Opinión /

Maras y narcotráfico


Miércoles, 19 de marzo de 2014
Juan Carlos Garzón

En la página cinco de uno de los principales diarios del país se puede leer el siguiente titular “Seis personas capturadas con cocaína en Ahuachapán”. La extensa nota describe uno de los operativos realizados por la Policía Nacional Civil. El resultado: la incautación de 1 kilo de cocaína. No hay certeza del destino que tenía la droga. Puesto en Estados Unidos este pequeño cargamento podría ascender a US$25.000, en el mercado local US$12.000. Las personas capturadas no tienen apariencia de pandilleros. Son hombres adultos de procedencia rural, que emprendieron un viaje desde Guatemala u Honduras para venderla en el mercado local, o si tienen suerte pasar la frontera y aumentar su valor.

¿Por qué la incautación de 1 kilo de cocaína merece una página completa en uno de los principales diarios en un país como El Salvador? De acuerdo con el más reciente informe del Departamento de Estado de los EE.UU en 2013 las autoridades incautaron 664 kilos de cocaína, aproximadamente el doble de lo registrado en el 2012. Para tener puntos comparación, en Honduras en 2013 fueron incautadas 1.7 toneladas métricas y en Guatemala un poco más de 4mil kilogramos.

El papel marginal de El Salvador como corredor de las drogas – en comparación con sus vecinos del Triángulo Norte – y la estrechez de su mercado local (en un país de un poco más de 6 millones de personas), contrasta con los informes y titulares que advierten sobre la peligrosa alianza entre los carteles y las maras alrededor de este lucrativo negocio – al menos en este país. En el terreno, la realidad es mucho más compleja y contrasta con las parábolas que se refieren a las maras como el próximo cártel.

En términos de la economía global de las drogas, la pequeña nación centroamericana es una “tienda de barrio” en donde el microtráfico y el narcomenudeo no resultan ser mucho más importante que la extorsión. En cuanto al tráfico, El Salvador es una “atajo” controlado por estructuras criminales locales que obtienen recursos suficientes para ejercer poder local, apoyados por funcionarios e instituciones del Estado. Su papel como ruta es secundario, aunque suficiente para poner en aprietos a las autoridades, ejercer violencia y comprar funcionarios.

La verdadera importancia de El Salvador no radica en sus rutas de tráfico o la venta local de drogas – dos actividades en las que podrían involucrarse las maras -, sino en su papel en el lavado de activos. Como señala el comisionado Howard Cotto, quien dirige la Comisión Nacional Antidrogas, lo importante en El Salvador no es tanto la droga que sube sino el dinero que baja y que se queda para ser lavado en una economía dolarizada. “Este es el banco del narcotráfico”, asegura el Jefe de la Unidad de Crimen Organizado de la Fiscalía de El Salvador, Rodolfo Delgado. Por esa razón las organizaciones criminales prefieren no calentar la zona, ni llamar la atención.

El ruido generado por la tregua y el monólogo de las maras como explicación de los problemas del país han opacado el verdadero rol que tiene El Salvador para los traficantes. Por esta razón es importante aclarar las dimensiones locales del narcotráfico y su vínculo con las maras, el cual pasa por su relación con el territorio y el consumo local.

La dimensión local: microtráfico y narcomenudeo en El Salvador

Hasta hace unos años – no hay certeza desde hace cuánto - la distribución local de drogas para suplir la demanda local estaba en manos de organizaciones de micro-traficantes locales que se encargaban de su distribución en los barrios y colonias. A medida que fueron ganando presencia y control territorial las clicas comenzaron primero cobrando una suerte de impuesto a los distribuidores y recientemente algunas de ellas empezaron a vender directamente la droga en las calles. En algunos territorios aún se encuentran vendedores de esquina, que buscan hacerse el día con la venta de marihuana o algunas piedras (“crack”).

En términos relativos El Salvador es un mercado pequeño, cuya demanda se satura sin mucho esfuerzo. Aunque no hay información reciente sobre el consumo de drogas, las encuestas disponibles – realizadas a estudiantes universitarios y de secundaria – señalan que la marihuana es la droga con mayores niveles de consumo, seguida por los inhalantes y de lejos por la cocaína y el “crack”. No es común encontrar cocaína para la compra en las calles – es un lujo poder tener una raya del polvo blanco sobre la mesa. Su distribución se reserva para lugares como la denominiada “Zona Rosa” en San Salvador, turistas o clientes con medios suficientes para pegarse un pase en alguna fiesta o playa el fin de semana.

Una vez entra un kilo de coca al mercado local, este es dividido en siete partes, que a su vez son fraccionadas en tres o cuatro porciones que son mezcladas con toda clase de productos para obtener lo que se vende en la calle: piedras (“crack”). De acuerdo al comisionado Cotto, de un kilo de cocaína se pueden llegar a obtener hasta 55.000 piedras. La matemática es sencilla: cada piedra es vendida en la calle por un dólar, por lo que con un kilo se ganan US$55mil dólares. El problema en este caso es que los números exceden la realidad; en El Salvador no es fácil encontrar tantos compradores.

De un tiempo para acá los transportistas y las organizaciones locales comenzaron a recibir pagos en especie. Por cada 100 kilos de cocaína, provenientes la mayoría de Honduras y El Salvador, se estima que dos se quedan en El Salvador. Parte de esta mercancía reemprende la ruta hacia el norte – destino Estados Unidos - a través del tráfico hormiga; otro tanto se queda para ser distribuida en el mercado local. Hay poca información sobre quién se encarga de la distribución y quiénes son los intermediarios, aunque algunas versiones señalan que algunas clicas estarían ocupando cada vez más espacio en el tráfico de pequeñas cantidades. De esta manera ha ocurrido en lugares como Sonsonate, Santa Ana, Chalatenango, La Libertad y San Salvador.

Las pandillas ejercen presión en el mercado local de las drogas a través de dos fuerzas: una que emerge desde abajo que y comienza a apropiarse de la venta al detalle, y otra que viene desde arriba y que apuesta a la intermediación entre las organizaciones de traficantes y las clicas. Su papel en el tráfico transnacional de drogas continúa siendo marginal – al menos en lo que respecta a El Salvador. Aunque hay alguna evidencia que indica la existencia de relaciones entre algunos líderes de la MS-13 y el Barrio 18 con estructuras de narcotráfico mayores, lo cierto es que los pandilleros no dejan de ocupar un papel de “segundones” en la economía criminal de las drogas.

Las maras son organizaciones complejas atravesadas por jerarquías pero también por relaciones horizontales entre las clicas. Si bien la verticalidad ha sido funcional para hacer cumplir una tregua que ha provocado una baja drástica en los homicidios, no aplica en lo que tiene que ver con el sostenimiento local de las pandillas. De acuerdo con el comisionado Cotto, cada clica tiene niveles importantes de autonomía para manejar sus recursos, procurar su subsistencia y manejar sus rentas. Esta es una de las razones por las cuales es difícil que las extorsiones hagan parte de cualquier acuerdo. Más complicada aún resulta la idea de la formación de una compleja red criminal que logre tomar control de eslabones claves del tráfico de drogas – arrebatándole el papel a los transportistas y traficantes.

Redimensionando la relación maras – narcotráfico

La relación de las maras y el narcotráfico existe, pero no hay que sobredimensionar sus nexos. La idea del papel creciente de las clicas y sus líderes en la economía criminal de las drogas termina siendo una cortina de humo para ocultar el rostro de organizaciones mayores, la complicidad de funcionarios y el lavado de dinero. Sobre esto, poco se habla. Es raro encontrar páginas enteras de diarios o investigaciones periodísticas que develen las redes ilegales que penetran las instituciones, el marcado y la economía legal.

Como suele ocurrir en el mundo criminal, la distancia entre los líderes y la base es abismal. De ahí la importancia de separar los presuntos vínculos de miembros de las pandillas y el involucramiento de las clicas con el narcotráfico. Las generalizaciones suelen derivar en respuestas uniformes a un fenómeno diverso, reforzando el estigma que recae sobre cientos de jóvenes que son parte de las maras – la imagen del pandillero como “enemigo” de la sociedad. Este sesgo ha sido asumido por las políticas de seguridad basadas en la represión, que suelen dirigir su atención sobre los eslabones más débiles de la cadena, mientras que los peces gordos operan bajo la impunidad.

En cuanto al problema de las drogas en El Salvador, probablemente la presión de las maras sobre el mercado local, la sobreoferta de drogas –, así como las limitadas respuestas del Estado, plantean un escenario preocupante en cuanto a la oferta de drogas y su posible crecimiento. Por ahora el debate hemisférico sobre la política de drogas ha pasado de largo.

La historia del narcotráfico y su verdadera influencia en el país está por escribirse; mientras tanto, la amenaza de las maras seguirá siendo la muletilla para explicar la violencia y el crimen en El Salvador.

*Juan Carlos Garzón es politólogo colombiano, con maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown. Actualmente Global Fellow del Woodrow Wilson Center.

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