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Algunas de las terribles cosas de ser indocumentado en Estados Unidos

Esta es una conversación con 12 centroamericanos que viven en Estados Unidos. Muchos de ellos llegaron como indocumentados y ahora son líderes de organizaciones que trabajan para indocumentados centroamericanos. Se habló de estafas, de hacinamiento, de esclavitud y, aunque en esa parte sin nombres, también se habló de pandillas.


Lunes, 5 de enero de 2015
Óscar Martínez

Un oficial de migración coloca las esposas a una migrante indocumentada salvadoreña antes de ser deportada en un vuelo hacia San Salvador. Foto AFP/John Moore
Un oficial de migración coloca las esposas a una migrante indocumentada salvadoreña antes de ser deportada en un vuelo hacia San Salvador. Foto AFP/John Moore

“Estar en una parada como jornalero, irse a trabajar con ellos y darse cuenta de que al final del día, después de matarte trabajando, no te pagan. O estar en esa esquina, que te recoja alguien, quien sea, no lo conoces, te lleve a trabajar todo el día, de 7 de la mañana a 6 de la tarde, a veces que ni te den de comer, y luego te devuelvan a la esquina y, si te he visto, no me acuerdo. O, en otras ocasiones, tienen un patrón por una semana completa, y al final les dice: ‘fíjese que no me han pagado a mí, así que cuando me paguen, ahí les aviso’. Una semana completa. Una semana completa. Imagínese. Una semana completa”. La primera en tomar la palabra fue Yanira Chacón, salvadoreña, treintañera, trabajadora social de la Casa Mary Johanna, de Westbury, Nueva York. La estafa laboral, el dinero no pagado, el sueldo miserable, la jornada matadora. La primera media hora, todos hablarán de esto. Hablarán de otras cosas, pero primero de esto. Los 12 aportarán respecto del dinero que no llegó.

El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, aún no ha desatado la polémica al saltarse al legislativo y decretar la existencia de un salvoconducto que evitaría la deportación que entre 4.5 y 5 millones de indocumentados que cumplan toda una serie de condiciones como tener cinco o más años de haber llegado sin permiso de nadie, como ser padre o madre de un ciudadano o residente permanente, como haber pagado impuestos y poder demostrarlo, como no tener antecedentes delictivos… Sin embargo, todo eso aún no ha pasado mientras conversamos, faltan más de 10 días para que suceda, y la verdad es que poco hubiera cambiado lo que aquí hablamos el hecho de que Obama ya hubiera hecho lo que en unos días hará, porque hablaremos mucho de los recién llegados o de los que no califican para esa medida, como por ejemplo casi medio millón de salvadoreños indocumentados de los 675,000 que se calcula viven aquí. Mucho hablaremos de los que son y serán indocumentados por un buen rato más.

Es 7 de noviembre de 2014. Estamos en un salón de un edificio anexo de la Universidad de Chicago. Decenas de líderes de migrantes indocumentados han llegado hasta aquí de todas partes del país convocados por la celebración del décimo aniversario de una organización que reúne a decenas de otras organizaciones que trabajan con esa población en Estados Unidos. La organización es Alianza Nacional de Comunidades Latinoamericanas y Caribeñas (NALAAC, por sus siglas en inglés).

El ejercicio que aquí hacemos es sencillo. Una mesa, un periodista, 12 migrantes centroamericanos que ahora trabajan con otros migrantes centroamericanos tratando de solucionar sus problemas. Líderes de organizaciones convocadas por NALAAC. Gente que vive el día a día de los indocumentados –centroamericanos, normalmente- que llegaron hace 10 años, cinco años o ayer. Unas preguntas. Preguntas amplias. Pocas preguntas, muchas respuestas.

¿Cuál es el principal problema de un centroamericano indocumentado en este país?

Yanira, de Westbury, acaba de poner sobre la mesa la desgracia del jornalero de esquina timado. Muchos migrantes, sobre todo migrantes recién llegados que aún no pueden decir ni hello, se lanzan como “esquineros” para ganar un poco de dinero mientras descifran a este monstruo. Literalmente se paran en una esquina junto a otros migrantes y esperan a que un contratante llegue y grite: 12 jardineros, o dos fontaneros, o cinco albañiles. Y los que alcanzan, suben a la cama de un pick up y van, sin saber a dónde, a trabajar. Algunos van solo una jornada. Otros, como dijo Yanira, de Westbury, se van toda una semana a recoger naranjas o a levantar una casa. Una semana completa. Y a algunos luego los timan. Tras una semana completa. Cuando aún deben el dinero del coyote que les cruzó la frontera. Tras una semana completa de trabajo. Cuando aún se preguntan cuándo enviarán su primera remesa. Una semana completa.

Retoma la palabra Yessenia Alfaro, de la organización Chelsea Collaborative, de la ciudad de Chelsea, del Estado de Massachusetts, a la parcita de Nueva York. “Eso –lo que dijo Yanira, de Westbury- es muy cierto. Incluso tenemos casos de trabajadores a los que golpean y tiran. Tenemos el caso de uno al que le dieron una paliza. Después de que salió del hospital y nos pudo contar lo que pasó nos enteramos de que fue para no pagarle el sueldo. Pasa en toda la nación”.

En 2009, mientras realizaba un recorrido en la zona de Tucson, frontera con México, un agente de la Patrulla Fronteriza intentó explicarme lo absurdo que era bajo su lógica migrar a Estados Unidos como indocumentado. Para que yo entendiera su punto me contó que en ocasiones recibían llamadas de granjeros de la zona, dueños de fincas, que habían llevado a indocumentados a trabajar y luego, para no pagarles, sacaban sus armas, llamaban a la Patrulla Fronteriza y decían que unos indocumentados estaban invadiendo su finca. Luego, con sus escopetas en mano, decían a los cansados indocumentados: “En cinco minutos llega la migra, corran”.

Yessenia, de Chelsea, continúa exponiendo otra modalidad: “Tenemos un grupo de trabajadores que trabajan recogiendo manzanas. Se los llevan, los dejan durmiendo en una granja, los explotan a trabajar, y después les dicen: te voy a pagar a 7.25 dólares la hora en cada jornada, pero les meten jornadas de 4 de la mañana a 6 de la tarde, sin pagar horas extras. Es esclavitud moderna. El problema es que muchos, si son echados de esas granjas, no solo pierden el trabajo, sino la casa, porque ahí duermen”.

Todo por enviar remesas. Ahorrarse, en ocasiones, incluso la dignidad. 

En 2013, durante una visita a Los Ángeles, un líder del Sindicato de Jornaleros de esa ciudad intentó describirme la situación de algunos trabajadores indocumentados que hacían labores agrícolas: “¿Usted vio la película 12 años de esclavitud?”, me preguntó. “Sí”, respondí. “Así merito vive alguna de esa gente, sobre todo la que acaba de llegar y está desesperada”, me dijo.

En la plática que tenemos en el salón de la Universidad de Chicago aporta el salvadoreño Óscar Chacón, residente en Chicago, pero que trabaja de enterarse de lo que ocurra con los migrantes en la esquina que sea de este país. Óscar es el director de NALAAC.

“Incluso –complementa a Yessenia, de Chelsea-, a veces les cobran renta por esos cuartos donde los dejan dormir, y así se les reduce el salario”.

Sigue Teodoro Aguiluz, salvadoreño de la organización Crecen, de la ciudad de Houston, con décadas de residir en este país. “Es que no hay garantía para los trabajadores sin papeles, porque ni sabes quién te recogió –dice, con su acento migrante, tan igual en un mexicano que en un salvadoreño que lleven años allá-. En Houston, por ejemplo, tenemos el caso de un señor que lo llevaron a cortar un árbol. Él se desmadra y el patrón se zafó y lo dejó tirado. Si no pasaba alguien que lo levantó, se muere ahí. Quedó en silla de ruedas”.

Parece ser una especie de cuota que se cobra por la inexperiencia. Los recién llegados pasan amarguras que los que ya llevan años ya pasaron. Un jornalero con experiencia preguntará más detalles sobre el trabajo, quizá pedirá la mitad del pago antes. Un recién llegado suele subir a la cama del pick up y esperar que no le vaya tan mal.

“Es que la gente que acaba de venir –continúa Teodoro, de Houston- , como no sabe ni decir nada, pues lo más fácil es meterse a jornalear o lavar platos o a la cocina. Eso hacen muchas mujeres que vienen de allá ya siendo expertas en sacarle sabor aunque sea a una sopa de huesos. Por eso ocurre que en los restaurantes se aprovechan mucho de la gente nueva. La cosa es así: eres recién llegado y te dan trabajo en un restaurante, pero al final del mes te piden cínicamente el número de seguro social para pagarte. Claro que no tienes seguro social. Eres indocumentado. Entonces, el dueño del lugar te dice: ‘entonces no te puedo pagar’. Nosotros llevamos un caso contra unos negocios salvadoreños donde a ninguna cocinera ni mesera le habían pagado en tres meses. El dueño decía que no podía pagar, porque el IRS (el servicio de impuestos internos de Estados Unidos) lo iba a fregar. Ese tipo, que fue un gran amigo nuestro, ahora es archienemigo. Le hicimos unas actividades frente al restaurante para decirle a la comunidad que no debía comer ahí. Esos casos se dan con los recién llegados que no tienen nada, que urgen de un trabajo”.

Hasta ahora, hemos hablado de la estafa común, del no te pago. Sin embargo, poco a poco nos adentramos en otras estafas más complejas, otro dinero perdido, incluso, en manos del gobierno estadounidense. La pauta para alejarnos del timo más vulgar la da Gabriel Camacho, de American Friend Service Committee, que tiene 38 oficinas en Estados Unidos.

“El robo de salarios se encuentra en todos los servicios –dice Camacho–, pero también los trabajadores indocumentados muchas veces presentan nombres y números de seguro social falsos para que les paguen con cheque, y muchas veces en ese cheque no les incluyen las horas extras, y ellos no saben calcularlas. El overtime casi nunca se paga en la industria hotelera y de construcción”.

Todos en la mesa asienten. Sin embargo, en la frase de Camacho hay una pérdida de dinero aun mayor que la del overtime no calculado.

¿Cuáles son esas estafas más complejas?

La palabra la pide Édgar Ayala, guatemalteco que trabaja en el Bay Area Guatemala Action, en Oakland, en la bahía de San Francisco, en California.

“Para agregar un poco a lo de los trabajadores agrícolas –dice Édgar, de Oakland- lo que ocurre es que quienes los emplean son intermediarios, y ellos son quienes les pagan o retienen el sueldo. El dueño se lava las manos”.

Hay una constante: migrantes contra migrantes. O, más bien: migrantes con experiencia versus migrantes con menos experiencia. Cuando lo digo en voz alta en la sala, se hace un barullo: sí, sí, eso pasa, así es, es la misma gente contra la misma gente. Las voces de los 12 se cruzan y dan la razón.

Continúa Édgar, de Oakland: “Ahora, aquí viene lo complejo. Hay dos formas de pago: en efectivo y en cheque. Esta última es la que más se usa en restaurantes y fábricas. Entonces, la persona se inventa un número de seguro social para que le paguen. Eso significa que la persona está contribuyendo al fondo de retiro social con un número fantasma, pero como el número y el nombre no coinciden, ese dinero va a parar a un fondo que se llama suspended funds. Ve a ver de cuánto es ese monto”.

Óscar Chacón, de NALAAC, acostumbrado a hacer cabildeo por los derechos de los migrantes ante senadores, diputados e incluso ante la Casa Blanca, añade: “Es de cientos de billones de dólares”.

Édgar, de Oakland, retoma la palabra: “Y así podemos seguir sumando. Vos, aunque seás indocumentado, pagás al comprar alimentos, al rentar propiedades. Finalmente, la Administración de Rentas Internas emite un número que se llama ITIN (Individual Tax Identification Number). El Gobierno Federal está dispuesto a recibir tus impuestos aunque seas indocumentado, pero ese número no te sirve para conseguir trabajo legal, es contradictorio”.

De hecho, el ITIN es un número que solo te da un derecho: pagar impuestos. Nada más, ni cambia tu estado migratorio, ni te da derecho a seguro social ni nada de nada, solo a pagar. En la industria de servicios de Estados Unidos es normal que los empleadores lo soliciten para dar trabajo y no meterse en problemas con el fisco.

Cierra su participación el guatemalteco Édgar, de Oakland: “Esta fuerza laboral está contribuyendo con miles de millones de dólares a este país, sin tener beneficio a nada de nada, ni retiro, ni salud… nada”.

“Yo soy Jeannette Huezo –entra en la discusión esta salvadoreña-, y trabajo para Unidos para una Economía Justa, en Boston. Hay un nuevo método de estafa. Les dan una tarjeta, como de débito, y ahí les ponen el salario, pero ellos no tienen manera de saber cuántas horas le pagaron, si ahí va su overtime. Lo hacen con gente que acaba de llegar, gente a la que le cuesta manejar el PIN de su tarjeta y que de ninguna forma van a calcular el porcentaje y las horas extras que les deben. Es una excelente forma de confundir”.

Imagine usted a un campesino de más de 40 años de un cantón de Chalatenango o de la Bahía de Jiquilisco; o de Sayaxché, Petén, en Guatemala; o de Olancho, en Honduras. Ahora imagínelo llegando a un país en el que no habla el idioma. Imagínelo recibiendo una tarjeta de débito con todas sus palabritas en inglés. Imagínelo un buen día escuchando de su jefe decir que ya le pagaron, que todo está en la tarjetita que le dieron, que vaya y cobre y que saque sus porcentajes de horas pagadas. Imagínelo frente al cajero de un centro comercial de Boston o de Los Ángeles o de Nueva York. Pone un PIN, digita una cantidad, le sale dinero y un papelito que con palabritas en inglés dice un montón de cosas y pone una serie de montos. El cajero le pregunta cosas, si quiere hacer esto o aquello, y el señor no sabe exactamente qué le están preguntando ni si la transacción ya terminó o si hizo algo mal y ese cajero le comió algo de su dinero. Imagínelo ahora haciendo cálculos o reclamando a su jefe con ese papelito en mano. Imagine las decenas de opciones que existen para confundir más a ese señor con ese papelito en mano. Imagine que finalmente usted puede decirle que total es indocumentado y o se conforma o se va.

Hay gente que se rebusca más para engañar, sin embargo, no es la mayoría. Lo más común parece ser así, común y corriente: timar como un simple bravucón.

Continúa Jeannette, de Boston: “Pero hay cosas peores. En New Bedfore, Massachusetts, por ejemplo, hay un área donde hay sobre todo guatemaltecos mayas que ni hablan español. Es una de las peores situaciones. Es la nueva esclavitud. O a las empleadas domésticas. Es otro sector bien vulnerable (se escucha un murmullo de comentarios en la mesa). A la gente rica le encantan las domésticas salvadoreñas (‘sobre todo a las judías’, dice una voz de mujer). ¿Eres salvadoreña? It’s ok. Porque comienzas tu día a las 5 de la mañana y, si a medianoche el patrón quiere un café o un té, te tienes que levantar. Y el cuento no termina ahí. Luego te dicen: ‘te vamos a pagar 500 por semana, pero de ahí te vamos a descontar el cable, la luz… ¡Pero si no ven cable, están todo el tiempo trabajando!'

Todos hablan a la vez en la sala: hay una señora que… hay otra a la que le hacen esto… yo atendí a una a la que…

Se calma el barullo. Toma la palabra Yessenia, de Chelsea: “Hay una señora de Guatemala que, aunque tiene permiso de trabajo, la señora judía no le quiso pagar y la acusó de haberse robado unos euros. Ahora la pobre no se puede hacer ciudadana porque tiene una felonía bien grande. Y eso que ella tiene permiso, imagínate qué fácil es deshacerte de una que no tiene permiso acusándola de ladrona”.

Es el turno de Yanira, de Westbury: “Nosotros tenemos un caso de una señora a la que la familia judía la tiene durmiendo en el suelo”.

Se oye una voz de hombre: “Y seguro que a la pobre en su casa también le toca en el suelo”.

Y la voz da paso para entrar a otro problema de los indocumentados, sobre todo de los que hace no mucho que llegaron.

¿Están hacinados?

Óscar Chacón, de NALAAC: “El hacinamiento es un problema terrible. Las cosas que la gente tiene que hacer para poder vivir aquí… tenés gente viviendo en apartamentitos hacinados porque solo así pueden vivir pagando 150 al mes y cumplir con la obligación de mandarle dinero a la familia. Esa realidad conlleva otra gama de problemas: abusos sexuales, entre otras cosas”.

Yessenia, de Chelsea, toma la palabra: “Ahora mismo tenemos el caso de un niño que… bueno, la denuncia nos llegó porque él llora y llora, pero solo cuando está con el tío. Y es que llegó un adolescente de esa familia y tuvieron que pasar al niño a la cama del tío, porque no caben todos. El niño decidió dormir en el suelo, pero en el mismo cuarto que los papás”.

En una ocasión, a principios de 2014, mientras estaba en Raleigh, en Carolina del Norte, tomé una cerveza con tres migrantes, dos salvadoreños y un hondureño. Ellos coincidieron en que al principio, cuando se llega, uno vive como en un mesón. Uno de los salvadoreños, Arturo, de 33 años, que llegó en 2001 a Estados Unidos, utilizó una palabra más: “cuartería”. Dijo que al principio él dormía con tres hombres más en un cuartito y que separaban los espacios con sábanas. A mí se me vienen a la mente las áreas de visita íntima de un penal.

Yessenia, de Chelsea dice que lo que ocurre es que mucha gente viene a buscar lo que sea, a vivir como sea, porque más que migrar, huyen de la violencia, sobre todo de Honduras y El Salvador.

¿Y aquí no tienen problema de pandillas?

Ángela Sanbrano toma la palabra. Ella es una líder histórica de la comunidad salvadoreña (aunque es mexicana), una de las fundadoras del Centro de Recursos de Centro América (Carecen) en Los Ángeles, una activista que trabaja con salvadoreños refugiados desde 1985. “De hecho, hay tanta gente viniendo por la violencia que hay muchos abogados y notarios inescrupulosos que toman el caso de muchas personas que no califican para asilo o refugio y les cobran hasta 15,000 dólares por el proceso”.

En aquel viaje a Raleigh hablé con dos abogados del mismo despacho, uno era dominicano y la otra era salvadoreña de nacimiento, aunque estadounidense por elección. Ambos trabajaban representando principalmente a egipcios y centroamericanos que buscaban refugio por temas de pandillas. Ella me aseguró que en el caso de los centroamericanos ella solía advertirles que el caso se perdería, que nunca jamás habían ganado un caso de refugio de gente que huía de pandillas. Ella dijo que aun así iniciaba al menos dos procesos de petición cada semana. Todos fracasaban.

El planteamiento del tema de pandillas cambió las caras de los que están en la mesa. Ya nadie pide la palabra. Por suerte, Ángela, de Los Ángeles, continúa con el tema: “Es un tema bien interesante, pero no cualquier organización puede hacerlo. Nosotros lo valoramos y nos dimos cuenta de que no teníamos la capacidad”.

Yanira, de Westbury, se anima: “Lo vivimos como onda expansiva, porque no trabajamos con pandillas directamente. Pongo un ejemplo: la niña de 18 años de El Salvador que llegó con una hija de cinco que fue violada por pandilleros allá, o el muchachito que llega aquí y se encuentra con sus amigos de Chalate, y ahora está en la cárcel porque se juntó con algunos que estaban en pandillas y lo agarraron de conejillo de indias: ‘aquí está este bate, péguele a ese’. Y los otros cuatro viendo. O sea, lo vivimos, pero no tenemos la mano metida trabajando directamente. Mucha gente que viene llegando dice que no querían que le reclutaran a su niño de 12 allá, o que su hija de 13 ya le gustó a uno de la pandilla y por eso se vino. ¿Sabe qué? Aquí también hay pandillas…”

Por un momento parece que la conversación no ocurre en Chicago, en el salón de una universidad, enfundados en chaquetas y guantes para el frío. Por un momento, la tensión hace parecer que estamos en un local de Soyapango o de Mejicanos en El Salvador, o quizá en algún barrio de la Zona 18, de Ciudad de Guatemala, u otro de San Pedro Sula, en Honduras. La gente murmura, dice entredientes. Decido advertirles que a partir de este momento ya nadie tiene que dar su nombre, sino solo su opinión. Les digo que hablaremos como lo hacemos con la gente de allá en Centroamérica, con miedo, bajo anonimato. Así empiezan a animarse.

Dice una de las mujeres: “En Long Island, por ejemplo, es terrible, en portada de los periódicos de inglés aparecen los casos horrendos: mataron a una mujer embarazada, a otra de 15 años y su niño de dos… Es horrible. Están acá, en nuestros barrios. En Long Island es terrible si uno tiene hijos, es el peor nightmare porque ahí en la nariz de uno están matando a los jóvenes”.

Se anima otra líder de migrantes: “Como organización tampoco estamos involucrados, pero nos llegan casos de igual manera. Llega una mamá: ayúdeme a encontrar a mi hijo que se perdió hace tres días. No tiene mal récord ni nada. Ya aprendimos una buena lección, no vamos a pelear a la Policía sin nada. Muchas veces, cuando llegamos, el jefe de Policía, con quien tenemos una buena relación, nos saca el récord del muchacho y asusta. En Boston hay pandillas”.

Y una más: “Nosotros, al principio, allá por el 86, trabajábamos con jóvenes en gangas, pero el barrio donde estamos en Chicago es muy diverso: hondureños, salvadoreños, mexicanos, puertorriqueños. Empezamos a perder miembros de la comunidad porque, por ejemplo, no dejaban entrar a los mexicanos. Nos ofrecieron un gran grant de dinero de la municipalidad para que hiciéramos ese trabajo y tuvimos que rechazarlo. No se puede trabajar con cipotes de gangas. A uno de ellos, el día de su graduación le hicieron una fiesta en el barrio, y él tenía amigos mexicanos y salvadoreños. Entonces, como los invitó, llegaron los amigos de la ganga de él, lo abrazaron entre todos y lo apuñalaron. Aquí están los Dieciocho, los Emeese, Los Cobra, que son una mezcla, Los Santos, que son mexicanos, y más allá, los morenos, Bloods y Crips. Es complicado. Tuvimos incluso que deshacer los equipos de fútbol, porque los cipotes llegaban a sus prácticas con bates y cadenas, y los papás no podían llegar. Es muy difícil”.

“Y sin embargo –dice una activista más-, ahora las familias vienen completas de Centroamérica. Eso significa que son gente que ya no piensan volver allá”.

MISSION, TX - JULY 24: Una niña salvadoreña sostiene a su muñeco Rodrigo después de ser capturada por la patrulla fronteriza al cruzar el río Grande en Mission, Texas. Foto John Moore/Getty Images/AFP
MISSION, TX - JULY 24: Una niña salvadoreña sostiene a su muñeco Rodrigo después de ser capturada por la patrulla fronteriza al cruzar el río Grande en Mission, Texas. Foto John Moore/Getty Images/AFP

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