Élmer L. Menjívar
Una zambullida a lo que parece ser el regreso de las grandes epopeyas bíblicas que tienen un larga y rentable tradición en la historia del cine. Se trata de una película espectacular y mucho menos mentirosa de lo que parece, pero que no se atreve a meterse en aguas profundas.
La última superproducción bíblica en el cine había ocurrido hace 10 años: aquel homenaje gore que Mel Gibson le rindió a Pasolini y a Bergman con La pasión de Cristo, que se estrenó en El Salvador el 19 de marzo de 2004, casi un mes después de su estreno en Estados Unidos. Pero cualquier aspirante a cinéfilo sabe que la época de oro del cine bíblico dejó escrito en piedra el nombre de Cecil B. DeMille con todas esas películas que llegan puntuales cada Semana Santa a las pantallas de la televisión local: El rey de reyes (1927), El signo de la cruz (1932), Sansón y Dalila (1949) y las dos versiones incomparables entre sí de Los diez mandamientos (la casi olvidada de 1923 y, seguramente la que usted ha visto, la de 1956, con Charlton Heston).
Hay otros devotos de este negocio, como Michael Curtiz, quien estrenó su El arca de Noé en 1928 aunque la había terminado de rodar en 1926, pero justo ese año el sonido inundó súbitamente el cine y no había modo de sobrevivir en esas aguas sin pronunciar las palabras, así que tardó dos años más en adaptar el producto final. Luego John Huston corrigió la plana con su monumental La Biblia (1966), donde hubo Arca, diluvios y más antecedentes y más consecuencias. También hubo otras más libérrimas provenientes de la literatura contemporánea, como Quo Vadis? (1951), de Mervyn LeRoy, o Ben-Hur (1959), de William Wyler. Esta última es una de las tres películas que más premios Óscar ha ganado en la historia del cine -11 estatuillas-, al igual que Titanic (1997) y El señor de los anillos: el retorno del rey (2003). Por no dejar a Quo Vadis? sin anécdota, les cuento que antes de elegir a Deborah Kerr para el papel protagónico de Ligia, los estudios rechazaron a tres jóvenes actrices porque nadie las conocía: Elizabeth Taylor, Audrey Hepburn y Lana Turner.
Perdonarán tanta estación para llegar a este Noé recién tirado al agua por Darren Aronofsky, pero me resulta imposible hablar del cine sin calentar historia. Además, ojalá que hacer el repaso por estos títulos haya hecho que su memoria rescate la estética que nació y se reprodujo gracias a estas películas: me atrevo a decir que las imágenes que aparecen en nuestra mente al pensar en alguna escena de la Biblia son construidas a partir de esta estética.
Mientras Mel Gibson radicalizó esta estética con una versión original en arameo, con vestuario de tejidos fabricados a la usanza del año 33 D. de C. y otras obsesiones historiográficas, Aronofsky elaboró el concepto de su Noé para sorprender al espectador precisamente rompiendo radicalmente con aquella estética. No sé yo qué tanto aporte cinematográficamente una premisa como esa, lo cierto es que las sorpresas esconden la posibilidad de no ser gratas.
Ver aparecer a Noé (Russell Crowe), los suyos y los otros como salidos del catálogo de la última temporada otoño/invierno de Pull and Bear fue un duro bofetón; sin embargo, reconozco que la coherencia intrínseca del conjunto visual de la producción hace lo suyo, normaliza la anomalía cognitiva y, en efecto, nos introduce en un contexto semiótico en el que fluye narración: Aronofsky está reinterpretando estéticamente el texto bíblico así como en su momento lo hicieron los pintores, escultores y directores de cine en distintas épocas. Él tiene su derecho, pero claro, nadie tiene la obligación de que le guste.
Se trata de una película de 2 horas con 15 minutos y estamos hablando de cuatro capítulos de la Biblia, del seis al nueve del Génesis, aunque Noé nace cuatro versículos antes de que termine el capítulo cinco. Son, en la versión Reina-Valera, 2,423 palabras, un poco más de cinco páginas tamaño carta, en Arial 12 y a espacio simple.
La ventaja creativa (para bien del cine) es que la Biblia es un libro, por así decirlo, ejemplar en la economía de lenguaje y abundante es figuraciones, describe pocos los detalles de lo que no lleva mensaje, y deja abiertas muchas puertas para entrar a interpretaciones contextuales varias. Por ejemplo, su letra nunca especifica el lugar exacto de los acontecimientos post Edén. Ahí entra Aronofsky a proponer después de haber bebido de otras fuentes (entre las que seguro está NatGeo, Discovery Channel y los estudiosos de estos asuntos), y lo primero que hace es huir del desierto natural de Cecil B. DeMille y nos ubica en una tierra exuberante pero arrasada por la maldad del hombre, un efectivo recurso narrativo que enfatiza el tono vegano-ecologista de este relato.
Además de las sotanas, Aronofsky también evita las barbas y las canas, a pesar de que cada uno de la mayoría de personajes sobrepasan la actual edad de jubilación salvadoreña por unos 450 años. Pero el director podría tener una coartada en el mismo texto, pues junto con el diluvio, el Creador también decidió reducir drásticamente la caducidad de su creación humana que ha demostrado que entre más años pasa viva más se corrompe, entonces el límite de edad quedó rondando los 120 años. La edad en esos años se aguantaba mucho mejor que hoy en día por la dieta de entonces, la casi nula contaminación y, por supuesto, por el ejercicio inevitable que implicaba ganarse cualquier cosa con el sudor de la frente.
Pero hay una queja en la que una gran mayoría coincide: la exageración máxima, el abuso: esos gigantes de piedra, Los Vigilantes. Pero resulta que los tales gigantes también están en el texto bíblico, en Génesis 6:4 [“Había gigantes en la tierra en aquellos días, y también después, cuando los hijos de Dios se unieron a las hijas de los hombres y ellas les dieron hijos. Estos son los héroes (valientes) de la antigüedad, hombres de renombre.”] y en Números 13:33 [“Vimos allí también a los gigantes (los hijos de Anac son parte de la raza de los gigantes); y a nosotros nos pareció que éramos como langostas; y así parecíamos ante sus ojos.”]. Con tan poco material explícito parece que el director hizo su tarea de exegeta y sustenta sus gigantes pétreos a partir de textos cruzados. Los gigantes aparecen nombrados como Nefilim, que directo del hebreo también quiere decir “los caídos”, y en la primera carta de Pedro a los corintios (3:19, 20) este relata su ayuda a Noé: “En el cual también fue y predicó a los espíritus encarcelados, los que en otro tiempo desobedecieron, cuando una vez esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé, mientras se preparaba el arca, en la cual pocas personas, es decir, ocho, fueron salvadas por agua”. Y en Judas 1:6 encontramos otra descripción: “Y a los ángeles que no guardaron su dignidad, sino que abandonaron su propia morada, los ha guardado bajo oscuridad, en prisiones eternas, para el juicio del gran día”. Y he ahí el material para la creación de gigantes de piedra que encierran en su interior a los ángeles caídos que consiguieron expiar sus culpas ayudando a destruir a los malos hombres y a realizar aquel irónico plan de salvación encargado a Noé.
Pero no todas las creaciones de Aronofsky beben de la fuente original, algunas son libertades creativas, por no decir inventos (o abusos). El texto bíblico es enfático y hasta reiterativo diciendo una y otra vez que con Noé siempre estuvieron “su mujer [Naameh (Jennifer Connelly)], sus hijos [Sem (Douglas Booth), Cam (Logan Lerman) y Jafet (Leo McHugh Carroll)], y las mujeres de sus hijos [¿?]”. Es en esto que Aronofsky se puso desobediente y se inventó el personaje de Ila (Emma Watson), que aparece como la hija-hermana-esposa adoptiva que solo funciona para generar la tensión dramática que rellena los 40 días y 40 noches que dura el diluvio y los que tardan en bajar las aguas. Pero al crear a Ila y hacerla “esposa” de Sem hace desaparecer a las otras dos mujeres, por tanto deja a Cam y Jafet como solterones súbitos. Esto le sirve para incorporarle a Cam el cliché del adolescente rebelde que no se resigna al onanismo (para más información buscar en el mismo Génesis 29 capítulos más adelante) y que entabla un conflicto paralelo cuya resolución le evita al director enfrentar la parte más incorrecta del relato: la desnuda resaca de Noé, la ofensa y la consiguiente maldición que por muchos siglos justificó la esclavitud de la raza negra, transforma el sentido de la separación de Cam en un acto voluntario de dignidad. ¿Y Jafet? Pues el hijo menor apenas recibe atención narrativa y deja suelto el cabo de su soltería: ¿acaso será el primer soltero maduro?
La espectacularidad visual reina en el filme, pero resulta curioso cómo los hiperrealistas efectos creados por computadora se mantienen lejos de las sensaciones creadas por las cámaras, escenografías arquitectónicas de los estudios de Dino de Laurentis y los efectos del montaje artesanal con sus vitales imperfecciones.
Dicho todo esto, me toca decir que desconozco a este Darren Aronofsky, y que extraño al que conocí con Pi (1998), que luego me enamoró perdidamente con Requiem por un sueño (2000) y que con La fuente de la vida (2006), El luchador (2008) y Black Swan (2010) mantenía vivas mis ilusiones. Una filmografía caracterizada por un discurso desafiante, políticamente incorrecto y sumamente revelador montado en una cinematografía tan inquietante como estimulante. Con Noé apenas calza bien su nombre, pues presenta una película construida con mucha solvencia formal, con un guion funcional y adaptado con inteligencia y cierta personalidad a los tiempos que corren, pero que no ofrece más que un espectáculo que solo deja ganas de hablar de otras películas y recrearse en los detalles que valen la pena para abordar como un presuntuoso divertimento de cinéfilo. Durante los 135 minutos, el viejo Aronofsky parece asomar cuando hace que Noé cuente a sus hijos los siete días de la creación y superpone magistralmente al relato bíblico literal las imágenes del relato científico evolucionista día a día y en la medida que avanza crece la ansiedad preguntándose uno: ¿se atreverá? Pero llegado el sexto día alza la bandera de la rendición y se arrodilla ante el delirio creacionista más contemplativo.
Al parecer Noé ha inaugurado la época de las nuevas epopeyas bíblicas: el próximo 18 de abril estrena El hijo de Dios, dirigida por Christopher Spence, que se ve mucho más conservadora y doctrinaria, un remake para efectos de rentabilizar la fe. Y resulta curioso también que al igual que a mediados del siglo XX, estas películas conviven de nuevo con el Imperio Romano que ha llegado estos días con 300: el nacimiento de un imperio, Pompeya, pronto viene también La leyenda de Hércules y seguramente otras para aprovechar la remontada histórica. No omito mencionar, a modo de epílogo, el caso de la súper taquillera Dios no ha muerto, de Harold Cronk, que, como sugiere su título, es una respuesta piadosa y aventajada al inmortal corolario del Nietzsche más ateo (que en paz descanse).
Pues ahí está servida la cartelera para iniciar su Semana Santa, vaya usted con Dios y sus palomitas de maíz.