Opinión /

¿Cuál estado? ¿Cuál gobierno? ¿Cuál cambio?


Martes, 11 de agosto de 2015
José Miguel Cruz

El paro del transporte público forzado por las pandillas en El Salvador puso vergonzosamente en evidencia tres cosas, entre otras. Primera, que el estado salvadoreño y sus instituciones siguen siendo sumamente débiles. Segunda, que, en realidad, el gobierno efectivo del territorio nacional es constantemente compartido y negociado con grupos armados ilegales y criminales. Y tercera, que hay un deterioro crítico de la seguridad humana en el país.

En realidad, ninguna de estas condiciones es nueva. No surgieron con el sabotaje de las pandillas ni tampoco se gestaron con el actual gobierno. El estado salvadoreño nunca ha sido fuerte y todos los gobiernos anteriores desde la firma de los Acuerdos de paz se han encargado de erosionarlo y dilapidarlo. Desde la formación del estado salvadoreño en el siglo diecinueve, los gobiernos sucesivos han tenido que negociar el control del territorio con diversos grupos: ejércitos privados de finqueros, milicias partidarias, paramilitares, guerrilleros, escuadrones y criminales más o menos organizados.

Los grupos más conspicuos de turno se llaman maras y son más evidentes porque se han insertado en el tejido social del país de manera más efectiva que cualquier otro grupo informal del pasado. Esto explica en buena medida la capacidad actual de las pandillas y otros grupos armados existentes en el país para alterar el llamado orden social y establecer formas efectivas de autoridad, incluso a las puertas de Casa Presidencial. (Recuerde quién manda en la comunidad Las Palmas).

Los orígenes del descalabro actual de la seguridad en El Salvador se hallan en varios factores. Del lado político se encuentran en tres hechos y momentos claves: la manipulación y desnaturalización de las reformas de las instituciones de justicia y seguridad al inicio de la posguerra —gracias al gobierno de Cristiani―; el establecimiento de las infames políticas de mano dura—gracias a la administración de Flores―; y la iniciativa de negociar y pactar una tregua con pandilleros—gracias al liderazgo de Funes―. La actual crisis de seguridad fue construida poco a poco por la miopía y la ineptitud de pasados gobernantes.

El problema es que el actual gobierno no parece estar actuando de forma particularmente diferente con respecto al pasado. Esta crisis, con todo y sus costos, puede ser una oportunidad para acumular apoyo social; puede ser la ocasión para construir una gran coalición política sobre la base del hartazgo ciudadano de la inseguridad y del desorden; y debe ser el momento para impulsar de forma significativa la reforma democrática del estado y la administración pública salvadoreña, fortaleciendo las instituciones y sus mecanismos de transparencia. En lugar de todo lo anterior, sin embargo, el gobierno sigue haciendo más de lo mismo: más mano dura, más opacidad y más llamados a la polarización.

Lo anterior no quiere decir que no hay gente en distintos niveles de la actual administración trabajando fuertemente por hacer una diferencia, por aventurar planes y estrategias que rompen con el pasado, y por articular políticas de seguridad que son radicalmente inclusivas y, probablemente, más efectivas. Al contrario, hay muchas personas esforzándose de forma honesta en la actual administración. Pero el liderazgo nacional, con sus ausencias e inconsistencias, parece estar más preocupado por legitimar su presencia y mantener sus manos en el poder que en el arte de gobernar eficientemente. Como resultado, la cúpula gobernante acude a las mismas fórmulas del pasado, al populismo punitivo, a la falta de fiscalización y a la polarización política porque producen más dividendos inmediatos y menos atención a los problemas estructurales que no ha sido capaz de atender.

Nadie espera que gobernar uno de los países más pobres, desiguales y violentos de las Américas sea fácil. Pero todo el mundo espera, sin embargo, que a la luz de los fracasos del pasado, nuevas ideas y nuevas prácticas iluminen la gestión de la izquierda. No es posible esperar que la crisis de seguridad se resuelva haciendo más de lo mismo, gritando más de lo mismo y respondiendo de la misma forma a las críticas legítimas de la población. Tampoco es posible esperar que la realidad se transforme solo por hablar del cambio, especialmente cuando mucha gente percibe que el cambio solo alcanza a unos pocos, a los nuevos ricos.

La verdad es que, en la práctica, el poder se le escapa de las manos al Frente no como resultado de “golpe de estado suaves” o de proyectos de desestabilización planetaria, sino como resultado de su incapacidad para reformar las instituciones, de su incapacidad para recuperar el territorio real y simbólico de los diversos grupos que lo controlan y lo administran de manera más efectiva para su propio bienestar. El problema real para el partido de gobierno no es que los militares y los oligarcas le quiten el poder de forma violenta o paulatina. En realidad, en más y más lugares, el gobierno no manda más.

El problema real del gobierno es que ya ni siquiera pueda proyectar la ilusión de autoridad y de gobernabilidad en la conciencia ciudadana, y que todos los salvadoreños y salvadoreñas sucumban de una vez por todas a la sociedad natural de Hobbes, en donde la vida es pobre, desagradable, brutal y corta.

 

*José Miguel Cruz es doctor en Ciencias Políticas. Fue uno de los primeros académicos en estudiar el fenómeno de las pandillas en El Salvador a mediados de los 90 y desde entonces se dedica a investigar y analizar las políticas de seguridad pública en Centroamérica. Director del IUDOP entre 1994 y 2006, actualmente es Director de Investigaciones del Kimberly Green Latin American and Caribbean Center de la Universidad Internacional de la Florida (FIU).

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