Opinión / Violencia

Erráticos, inconsistentes e insensibles


Martes, 3 de febrero de 2015
Roberto Cajina

En el ranking de las 50 ciudades “más violentas del mundo” elaborado por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, se sitúan San Pedro Sula, Honduras, en el puesto número uno, Ciudad Guatemala, Guatemala, en el 12 y San Salvador, El Salvador, en el 44. Toda una vergonzosa distinción para estos tres países que son, a su vez, los mayores expulsores de niños migrantes sin acompañantes que viajan rumbo a Estados Unidos en busca de sus padres, oportunidades educativas y laborales, y escapando de la violencia y la inseguridad que devasta sus países. Datos del análisis de PEW Research Center de los registros integrados de la base de datos del U.S. Custom and Border Protection and Enforcement (CBP) revelan que durante los años fiscales estadounidenses 2013 y 2014, de Honduras procedían 19.984 niños, de Guatemala 19.507 y de El Salvador 15.732.

Entre octubre 2013 y julio 2014, cerca de 63 mil niños migrantes sin acompañantes fueron capturados por agentes del CBP a lo largo de la frontera México-Estados Unidos —el doble con relación al período anterior—, lo que provocó en Washington la explosión de una “crisis compleja con implicaciones humanitarias”. Las noticias de la crisis y la crisis misma llegaron de rebote a los países del Triángulo Norte porque gobiernos y gobernantes desconocían lo que estaba sucediendo frente a sus ojos.

La reacción de los presidentes de Honduras, El Salvador y Guatemala frente a la violencia homicida, la inseguridad y la crisis de los niños migrantes ha sido errática, inconsistente e insensible. El 20 de junio, estos mandatarios y un alto representante del Gobierno de Honduras y el secretario de Gobernación de México, Miguel Ángel Osorio Chong, se reunieron con el vicepresidente de Estados Unidos, Joe Biden, para tratar el caso de los niños migrantes.

La cita ocurrió luego de una reunión bilateral con Otto Pérez Molina seguida de una conferencia de prensa en la que Biden declaró que “Los niños van a ser tratados humanamente y con justicia en nuestro país antes de ser devueltos. La situación que se está sucediendo es insostenible e inaceptable (...). Todo el problema de la migración es un problema compartido entre Estados Unidos, México y Centroamérica”. Pero aún más, fue categórico al afirmar que “Estados Unidos reconoce que una parte importante de la solución de estos problemas es el de enfrentarnos a las raíces y a las causas principales de esa inmigración”, es decir, “sobre todo la pobreza, la inseguridad y ausencia de un estado de derecho para que la gente pueda permanecer y vivir en plenitud en sus comunidades”.

Un mes más tarde, el 16 y 17 de julio se celebró en Honduras la Conferencia Internacional sobre Migración, Niñez y Familia (CIMNF), convocada por el presidente Juan Orlando Hernández, quien presentó cuatro lineamientos, escasamente relacionados la crisis migratoria. Pero el que más llama la atención es el que solicita a Estados Unidos implementar y financiar una iniciativa para el Triángulo Norte “modelada a partir de la experiencia del Plan Colombia y del Plan Mérida”, es decir, la colombianización/mexicanización de Guatemala, El Salvador y Honduras. Obviamente que Hernández no tenía entonces, y quizás aún no tiene, idea de lo funesto que ambos planes han sido para esos dos países. Una semana después, los tres presidentes se reunieron con el presidente Obama en Washington, quien les dejó bien claro que si bien Estados Unidos era una nación de inmigrantes, también lo era de leyes y que se prepararan para recibir a los niños que sería deportados; a pesar de tan severa admonición, la troika del Triángulo Norte insistió en la propuesta antinarco y contrainsurgente de Hernández.

A finales de la primera semana de agosto 2014, Biden descartó completamente la propuesta de los gobernantes de los países del Triángulo Norte. Ante un grupo de especialistas legales con quienes abordó la crisis migratoria, afirmó con toda franqueza que “Los gobiernos centroamericanos no están ni siquiera cerca de estar preparados para tomar algunas de las decisiones que tomaron los colombianos, porque son difíciles”.

Para Hernández, Pérez Molina y Sánchez Cerén debe haber sido un revés inesperado pues es posible que hayan creído que al fragor de la guerra contra las drogas impuesta por Washington —con la que los gobiernos de Honduras, Guatemala y El Salvador se enrolaron sin restricciones desde cuando Centroamérica era apenas un minúsculo apéndice de la Iniciativa Mérida— su proposición sería música para los oídos de Washington. Pero para su desazón no fue así. No hay duda que de la Casa Blanca los mandatarios centroamericanos debieron haber salido desconcertados y más que desolados.

Regresaron a sus países con las manos vacías y “cajas destempladas”, pero al parecer pronto se recuperaron y volvieron a la carga dejando a un lado muy a su pesar sus planes guerreristas. El 23 de septiembre los cancilleres de esos tres países de presentaron al secretario de Estado John Kerry los “Lineamientos del Plan de la Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte” (PAP-TN). Al finalizar la reunión anunciaron que convocaran a una reunión con actores del sector privado, gobiernos y la sociedad civil para profundizar sobre los diferentes aspectos de la propuesta y avanzar en la búsqueda de socios estratégicos para acelerar su implementación. Un día después el presidente Hernández la refiere en su intervención en la Asamblea General de la ONU.

Hernández, Sánchez Cerén y Pérez Molina lanzaron PAP-TN en Washington el 14 de noviembre, durante la Conferencia “Invirtiendo en Centroamérica: Abriendo Oportunidades para el Crecimiento” organizada por el BID, en la que también participó el vicepresidente Biden. En principio se trata de un plan bien estructurado con relativa coherencia lógica y política, cuyas cuatro líneas estratégicas de acción —Dinamizar al sector productivo para crear oportunidades económicas, Desarrollar oportunidades para nuestro capital humano, Mejorar la seguridad ciudadana y el acceso a la justicia y Fortalecer instituciones para aumentar la confianza de la población en el Estado— en alguna medida apuntan a atacar de raíz las causas estructurales de la pobreza, la inseguridad, la violencia, las exclusiones y la migración, especialmente de niños. Pero el fortalecimiento de las instituciones no puede ni debe ser para que la población confíe en el Estado sino para que aquéllas cumplan con prontitud, eficiencia y transparencia sus responsabilidades. Se trata de un plan ambicioso y costoso, cuya ejecución demanda recursos multimillonarios pero, más que eso, exige profundas reformas estructurales, compromiso, eficiencia, voluntad política y transparencia, atributos que obviamente no abundan en el Triángulo Norte

A finales de enero de 2015, el vicepresidente Biden publicó un artículo en The New York Times anunciando que el presidente Barak Obama solicitaría al Congreso mil millones de dólares para el Año Fiscal 2016 a fin de “ayudar a los líderes centroamericanos a ejecutar las difíciles reformas e inversiones requeridas para enfrentar los retos interconectados de seguridad, gobernabilidad y económicos de la región”. Evidentemente que se trata de un acto de responsabilidad compartida y es comprensible. Lo que no puede comprenderse es que los mandatarios de los países del Triángulo Norte continúen aferrados a la ejecución de políticas de mano dura que han conducido a la militarización de la seguridad pública y a la remilitarización de la sociedad.

En el Triángulo Norte miles de soldados permanecen desplegados en ciudades, carreteras y zonas rurales. En El Salvador, el presidente Sánchez Cerén, se niega a buscar una solución dialogada al problema de la violencia juvenil mientras las dos principales maras del país negocian una nueva tregua. Hay esperanzas de que, como lo hizo la anterior de 2011-2012, esta segunda tregua reduzca dramáticamente, la astronómica tasa de homicidios. En Guatemala, por su parte, el Ministro de Defensa insiste en la compra de dos aviones Super Tucanos y otros medios valorados en aproximadamente US$ 14 millones, sin incluir los intereses del préstamo que tendría que solicitarse, con el quimérico argumento de proteger la biosfera maya.

El presidente Juan Orlando Hernández pretende que se ratifique en segunda vuelta —como manda la Constitución— el Decreto no 283-2013 que reforma el artículo 273 de la Constitución para que la Policía Militar del Orden Público (PMOP) sea una de las ramas que conforman la estructura de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, el 24 de enero apenas consiguió en el Congreso 61 votos de los 86 necesarios (mayoría calificada, es decir, dos tercios de votos de la totalidad de los miembros del Congreso) para su ratificación y que entre en vigencia. Quienes votaron en contra argumentaron que hacerlo significaría “mayor militarización de la sociedad” y, en cambio, propusieron más apoyo técnico y financiero para apoyar el fortalecimiento de la Policía Nacional. Pero al parecer Hernández está obsesionado con la PMOP y luego de su derrota en el Congreso propone un referendo popular (plebiscito) paralelo a las elecciones generales de noviembre de 2017 para que los electores decidan si se la confiere o no rango constitucional a la PMOP.

La conducta política de Sánchez Cerén, Pérez Molina y Hernández es errática, inconsistente e insensible. ¿Cómo pueden compaginarse la Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte y la militarización de la seguridad pública si en esencia son incompatibles? Con tal dicotomía ¿podrá la población confiar en esos Estados como desea la troika del Triángulo Norte? Pero también es incomprensible la lógica de Washington. Por un lado, el presidente Obama solicita mil millones de dólares para apalancar la PAP-TN; pero, por otro, vende millonarias suma en armas y equipos a Centroamérica. Entre 2011 y 2013 estas transacciones alcanzaron un total de US$ 1,521,523,762, de los que a Honduras corresponde US$ 1,458,280,988; a Guatemala US$ 34,353,925; y a El Salvador US$ 28,888,849.

Washington y los gobiernos de los países del Triángulo Norte deben tomar una decisión muy seria, o continúan con la guerra contra las drogas o atacan de raíz, con políticas preventivas de seguridad pública y profundas reformas estructurales, incluida la de las instituciones del sistema de justicia penal, las causas estructurales que subyacen en el fondo de la crisis de los niños migrantes sin acompañantes que exponen su integridad y sus tierna vidas en busca del “sueño americano”. Negarse a hacerlo revelaría que todo se trata de un inmoral sainete. No se puede continuar actuando con dobleces, es hora de ser seguros, persistentes y de mostrar genuina compasión frente a la tragedia de los miles de niños centroamericanos —y la de sus familias — que abandonan sus terruños y hogares en busca del futuro mejor que sus países y sus gobernantes les niegan.

Managua, 1 de febrero de 2015.

*Nicaragüense. Consultor Civil en Seguridad, Defensa y Gobernabilidad Democrática.

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