Opinión / Violencia

Sobrevivir en el país más violento del mundo


Viernes, 4 de marzo de 2016
Daniel Valencia Caravantes

No hace mucho, en noviembre de 2015, una amiga hondureña vino a la ciudad para tratar de entender por qué nos estamos matando tanto. Me pidió explicaciones en la oficina, pero como la plática se nos hizo amena, continuamos en la Zona Rosa, un oasis lúdico, hotelero y restaurantero de San Salvador, la ciudad más violenta del mundo. Entre cigarros y cervezas, ella se burlaba de mi permanencia en El Salvador, y me preguntaba y repreguntaba que por qué ya no viajo a su país, al que visité durante tanto tiempo entre 2009 y 2014, cuando era por allá que se estaban matando tanto. 

He esperado mucho tiempo para esto… -dijo ella, y se puso maliciosa, sobreactuada, con cara de entrevistadora a punto de hacer la pregunta del millón, transmisión en vivo:

—¿Cómo se vive en el país más violento del mundo? –me soltó. Y luego recogió el vaso, que hacía las veces de micrófono, lo estiró de nuevo, brindamos, y reímos. A lo lejos, una banda tocaba covers de Bob Marley y un grupo de jóvenes capitalinos se emborrachaban en una noche de un jueves cualquiera de aquel mes con 14.9 homicidios diarios. 

Mi amiga me molestaba con razón, porque alguna vez le hice la misma pregunta cuando anduve tratando de entender a su país, que hasta 2014 reinó como el más violento del mundo, y que en 2011 alcanzó una tasa de homicidios que para nosotros era la locura, algo insuperable: 86 por cien mil habitantes. Aquella ocasión, en Tegucigalpa, mi amiga me respondió, medio en broma medio en serio, pidiéndome que no me creyera que los hondureños eran los más violentos de la tierra solo por lo que decía de ellos una estadística. Dejando de lado su defensiva, lo cierto es que una sociedad no es solo su violencia, pero también es cierto que si la muerte y su consecuencia impune es lo que más afecta a la mayoría de habitantes de esta región, uno de nuestros compromisos es tratar de entender qué le está pasando a nuestras sociedades.

Por eso cubrí Honduras en agosto de 2009, tres meses después del golpe de estado contra el expresidente Manuel Zelaya, hasta agosto de 2014, el último año violento de los catrachos. Recuerdo que desde mi primera vez, tras las marchas de la Resistencia Nacional contra el golpe de estado -en Tegucigalpa y San Pedro Sula-, regresé convencido de que allá está uno de los países más atractivos para el periodismo. Probablemente sea porque me deslumbró el golpe, esa burbuja congelada en el tiempo creada a la vieja usanza de las dictaduras militares que asolaron la región. Imagínense a un periodista de mi generación -nacido en medio de la guerra salvadoreña, marcado por una posguerra en la que nunca nadie nos explicó por qué nos matamos tanto- enfrentándose a aquella Honduras tan parecida a ese pasado: con su golpe, con sus tambores de lucha en un conflicto por la tierra entre campesinos y terratenientes… Pero luego descubrí que Honduras era más que el golpe: allá la policía tenía un olor añejado a infilitrados y centenares de historias de abusos y corrupción; el ejército se parecía a esos soldados rabiosos que, según me cuentan aquí,  respondían a sus amos, los grandes empresarios, con muerte y represión contra los críticos de los privilegios de unos pocos y los opositores del desigual status quo. Todo era apetecible y tenía sentido de importancia. Allá, donde uno fuera, el golpe, la desigualdad, la impunidad del ejército y la policía, y también el cuento del billete fresco del narcotráfico, salía de la boca de todos, desde fiscales temerosos hasta los más altos funcionarios del gobierno depuesto y políticos golpistas. En 2012, Estados Unidos reconoció, lapidario, que el 80% de la droga que intenta llegar a su patio hacía parada obligatoria en la gran bodega hondureña, con todas  las consecuencias que eso generaba sobre el tablero, donde también había (hay) pandillas y, ante todo,  miles de víctimas expuestas a todos esos frentes.

Buena parte de las historias que me han hecho crecer como periodista y como persona las escribí intentando contar a Honduras. Y pese al recorrido, a la fecha soy incapaz de darle un sentido a la pregunta que le hice a mi amiga. Regreso a mis memorias y recuerdo a un pueblo sumido en los mismos problemas de miseria, hambre y desigualdad que tiene El Salvador, pero que pese a todo se levanta, trabaja, come, duerme, ríe, llora, baila, toma, canta, grita y supera sus desgracias como quien se repone de una pesadilla. Recuerdo a la señora de las baleadas en el centro histórico, que le daba de comer a los policías de una de las postas más oscuras y coludidas de la ciudad; al expandillero que le partió un pastel a su hijo a la orilla de una calle en San Pedro Sula, a sabiendas de que probablemente por alguna de esas esquinas lo estaba esperando la muerte. Recuerdo sobre todo una peculiaridad de los hondureños que todavía me quita el sueño: pese a tantas balas y sangre, en casi toda Honduras existían –y existen- los taxis colectivos. Un cliente se sube, y el taxista recoge a más pasajeros en el trayecto. Y nadie desconfía o, más bien, hay una gran comunidad que confía en el otro, contra todo y pese a todo. En El Salvador ese gesto es impensable. Aquí ese resquicio de confianza entre pares ya lo hemos perdido.

Niñas se enfrentan a la escena de un homicidio. A la izquierda, dos niñas compran minutas (raspados) en la Ceiba, Atlántida, Honduras (agosto de 2011). A la derecha, dos niñas cruzan la barrera policial en Lomas de Candelaria, San Marcos, El Salvador (septiembre de 2015). Fotos de Daniel Valencia y Jaime Anaya. 
Niñas se enfrentan a la escena de un homicidio. A la izquierda, dos niñas compran minutas (raspados) en la Ceiba, Atlántida, Honduras (agosto de 2011). A la derecha, dos niñas cruzan la barrera policial en Lomas de Candelaria, San Marcos, El Salvador (septiembre de 2015). Fotos de Daniel Valencia y Jaime Anaya. 

Desde aquella charla en la Zona Rosa me quedé dándole vueltas a su pregunta: ¿cómo se vive en el país más violento del mundo? Intenté en diciembre, enero y febrero pero no me salió ningún ensayo de respuesta, y si ahora dibujo este primer bosquejo es porque me envalentonan una sucesión de noticias violentas que se acercaron mucho a mi cotidianidad.

Hoy por la tarde, un amigo me contó el desenlace de un caso de extorsión. Hacía semanas me había pedido ayuda porque uno de sus amigos estaba siendo extorsionado, y le recomendé que fuera a la policía. Resulta que la policía lo atendió, pero con el tiempo desestimó el caso porque los extorsionistas no habían materializado ninguna de sus amenazas. A los días secuestraron a la hermana de su amigo. 'Por suerte, por puro milagro', me cuenta mi amigo, ella logró escaparse, avisó a la policía y detuvieron a uno de sus captores.

Salí del periódico, llegué a casa y antes de dormirme me topé con el tuit de otro amigo: 'Hoy, la violenciaSV ha golpeado de nuevo a mi familia. Descansa en paz...'  Mataron a su primo, un agente de la policía. En El Salvador, desde enero de 2015, los agentes de la policía han sido enviados a una guerra sin treguas contra las pandillas; y ellas, que dominan vastos territorios, han sabido responder, atacando a  los policías allá donde viven, que al final de cuentas son las mismas barriadas de miseria en donde nacen, crecen y se reproducen nuestros jóvenes pandilleros.

Le respondí a mi amigo con un pésame y fue entonces cuando uno de mis mejores amigos, cerca de la medianoche, me pidió ayuda por Whatsapp:  

—Ke ondas vieja Ya viste lo de la masacre Puta… Vale verga Mira decime cómo se ase para pedir asilo político en otro país –escribió.

Por la mañana, desconocidos masacraron a 11 personas. Una masacre en un país que ya llegó a los 23 muertos diarios. Le pregunté si a él le había ocurrido algo, que me preocupaba su inquietud.

—Nada –respondió–. Solo quiero irme de este caos antes de ke me vaya en la colada…

Aquí no se vive... Se sobrevive reconociendo que las bombas, cuando estallan demasiado cerca, dan miedo.

San Salvador, El Salvador. Marzo de 2016

 

*Daniel Valencia Caravantes es periodista de El Faro desde 2002. Cuenta con textos publicados en revistas y periódicos en Europa y Latinoamérica. Fundador de la Sala Negra de El Faro, coautor del documental Las masacres de El Mozote (El Faro, 2011) y de los libros Crónicas negras, desde una región que no cuenta (Aguilar, 2013) y Jonathan no tiene tatuajes (UCA Editores, 2010).

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