad de la alternancia en el poder ha sido, claramente, un resultado de las luchas revolucionarias y de los acuerdos de paz, y es una intensa aspiración de las fuerzas de izquierda que han visto la posibilidad de ascender al poder mediante elecciones limpias y competitivas.

Las luchas revolucionarias centroamericanas inauguraron el siglo XXI. No puede haber veto a la existencia de fuerzas de izquierda y a su acceso al poder. Vetos, que no son tan antiguos. Hace unos meses, la cabeza militar de los golpistas hondureños alegaba que el golpe obedecía a que no podía permitirse el poder a una fuerza de ideología de izquierda.

Las luchas revolucionarias inauguraron la transición a la democracia. Una realidad distinta de la utopía socialista, que en la variante aprendida, incluía el monopartidismo y la justicia social.

Tal vez, la falta de asimilación profunda de los verdaderos y valiosos alcances de la revolución sandinista, junto a procesos de descomposición y desmedidas ambiciones de algunos antiguos revolucionarios, es la razón por la que no solamente no se ha avanzado en la profundización de la democracia en Nicaragua, sino que se ha producido un giro hacia el modelo somocista de concentración de poder familiar, autoritarismo, continuismo, coerción, pactos y prebendas, alineamiento de las fuerzas armadas y policiales al interés de poder de una familia, fraudes electorales y corrupción.

La persistencia del pasado

Desde el FSLN, actualmente, se impulsa un modelo económico que abona a la concentración de riquezas en pocas manos y la creación de nuevos grupos económicos oligopólicos pegados al poder, mientras, las políticas públicas para la promoción de equidad han sido completamente desplazadas por las acciones clientelistas y fachadistas.

En Nicaragua, treinta y cinco años después del derrocamiento de la dictadura somocista, se evidencia la persistencia del pasado. Creíamos que habíamos derrotado a la dictadura, pero solamente se trataba de sus expresiones institucionales, no del modelo político, que ha demostrado tener una fuerza, una capacidad de persistencia y de encarnar, incluso, en algunos de sus viejos enemigos, que optaron por adaptarse al viejo modelo, al viejo modo de hacer política, el del somocismo, un lenguaje y unos códigos conocidos. La renuncia al cambio político, económico y social, por la continuidad, el continuismo en el poder.

Desde el poder, entonces, se hace un trabajo para forjar una memoria de la lucha revolucionaria, del período revolucionario, que coadyuve al culto a la personalidad de Daniel Ortega y su esposa, con el objetivo de legitimar el modelo de poder político establecido. Ortega aparece ahora en los murales oficiales presente en todos los frentes de guerra, dueño del don de la ubicuidad. De su esposa se hacen circular imágenes en uniforme militar para cultivar una imagen de combatiente guerrillera, que no se corresponde a la realidad.

Se trata de impulsar, desde el poder, una construcción de memoria que alude a los cambios deseables, que durante un tiempo ha encontrado eco en parte de los sectores que fueron marginados durante los años noventa, mientras la práctica política se contradice claramente con ella.

Pero, los problemas de la memoria en Nicaragua, son aún más profundos. A diferencia de Guatemala y El Salvador no hubo justicia transicional. En el país, después de los conflictos, ha habido arreglos y pasamos la página. No hay un monumento, un sitio, un lugar, un museo que pueda representar, conmemorar a quienes, desde todos los lados, pagaron un precio por las puertas que se abrieron. Cada quien guarda sus duelos, sus muertos, sus lesiones y camina con ellos.

No hay una memoria, sino diversas. En Nicaragua, es importante también, la que tiene que ver con los alcances de la contrarrevolución, que tenía objetivos políticos y no necesariamente adversaba las aspiraciones sociales de la revolución. Es la memoria de quienes constituyeron parte de la base social de la “contra”. Otras lecturas de la realidad y de la historia, que vale la pena investigar, procesar, analizar.

Los debates, las reflexiones sobre la revolución son frecuentemente hechos por destacados investigadores, publicados en inglés y algunos con traducciones en español. Su divulgación en Nicaragua está, desdichadamente, limitada a estos últimos.

En un par de instituciones se realiza un esfuerzo de recopilar evidencias, papeles, videos, música, testimonios orales y escritos. En el Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica y en el Centro de Historia Militar, cuyo uso se ha restringido en los últimos años.

Todo trabajo que se haga para resguardar los archivos documentales, sonoros o visuales de la memoria de los pueblos centroamericanos, es bienvenido. Pero, es necesario y ahora, dichosamente posible, que todos esos materiales puedan estar disponibles en sitios en internet accesibles al público y a los investigadores centroamericanos y de todas partes como una contribución al debate permanente que nos pueda dar, cada vez más, una visión más integral sobre los procesos políticos y sociales que vivieron las sociedades centroamericanos en las décadas de los setenta y ochenta. Una reflexión, un análisis, un debate que nos ayude a reconstruir las tres líneas de la revolución sandinista: lo que quisimos que fuera, lo que hemos creído que fue y lo que fue.

*La autora fue comandante sandinista y ministra de Salud del primer gobierno revolucionario. Actualmente es dirigente del Movimiento de Renovación Sandinista.El presente texto fue leido en una conferencia en la Universidad de Texas, en Austin, el pasado 19 de febrero, y publicado originalmente en Confidencial.

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