Opinión /

La mujer indígena alimenta el fuego de la memoria

La represión estatal multiplicó la desigualdad de género, etnia y clase. Un joven de Nahuizalco recuerda como su abuela, viuda de uno de los masacrados, tuvo que darle el título de propiedad de la tierra a un rico terrateniente, a cambio de un bulto de yuca, para poder sostener a su familia después del ciclón de 1934. El terror estatal también generó impactos culturales de largo plazo, incluyendo la disminución del uso del refajo, vestimenta femenina y “símbolo de identidad.”

Miércoles, 25 de febrero de 2015
Diana Carolina Sierra Becerra*

El pasado mes de enero se conmemoró el 83 aniversario de la insurrección de 1932, la más grande en América Latina durante la crisis económica de la década de los treinta. El 22 de enero de 1932, campesinos indígenas y ladinos se autoproclamaron dueños legítimos de la tierra. Liderados entre otros por Julia Mojica, Francisco Sánchez y Feliciano Ama, los rebeldes ocuparon pueblos y puestos militares. Margarita Turcios relata cómo los rebeldes anunciaban que “Iban a ser los dueños de las propiedades de los ricos… tener libertad, tener donde trabajar”. Ante esto, el General Martínez respondió con la masacre de más de diez mil personas en un país con apenas millón y medio de habitantes.

El Museo de la Palabra y la Imagen ha inaugurado una nueva exposición titulada “1932”, que integra objetos, manuscritos, infografías, instalaciones artísticas y fotografías, complementada con los testimonios de sobrevivientes de la represión. Esta exposición explora las desigualdades socio-económicas que marcaron el comienzo del siglo XX, incluyendo las condiciones laborales que enfrentaban las mujeres en las plantaciones de café, e introduce un nuevo enfoque: el impacto de estos sucesos en las mujeres indígenas. Acompañando a esta presentación, el MUPI ha reeditado “1932: Rebelión en la oscuridad”, de Jeffrey Gould y Aldo Lauria-Santiago.

Recientemente entrevistamos a Juliana Ama, la sobrina nieta de Feliciano Ama, el líder indígena asesinado en 1932. Ella describe al café como la “semilla de la discordia” porque despertó el deseo “en la mente de los más ricos de acaparar tierras”. La economía cafetalera aumentó la distribución desigual de la tierra y las riquezas. En 1920 un hacendado ganaba 500,000 colones al año, mientras un trabajador ganaba cincuenta centavos al día, o sea 168 colones al año. A menudo los trabajadores eran pagados con monedas que solamente tenían valor en las tiendas del hacendado.

Organizaciones como el Socorro Rojo Internacional (SRI) y la Federación Regional de Trabajadores Salvadoreños (FRTS) surgieron para velar por mejores condiciones laborales; denunciaron la explotación sexual perpetrada por los hacendados y exigían la igualdad salarial independientemente de género. En Nahuizalco, las mujeres constituían un tercio de la membresía de la Federación. En un informe de 1930, la Federación denunciaba cómo “las hijas jóvenes de los colonos, solamente pueden empezar a tener relaciones con los trabajadores luego de que el patrono o sus hijos las abandonen.” Ama agrega que las mujeres frecuentemente eran obligadas a “someterse a tener intimidades con el caporal” de la hacienda a cambio de conseguir trabajo.

A finales de 1930, en el occidente surge una ola histórica de huelgas en las plantaciones de café para exigir aumentos salariales. La incertidumbre política se fomenta con el golpe militar de diciembre de 1931 ejecutado por el General Hernández Martínez, y la suspensión de las elecciones municipales que socavaron algunas victorias electorales del Partido Comunista. Poco después, los campesinos impulsan la insurrección, y el Partido Comunista, con posiciones internas divididas sobre el curso apropiado de las acciones a tomar, decide apoyar el levantamiento.

Juliana Ama cuestiona implícitamente la frecuente utilización del término 'insurrección' para describir los acontecimientos de 1932. Según ella, “nadie puede levantarse en su propia tierra.” Ama interpreta las acciones de los rebeldes como la justa recuperación de sus tierras y por otro lado, desafía la legitimidad moral de los propietarios legales. Ama también rechaza la versión de una historia oficial que dibujó a los rebeldes como simples saqueadores apolíticos.

La exposición “1932” enfatiza la magnitud de la represión y su carácter genocida. A través de visitas guiadas, se invita a los visitantes a reflexionar sobre la deuda histórica de construir un modelo de justicia y reparación para las víctimas de 1932 y sus descendientes.

Las Naciones Unidas define el genocidio como la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Estos actos incluyen la matanza de miembros de un grupo; graves ataques a la integridad física o mental de los miembros del grupo; y exponer deliberadamente a un grupo a condiciones que pueden resultar en su destrucción física, total o parcial. Con esta definición, la represión de 1932, en particular sus fases iniciales, constituyen un genocidio, aunque este punto sigue siendo debatido ampliamente.

La ejecución de los varones mayores de doce años, es un tema común en la memoria de los sobrevivientes y según el discurso dominante sobre la masacre, los hombres fueron las únicas víctimas de 1932. Pero es importante cuestionar quién es recordado (u olvidado) como una víctima de la represión estatal. El machismo posiblemente impactó la forma de la represión estatal; las elites probablemente vieron a los hombres y no a las mujeres como una amenaza. Pero, aunque la mayoría de las víctimas eran hombres, esto no significa que las mujeres no participaron en la insurrección o que no fueron también víctimas de la represión; la magnitud exacta de la represión estatal contra las mujeres sigue siendo desconocida.

Simpatizantes del levantamiento mencionan el uso de violencia en contra de mujeres y menores. Líderes de la FRTS y el Partido Comunista consignan la masacre de mujeres y niños. Sobrevivientes también señalan que “las mujeres y los niños huían de las chozas en llamas sólo para enfrentar la muerte de los enfurecidos soldados.”

Por otra parte, un pastor anticomunista da testimonio de la tortura de mujeres por parte de las autoridades con el fin de averiguar las ubicaciones de sus maridos y hermanos.i En otro caso, un oficial describe una masacre donde soldados “ametrallaron aquellas multitudes inocentes” en Juayúa.

Juliana Ama subraya las maneras específicas de cómo las mujeres indígenas resistieron, aunque fuera de una manera distinta a la ejercida por los hombres. Con frecuencia la resistencia es imaginada en un marco puramente militar, como la lucha armada, ignorando el sentido de resistencia que permite y vincula la sobrevivencia individual a la acción colectiva. Según Ama, 'la mujer valiente” también se conformó “por la necesidad de sobrevivir.” Mientras que los soldados gubernamentales 'andaban en persecución de los abuelos” las mujeres se convirtieron en 'vivanderas': las cocineras y lavanderas de la tropa.

Ama argumenta que “masacrar a una mujer no es solamente quitarle la vida, sino que dejarla con vida, para violarla, violentarle sus derechos.” Las mujeres indígenas sufrieron su dolor en un “profundo silencio” por temor de ser exterminadas. La propia madre de Ama fue testigo del asesinato de su padre en una calle cercana a su vivienda. La mayoría de las familias no enterraron a sus muertos porque en carretas recogían los cadáveres y los desechaban en fosas comunes “como sacos de caña” en las palabras de Ramón Esquina, sobreviviente de Nahuizalco.

La represión estatal multiplicó la desigualdad de género, etnia y clase. Un joven de Nahuizalco recuerda como su abuela, viuda de uno de los masacrados, tuvo que darle el título de propiedad de la tierra a un rico terrateniente, a cambio de un bulto de yuca, para poder sostener a su familia después del ciclón de 1934. El terror estatal también generó impactos culturales de largo plazo, incluyendo la disminución del uso del refajo, vestimenta femenina y “símbolo de identidad.” Para evadir la discriminación, muchas mujeres indígenas abandonaron su “prenda que tanto amaban” por “una falda vueluda.” La exposición del MUPI muestra un refajo y el testimonio de Juliana Ama, para visualizar esta forma de violencia cultural, y también nos interroga de nuevo: ¿qué sucedió con las miles de viudas y mujeres que sobrevivieron la masacre?

En medio de la tragedia, las mujeres asumieron la labor de reconstruir sus comunidades y su núcleo familiar. Décadas después, una nueva generación de mujeres asumió la misma tarea de resistencia y sobrevivencia, cuando los escuadrones de la muerte, algunos nombrados en honor del General Martínez, seguían cazando “comunistas.” María Eduviges Pérez comenta que en El Canelo “mataron a mi abuelo” en 1932 “y en 1980, vino a mi casa el escuadrón de la muerte, y torturaron y asesinaron a mi esposo.” Esta nueva ola de terror intentó desanimar al campesino de involucrase en las luchas sociales.

Reconociendo el compromiso de Juliana Ama, el Museo de la Palabra y la Imagen le invitó a inaugurar la exposición, con su testimonio, y un ritual simbólico dedicado a las miles de víctimas de la masacre; mientras que desde Sololá, participaron jóvenes indígenas guatemaltecos, de la asociación Kaji Batz, quienes comparten una historia común de lucha y resistencia.

El Salvador es un campo de confrontación de las memorias. Estos debates sobre la historia no son ejercicios irrelevantes, tienen consecuencias políticas de cómo se define la identidad salvadoreña, cómo se enseña la historia nacional, y como se perpetua o desafía la impunidad. Esta historia ha dejado cicatrices en varias generaciones, por ello vemos con profundo respeto las acciones conmemorativas impulsadas por las mujeres indígenas, quienes continúan avivando el fuego sagrado de sus memorias.

 

*Diana Carolina Sierra Becerra cursa el doctorado en Historia en la Universidad de Michigan, y es investigadora en el Museo de la Palabra y la Imagen.

 

Fotografía con una inscripción manuscrita: “Mujer comunista con todo lo robado”. Cortesía Museo de la Palabra y de la Imagen.
Fotografía con una inscripción manuscrita: “Mujer comunista con todo lo robado”. Cortesía Museo de la Palabra y de la Imagen.

logo-undefined
CAMINEMOS JUNTOS, OTROS 25 AÑOS
Si te parece valioso el trabajo de El Faro, apóyanos para seguir. Únete a nuestra comunidad de lectores y lectoras que con su membresía mensual, trimestral o anual garantizan nuestra sostenibilidad y hacen posible que nuestro equipo de periodistas continúen haciendo periodismo transparente, confiable y ético.
Apóyanos desde $3.75/mes. Cancela cuando quieras.

Edificio Centro Colón, 5to Piso, Oficina 5-7, San José, Costa Rica.
El Faro es apoyado por:
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
FUNDACIÓN PERIÓDICA (San José, Costa Rica). Todos los Derechos Reservados. Copyright© 1998 - 2023. Fundado el 25 de abril de 1998.