Opinión / Impunidad (y memoria histórica)

Por odio a la fe


Lunes, 30 de marzo de 2015
Héctor Dada Hirezi

El 24 de marzo de hace treinta y cinco años que estábamos en México, a tres semanas exactas de haber salido del país para pasar un largo exilio. Poco después de las seis y treinta recibí una noticia que, pese a que desde tiempo atrás la considerábamos una posibilidad, nos causó un profundo impacto: Monseñor Romero había sido asesinado por un francotirador mientras consagraba en una misa en el Hospital de la Divina Providencia. Predicar la verdad, ser fiel a la doctrina de la Iglesia, cumplir el deber cristiano de tener una opción preferencial por los pobres, había hecho que los partidarios del statu quo lo consideraran un estorbo y decidieran eliminarlo. Pretendieron callar a la voz de los sin voz, pese a que él mismo había prevenido que su voz continuaría en el pueblo de Dios.

Óscar Arnulfo Romero asumió la archidiócesis de San Salvador en 1977, después de haber sido durante un breve período obispo de la diócesis de Santiago de María. Le trasladaba el mandato de pastor Monseñor Luis Chávez y González, de quien anteriormente había sido obispo auxiliar; le entregaba una Iglesia comprometida, con una intensa labor de acompañamiento a los pobres y con una extensa estructura de comunidades de base. El marco nacional en el que debía cumplir su mandato eclesiástico, su deber pastoral, era de gran conflictividad social, la cual se expresaba con especial rigor en lo político.

La Iglesia Católica cambió mucho desde que el Papa Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II en 1962. Al terminar el evento en 1965, sus textos abrieron la vida eclesial a una mayor y más sustantiva participación de los laicos, a la vez que pusieron la “opción preferencial por los pobres” en el centro de la acción en el mundo. Esa visión conciliar iba a tener serias e inevitables implicaciones para sacerdotes y laicos. La Doctrina Social de la Iglesia pasaba de ser planteada más como una visión conceptual y ética a ser presentada como una exigencia de acompañamiento de los esfuerzos para combatir la injusticia social. Mientras el Concilio se llevaba a cabo, en 1963 el Papa emitió su última carta encíclica titulada “Pacem in terris” (paz en la tierra), que era una continuación de la emitida dos años antes bajo el nombre de “Mater et Magistra” (madre y maestra). El llamado “Papa bueno” trató en ella el problema de las inequidades, tanto al interior de las naciones como entre ellas, y puso en el centro del debate el necesario respeto a la dignidad y a los derechos de los seres humanos.

La reunión de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, realizada en Medellín, Colombia, en 1968, reflexionó sobre la aplicación de los textos de la Iglesia Universal a las realidades de este subcontinente cargado de injusticia, de violaciones a los derechos humanos, de irrespeto a la dignidad de los hijos de Dios. El centro de la reflexión fue el análisis del “pecado estructural” que, de acuerdo a los obispos, conducía a esa situación, y la necesidad de estar junto a los marginados para colaborar en la defensa de sus derechos inalienables.

El gobierno de los Estados Unidos reaccionó rápidamente a esta toma de posición de la Iglesia Latinoamericana. No era de extrañar, dado que algunos de sus aliados fundamentales en la Guerra Fría estaban profundamente involucrados en la generación de las condiciones opresivas e injustas que caracterizaban la realidad política y social latinoamericana. En 1968, el Vicepresidente Nelson Rockefeller hizo un recorrido por América Latina y emitió un largo informe llamado “La calidad de vida de las Américas”, en el que afirma que en ese momento la Iglesia no era un aliado seguro para acompañar los intereses de Estados Unidos en la región. Luego llegó más lejos: era un centro de revolución potencial y debía ser sustituida “por otro tipo de cristianos”. Poco después, en El Salvador aparecieron instructivos para los cuerpos de seguridad en los que los sacerdotes conciliares y los miembros de las comunidades de base eran calificados de subversivos, de enemigos de la democracia. La persecución no se hizo esperar, por supuesto, en nombre de la estabilidad y de la democracia.

La Iglesia salvadoreña, y en concreto la de la Archidiócesis de San Salvador, continuaron una línea de pastoral social que tenía sus raíces antes del Concilio Vaticano II, pero que debió ser revisada y profundizada con base en los documentos que emanaron de éste y más aún de las deciciones de la reunión de Medellín. La confrontación entre sectores de la Iglesia y el régimen se fue mostrando cada vez con mayor intensidad, en la medida en que éste incrementaba la represión para responder a su creciente ilegitimidad a raíz de los fraudes electorales, y por su incapacidad de dar respuesta a los problemas fundamentales de la población y, más aún, a los ingentes retos de la grave injusticia social. Esto, acompañado de entendimientos con sectores preconciliares de la Iglesia Católica, y con un creciente respaldo de instituciones estadounidenses al desarrollo de ese “otro tipo de cristianos”. La iluminación de la realidad a partir de la palabra de Jesús, la prédica de la verdad y de las responsabilidades éticas para resolver las situaciones que violaban la dignidad y los derechos de los seres humanos se convirtió en origen de conflictos. Esa acción evangelizadora provocó la reacción de sectores políticos, que llegaron a introducirse hasta en los espacios que corresponden a la fe. Mientras tanto, algunos grupos comenzaban a encontrar en líneas violentas el medio para, según su visión, construir un país más justo, estimulados –como dijo el Presidente Alfredo Cristiani en Chapultepec en 1992– por el cierre de los espacios democráticos.

Romero ya había tenido enfrentamientos con el gobierno militar cuando asumió el arzobispado, pero los llevó con una combinación de gran firmeza y mucha discreción, confiando en que las autoridades responderían a sus demandas. A menos de un año de haber asumido el obispado de Santiago de María, en junio de 1975, un grupo de campesinos fue asesinado por la Guardia Nacional en el Cantón Tres Calles cuando regresaban de una actividad de culto con sus biblias bajo el brazo; las muertes fueron presentadas como producto de un enfrentamiento con un grupo subversivo. Después de hacer su propia investigación, Monseñor pidió explicaciones a las autoridades militares locales (los cuerpos de seguridad dependían del Ministerio de Defensa) sin obtener respuesta. Entonces escribió una fuerte pero respetuosa carta al presidente Molina condenando la asunción del derecho de matar por el aparato represivo del Estado, y le exigió respuesta adecuada al hecho.

En febrero de 1977 fue nombrado Arzobispo de San Salvador. Pocos días después un fraude impidió a la oposición ganar las elecciones, y las protestas pacíficas de sus miembros fueron reprimidas con el uso desproporcionado de la fuerza y con saldo de decenas de muertos. Pasaban solo cuatro semanas desde su nombramiento cuando su amigo Rutilio Grande, sacerdote jesuita y párroco de Aguilares, fue asesinado junto a dos fieles de su parroquia en el municipio de El Paisnal por miembros de la Guardia Nacional. Esa vez la respuesta de Monseñor fue diferente, quizá por lo que aprendió de la experiencia con el caso de Tres Calles; y más aún por su lectura de las agravadas circunstancias nacionales que daban un marco diferente al asesinato del padre Grande. La denuncia pública acompañó a las gestiones privadas y sorprendió prohibiendo que el domingo siguiente se celebraran misas salvo la de las exequias: lo que se dio en llamar “la misa única”. Los sectores más conservadores de la Iglesia –laicos, sacerdotes y obispos– y por supuesto el gobierno y parte de las elites económicas, reaccionaron con indignación. Quien se esperaba como menos confrontativo que Monseñor Arturo Rivera Damas (a quien el sector más progresista de la Iglesia deseaba como arzobispo) había dado un paso que nadie se había imaginado. Y Grande fue sólo uno de varios sacerdotes asesinados de la misma manera cuando cumplían deberes pastorales.

Romero temía que la situación salvadoreña llegara –como llegó– a desembocar en una guerra abierta que costaría mucha sangre. La búsqueda de una solución pacífica, que avanzara en la ejecución de profundas reformas para enfrentar la grave injusticia social del país, era una preocupación fundamental para él, como puede comprobarse en sus cuatro cartas pastorales. Después de más de dos años de denuncias permanentes de las violaciones de los derechos humanos y de hacer llamados a quienes concentraban la riqueza para caminar en el sentido del respeto a la dignidad del hombre en sumisión a las leyes divinas, tuvo alguna esperanza en que la Junta Revolucionaria de Gobierno diera pasos adecuados en esa dirección; el contenido de la proclama de la Fuerza Armada luego del Golpe de Estado de octubre de 1979 parecía orientarse en ese camino.

Sin embargo, el deterioro creciente de las perspectivas de una reforma en paz y sin represión fueron llenándolo de preocupación al ver que cada vez era más difícil contener las tentaciones militaristas de alguna organizaciones populares, y que existía dentro en las filas militares y gubernamentales una adhesión creciente a la visión de reformas sociales en un marco de guerra contrainsurgente. Se optaba por propuestas elaboradas por el gobierno de Estados Unidos en sustitución de las que respondían a las visiones de la proclama y del Partido Demócrata Cristiano participante en el gobierno.

En ese clima tenso, la campaña contra el arzobispo y sus sacerdotes se incrementó. El lema “haga patria, mate un cura” era divulgado por todos los medios a disposición de la derecha. El mayor Roberto D´Aubuisson, exdirector de la agencia de inteligencia del Estado y luego fundador de ARENA, inició una campaña de desprestigio contra quienes defendíamos la posibilidad de una transformación social para generar condiciones de equidad que abriera espacios a la convivencia pacífica, y no unas reformas para legitimar la guerra con la creencia de que así aumentaban sus posibilidades de triunfo contra lo que llamaban “el comunismo internacional”. En este ambiente, la predicación evangélica se volvía un obstáculo para quienes buscaban la vía violenta para garantizar intereses, y para la línea política de los Estados Unidos. El 24 de marzo de 1980 un francotirador acabó con su vida, en un operativo del que se ha acusado al Mayor D´Aubuisson de haber sido el director intelectual.

El asesinato de Monseñor Romero no fue porque se metió en política directamente, sino porque asumió las consecuencias de predicar una visión evangélica, con el sentido de compromiso que la doctrina de la Iglesia Católica señalaba, y que inevitablemente iba en contra de políticas que negaban los principios de la dignidad humana, y lo colocaba frente a quienes ejercían el poder. Su lema “Sentir con la Iglesia” orientó su vida, y lo asumió desde que en 1970 fue consagrado Obispo Auxiliar de San Salvador. Predicar una fe encarnada, como nos exige la palabra de Jesús de Nazaret, lo volvió incómodo para quienes tienen una visión de cristianismo totalmente desarraigado de la vida cotidiana, desprovisto de las concepciones fundamentales del Evangelio. Sobre todo para quienes el respeto a la dignidad humana está supeditado a la satisfacción de intereses de dominación, privados o estatales. Ya, cuando era Prefecto de la Congregación de la Fe, el Cardenal Joseph Ratzinger –luego Papa Benedicto XVI– había dicho que la acción pastoral de Óscar Romero era completamente coherente con la doctrina de la Iglesia.

Por ello no sorprende la decisión del Papa Francisco de hacerlo beato. Y beato dado su martirio: fue asesinado por odio a la fe. No “por lo que el creía, aunque estuviera equivocado”, como decía antes una parte de la derecha católica, sino por el rechazo –el odio– que sus asesinos sentían ante una expresión auténtica de la palabra de Jesús. Por ello, celebrar la decisión del Vaticano no puede estar acompañado de acciones para reducir la intensidad de su palabra. Primero debemos conocerla; luego aplicarla a un país cargado de situaciones que violentan la dignidad humana, dada la imposibilidad que tienen las estructuras y los modelos, creados en la posguerra, de responder a elementales derechos de la persona humana. Exigir justicia social y dignidad para las mayorías, denunciar el “pecado estructural”, es una obligación moral de quienes creemos en la palabra de Jesús, lo que se vuelve más imperioso si queremos honrar al Beato Monseñor Romero. Y para quienes tienen responsabilidades estatales o sociales, no basta expresar honras a San Romero de América, sino que han de proponer y realizar cambios reales en los que la solidaridad y la justicia, la libertad y el sentido de pertenencia a la sociedad sean los fundamentos. Romero no buscó honores; decidió simplemente ser el defensor de los humildes, ser la “voz de los sin voz”.

 

*Héctor Dada Hirezi fue Canciller de la República después del golpe de Estado de 1979 y miembro de la Junta Revolucionaria de Gobierno entre enero y marzo de 1980.

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