El Salvador / Desigualdad

Los 10 minutos agónicos de la Elim

Llovía fuerte, y antes de iniciar el retorno a sus casas desde la iglesia Elim, habían respondido “amén” cuando dentro del bus les preguntaron si estaban dispuestos a irse con Dios. Pasaron la esquina de la 17a. Avenida Sur, donde dejaron a Rosa. Siguieron unos metros y entonces la muerte, agazapada, les saltó encima en forma de un muro de agua. Fueron 10 minutos de gritos de auxilio, de llamadas telefónicas, de desesperación. 10 minutos de agonía para 31 feligreses que aguardaron un auxilio que nunca llegó.


Lunes, 8 de septiembre de 2008
Edith Portillo

Faltaban 10 minutos para las 9 de la noche. Era jueves y, resguardada en su casa mientras una tormenta caía sobre San Salvador, la familia Landaverde esperaba la llegada de la mayor de sus hijas para cenar. Entonces sonó el teléfono. “Es Krisia, pero no entiendo qué es lo que me dice”, le dijo Deanna a sus padres, luego de levantar el auricular e identificar apenas una voz desesperada, la de su hermana. Luis tomó entonces el teléfono. Estaba a punto de tener la primera de las últimas tres imborrables conversaciones que tuvo con su hija. Krisia, adentro de una gran lata amarilla con 31 personas más, estaba a 10 minutos de la muerte.

—¿Krisia?
—¡Papi, papi!
—¡¿Qué pasa?! —le dijo un Luis cuya voz se contagiaba del tono alterado de la hija.
—¡El bus se está llenando de agua, vení a ayudarnos!
—¡¿Y dónde están?!
—¡En la gasolinera de la Málaga!
—¡Ya voy a llegar!

Luis Landaverde había llegado a su casa cerca de las 8 esa noche del 3 de julio. Había entrado a su vivienda en la colonia Costa Rica, en el sur de la ciudad, luego de hacer un viaje de 55 kilómetros desde Zacatecoluca, en el departamento de La Paz. Allí trabajaba en esos días en una sucursal del Banco Hipotecario, pues como empleado supernumerario cubría las vacaciones del personal en distintos lugares del país. Ese había sido un día pesado. Día de lidiar con auditores y día para querer por fin estar en el refugio del hogar con Miriam, su esposa, y con sus tres hijos, Krisia, Israel y Deanna.

Había pasado media hora desde su llegada cuando, ya en ropa de descanso, escuchó la preocupación de su esposa. “Mirá, Krisia no ha venido, deberías de hablarle”. La sensación de Miriam no causó alerta en Luis. Pensó que si el culto en la iglesia terminaba a las 8 y si estaba lloviendo tan recio, el bus que llevaría a Krisia hasta su casa desde Ilopango seguramente llegaría a la Costa Rica cerca de las 9. Tranquilizada por los cálculos de su esposo, Miriam empezó a calentar la cena.

En esa tarea estaban los Landaverde cuando sonó el teléfono, cuando Luis recibió esa llamada que hizo que el cansancio se le fuera de inmediato y que en un sobresalto estuviera de nuevo en pantalón, con una chumpa y una gorra. No tenía claro qué pasaba, pero por la voz agitada de su hija y el murmullo que se escuchaba atrás de ella en el bus sabía, al menos, que tenía que llegar a ayudarlos. Y pronto.

La futura doctora

Krisia había cumplido sus 24 años el 9 de junio y había salido al final de esa tarde hacia el templo central de la Iglesia Misión Cristiana Elim, en Ilopango. Como cada lunes y jueves, había esperado a pasos de su casa el bus que llevaba a los feligreses de ese sector hacia la iglesia y que, terminado el culto, los devolvía a sus hogares.

Como se integraría de nuevo a sus estudios universitarios hasta el siguiente ciclo, ese día había estado en su casa, encargándose de los quehaceres y pendiente de atender a sus hermanos cuando llegaran del colegio por la tarde. Esa era su rutina en esos días en que no pasaba en las aulas de la Facultad de Medicina de la Universidad de El Salvador (UES), donde cursaba ya su tercer año de estudio. “Hoy ya decía que se quería dedicar al área materno-infantil, pero al principio decía que quería ser médico forense”, cuenta Luis, que sin tapujos se apuraba a cuestionarle su elección: “¿Por qué médico forense si es mejor darle alivio a la gente que está enferma? ¿A los muertos para qué?”. “Pero es bonito saber y decirle a la gente de qué murió alguien, y además a nadie le gusta tocar muertos”, le objetaba una segura Krisia, que desde que había decidido estudiar Medicina se había empeñado en convencer a su padre de que esa era su vocación.

Es que su vocación era ayudar, dice Luis. Desde que terminó su bachillerato y comenzó la búsqueda de la profesión ideal, todas las pruebas de intereses y aptitudes apuntaban a lo mismo: debía estudiar una carrera con la que encontrara la satisfacción de servir a los demás. Así era Krisia. Servicial, amable, reservada con quienes no tenía mucha confianza, pero cariñosa y simpática con quienes apreciaba. Así era en casa con sus hermanos y sus padres, y especialmente con los niños para los que daba clases en la escuela bíblica infantil de la iglesia.

“Así era ella, especial”, dice también su viejo profesor Hugo, ese que la conoció cuando Krisia apenas cursaba el quinto grado en el Liceo Cristiano Reverendo Juan Bueno del barrio Santa Anita. Entre las fotos que conserva en su computadora, Hugo Miranda guarda aún algunas de ella. “La amistad con ella y su familia trascendía incluso del colegio. Esta vez fue para cuando nos invitó a sus 15 años”, dice al mostrar una de las fotografías. En la imagen, aparece acompañada de sus amigos una delgada quinceañera de pómulos pronunciados, estatura mediana, cabello oscuro y ondulado, con una tez morena que contrasta con su vestido rosa. Y como en muchas de sus fotos, posa para la cámara con una sonrisa que apenas se dibuja, guardándose para sí una más amplia. 

Ese jueves 3 de julio de 2008, Krisia ya no lucía como aquella quinceañera de la foto que estaba por terminar el noveno grado. Estaba convertida en una joven de 23 años, segura de lo que quería hacer en su vida y, segura sobre todo, de que también quería dedicarla a Dios. Por eso, minutos antes de caminar hacia la parada de busses esa tarde, cerca de las 5:30, no había hecho caso a los pedidos de sus hermanos y de su madre, esos pedidos que solo después de la muerte saben a presagios. “No vayás hoy a la iglesia, Krisia, mirá, está lloviendo”, “sí, Krisia, quedate”, le dijeron Deanna e Israel. Su madre, que había tenido tres días de trabajo agotador, tampoco quería ir y acompañó a sus hijos en la petición. Pero a las ganas que Krisia tenía de asistir al culto nadie les ganó ese día. Se peinó, se vistió con una falda de lona azul, una blusa negra con pringas grises, y unas botas también color gris. “¿Voy bonita?”, consultó a sus hermanos. Ambos convinieron que sí, que ese día, bajo el paraguas con el que se protegió hasta la parada, su hermana iba linda hacia la iglesia.

Una oración “por si pasa algo”

El mensaje en el culto de esa noche había llamado a los feligreses a no ser “cristianos fríos” y, como siempre, había terminado con la encomienda a Dios para que los llevara con bien en su camino de regreso a casa. Ese día, una sola oración general en el templo quizás no bastaba. La tormenta arreciaba demasiado y los rayos tampoco cedían. Como previendo que algo malo sucediera, Fredy Cruz Castillo, encargado de verificar que todo fuera bien en el trayecto de regreso del bus, animó a los hermanos a hacer juntos una oración especial antes de que el vehículo dejara el parqueo de la iglesia. “Nos vamos a poner en las manos del Señor porque si algo nos sucede estamos con Cristo. ¿Están de acuerdo?”, preguntó. “Amén”, le contestaron sus compañeros de viaje, entre ellos María Palacios, su esposa, y sus tres hijos de entre cuatro y 10 años, Josué, Isaí y Eleazar.  “¿Están de acuerdo? ¿Estamos dispuestos a irnos con Dios si nos pasa algo en el camino?”, les insistió. Los pasajeros volvieron a asentir.

Así, a ritmo lento por la lluvia, William González, un recién reconciliado feligrés que tenía al menos cinco años de conducir el bus, se alejó de Ilopango para dirigirse hacia la zona de la colonia Málaga, donde dejaba a sus primeros pasajeros. Hacia allí iba Rosa de García, una señora de 45 años a la que aún se le quiebra la voz y se le ponen los ojos vidriosos cuando recuerda esa noche. Hugo García, su esposo, iba encargado de otro bus de la iglesia que seguía una ruta cercana esa noche. Por eso ella se había sentado cerca de la mitad del bus, al lado de María Isabel Pérez, una anciana de 65 años que iba especialmente contenta, pero que inusualmente iba sola, sin ninguno de los vecinos que vivían con ella en la colonia IVU. Conversando en el trayecto hacia la Málaga la anciana le confesó algo que hoy, a dos meses de esa noche, se suma a las paradojas de los feligreses del bus. María Isabel no se había levantado con ganas de ir al culto, pero finalmente se decidió. Es que por la mañana, había sentido una “bolencia”. “Como que me había echado un trago”, le dijo. Las dos se echaron a reír. “Pero se reía con ganas y entonces a mí me daba risa también, tanto que hasta pena me dio porque las dos hermanas que venían a la par se nos quedaron viendo”, recuerda Rosa.

Esas dos hermanas que se les quedaron viendo eran Ana Juárez y su hija Diana Méndez. Diana era una joven de 23 años que, al igual que Krisia, estudiaba tercer año de Medicina en la UES. Desde que finalizó el culto y abordó el bus, Diana llevaba en mente hacer una llamada. Así lo había anticipado ella a las 8:07, cuando decidió enviarle a Margarita, una de sus mejores amigas, un mensaje de texto a su teléfono celular: “Hola mujr tas n tu house xq te quiero preguntar algo pro t llamare como a las 9:30”.

Pero las 9:30 nunca llegaron para Diana. Porque cuando Rosa de García se levantó de su asiento porque estaba cerca de su parada, Diana, su madre y la anciana María Isabel estaban a escasos minutos de la muerte. Rosa se colocó junto al primer asiento del bus, lista para dejarlo. A su lado, en ese primer asiento, Mirna Rivas atendía a su pequeña hija Isabel Martínez, de cinco años, a la que llevaba abrigada por su constante tos. “¿Y el hermano Hugo dónde va? ¿En el otro bus va?”, le preguntó la niña a Rosa.

Al llegar a la esquina de la 17a. Avenida Sur y la Calle a Monserrat, William González hizo la parada para que bajaran Rosa y la hermana Reina. Dejaron la unidad bajo la lluvia y recibieron de Fredy Cruz, que iba parado en las gradas de la entrada del vehículo, una advertencia que minutos más tarde bien pudo haber sido para sí mismo: “Agárrense bien porque está lloviendo fuerte y no se las vaya a llevar la corriente”. La recomendación era porque las señoras tendrían que atravesar un puente de unos 15 metros de largo para llegar a sus casas. Un puente que pasa sobre el cauce del Arenal de Monserrat, cuyo nivel en ese momento estaba ya al nivel de la calzada. “Empezamos a caminar sobre el puente y sí se nos mojaron los zapatos, pero alcanzamos a pasar bien. Había agua, pero era normal, no se había salido”, recuerda Rosa. El autobús había llegado hasta ahí sin problemas de inundación en la calle.

“¡Papi, no podemos, apurate!”

Antes de que Rosa dejara el bus, ella y María Isabel no eran las únicas que iban alegres. Más atrás, casi al fondo, Krisia compartía bromas y risas con sus compañeros del grupo de jóvenes, un grupo con el que había crecido, con el que había disfrutado de excursiones y con el que, dirigidos por Guillermo Castaneda, solían salir en las noches a recoger envases de plástico por las calles de San Salvador, para luego venderlos y costear así sus actividades de la iglesia. Allí, “chistando”, como dice Rosa, venía Krisia con Melvin Méndez, Abraham Ramírez y Fabricio Montoya.

Cerca de ellos, solo, en el último asiento, estaba Pedro Estrada, un albañil de 36 años que esa noche tenía una razón especial para agradecer a Dios. El día anterior había recibido la aprobación para emprender un proyecto grande, la construcción de una casa completa, justo la respuesta a una de las peticiones que la familia Estrada Valiente había enviado hacia el cielo al inicio de la semana. Habitualmente, Pedro viajaba con su esposa y sus dos hijas, de 11 y 13 años. Pero durante esa semana, la mayor de ellas se encontraba en período de exámenes en el colegio, en el Liceo Cristiano Reverendo Juan Bueno, el mismo en el que años atrás había estudiado Krisia. Pedro prefirió no pedir permiso para que la niña saliera temprano y que la familia completa fuera al templo. Decidió ir solo. Tampoco accedió a los ruegos de su hija menor para que la llevara con él. “No, hija, usted quédese cuidando a su mamá. Pero me voy a llevar su Biblia, vaya”.

Solo, nada más con la Biblia con la que había logrado consolar a su hija tres horas antes, se quedó Pedro en el fondo del bus cuando Rosa bajó y él estaba apenas a tres cuadras de su parada.

En lo que las señoras cruzaban el puente sobre el río con rumbo norte, el bus continuó su marcha hacia el poniente, sobre la Calle a Monserrat. Las hermanas Rosa y Reina llegaron al otro lado de la calle y terminaron de caminar hasta sus casas. El bus había avanzado unos 50 metros. Fue entonces cuando ocurrió. Una repunta bajó del Arenal de Monserrat, desbordándose hacia la calle justo en el punto en el que el cauce pronuncia una curva hacia la izquierda y donde, contrario a 50 metros aguas abajo, no luce ninguna obra de mitigación de riesgos.

La voluminosa corriente inundó la calle y sorprendió a William González y a sus 31 pasajeros, y lo único que pudo hacer, empujado por la misma fuerza del agua, fue pegar el bus hacia un muro que estaba a su lado izquierdo, tratando de frenar el arrastre. Entonces comenzó la verdadera preocupación dentro de aquel bus que en su frente anunciaba “Cristo viene pronto”.

Faltaban 10 minutos para las 9 de la noche. En ese momento sonó el teléfono de la casa de los Landaverde. Y también en ese instante sonó otro teléfono: el celular de Guillermo Castaneda, el líder del grupo de jóvenes. Cuando timbró, Guillermo conducía su carro sobre el Bulevar del Ejército, cerca de la fábrica Molsa, pero no alcanzó a contestar. A los segundos pudo revisar su buzón de mensajes de voz. Era Melvin Méndez, quien pedía que le correspondiera con urgencia. Así lo hizo. Cuando llamó, las bromas y las risas que Melvin compartía con sus amigos en el bus se habían terminado. Estaba desesperado. Gritaba. Le decía que el río se había salido del cauce y que el bus se estaba llenando de agua. Le pedía a gritos que llegara a ayudarlos.

En ese momento, Guillermo aceleró la marcha del vehículo en el que iba con su esposa. La desesperación de Melvin era tan evidente que se la contagió. Llamó a dos pastores que venían adelante suyo para reportarles lo que pasaba. César Villalta, el pastor de la zona, tomó camino en su carro también hacia el lugar. Guillermo seguía a toda velocidad. Manejaba con las manos temblorosas y le llamó de nuevo a Melvin cuando estaba en el barrio La Vega. Melvin seguía desesperado y eso aumentó los nervios de Guillermo. Chocó el carro contra unos “sapos” y explotó una de sus llantas. Llovía sobre mojado.

Mientras Guillermo luchaba por llegar al lugar, Luis Landaverde hacía lo mismo, pero a pie, corriendo desde la colonia Costa Rica. Krisia le había dicho que estaban por la gasolinera de la Málaga y él buscaba entonces la estaciónShell que está dos cuadras al oriente, sobre la 13a. Avenida Sur y la calle Francisco Menéndez. Corriendo cerca del Zoológico Nacional para subir hasta allí, hizo una parada forzada. Había “una gran laguna” en la calle, calculó mal el salto hacia una acera y se cayó. Golpeado, decidió hacer una llamada a Krisia. Eran ya las 8:58.

—¡Krisia!
—¡Papi, apurate!
—¡Pero decime qué ha pasado!
—¡Apurate, papi, apurate, que el bus se sigue llenando de agua!

Entonces, Luis le hizo la pregunta que quedó en la cabeza de muchos. De muchos que no comprendían la fuerza de la corriente.

—¡Krisia, ¿y por qué no se bajan?!
—¡Papi, no podemos, no se puede! ¡Apurate, apurate!

Al fondo, Luis escuchó llantos de niños, gritos de mujeres. Se preocupó más y siguió corriendo.

El que soñaba con ser ministro

Con la corriente tan fuerte y el nivel del agua subiendo cada vez más, abandonar el bus por la puerta no era una opción. Sin embargo, el grupo de jóvenes hacía lo que estaba a su alcance para salvar sus vidas y las de sus compañeros de viaje. Cuando el motor del bus se apagó y comenzó a sentirse más el arrastre de la corriente, Melvin decidió intentar salir por una ventanilla y subir al techo del bus. Una tarea nada fácil si se toma en cuenta que el bus tenía unas ventanillas que con los vidrios bajados apenas dejaban un espacio de unos 25 centímetros de altura por 60 de ancho para salir. Una persona con ligero sobrepeso no podría pasar por ahí.  Además, tampoco tenía parrilla en el techo u otro elemento que ofreciera asidero a quien quisiera salir sin arriesgarse demasiado a caer a la corriente. Melvin, sin embargo, luchó, hizo contorsiones y le ayudaron desde adentro a llegar al techo.

Melvin tenía 24 años. Vivía con su madre, su hermana y sus abuelos, y por ser el último en bajarse del bus, en el Reparto San Patricio, también era uno de los encargados de velar porque todo fuera bien en el recorrido. Por eso, dicen varios feligreses, él seguramente se sentía responsable de hacer algo por los que allí iban. Además, dice Ana Elizabeth, su madre, él siempre era dado a ayudar, “quizás a veces hasta se pasaba de bondadoso”.

El joven estudiaba tercer año de ingeniería civil en la misma casa de estudios de Krisia y Diana, la UES. Con esa carrera emprendida, era un joven que soñaba con ser algún día ministro de Obras Públicas. “El próximo ministro de Obras Públicas soy yo, aquí lo tenés”, le dijo varias veces a Ana Elizabeth. Entre el grupo de jóvenes y su vecindario, era además el codiciado prospecto que toda madre quería para sus hijas: atento y  respetuoso, pero además guapo. De aspecto bronceado, siempre con su barba bien recortada en un triángulo y su gorra gastada. Simpático hasta con su maliciosa mirada achinada y con su linda y pareja sonrisa. “Las ancianas lo querían para que fuera su nieto, las señoras decían que lo querían para hijo o para yerno, las jóvenes que lo querían para esposo. Todavía ahora que él ya no está me dicen ‘yo estuve enamorada de su hijo’”, cuenta su madre, en uno de los pocos momentos en los que logra detener las lágrimas y sonreír cuando recuerda a su esbelto Melvin.

En un salón de su pequeña casa, una mesa sirve hoy de altar para su hijo, un altar repleto de fotos, desde las más viejas hasta las más recientes, y a la par de ellas muchos otros recuerdos: la capa y el birrete que el joven usó para su graduación de preparatoria, su diploma, la tarjeta en la que le decía que la amaba “aunque seas brava”, sus lentes oscuros y su Biblia. Esa Biblia se la había regalado Ana Elizabeth el 7 de mayo de 1994, el día de su cumpleaños número 10. Al repasar sus páginas, todas con versículos resaltados en distintos colores, con notas al margen y reflexiones suyas en papeles sueltos, se refleja la devoción que tenía Melvin. Y se refleja, además, lo que hoy su madre lee como una señal de que a su hijo Dios ya lo estaba llamando. En una de las notas sueltas, sin fecha, Melvin había escrito seis líneas que erizan la piel de cualquiera: “Querido Dios, ¿hasta cuándo me privarás de ver tu rostro? Por favor, llévame”.

Ese 3 de julio, Ana Elizabeth no presentía que Melvin vería cumplida su petición por la noche, pero algo —no sabía qué— le angustiaba desde la mañana. No quería ir a trabajar y sentía una necesidad apremiante de quedarse en casa con su hijo. Melvin tampoco quiso ir a la universidad ese día, quería estar con su mamá. Pero él, en cambio, estaba alegre, la abrazaba y le repetía que la amaba. Por la tarde, a las 4, dejó a un lado la Biblia que leía y comenzó a alistarse para ir a la iglesia. Su madre hizo un intento por frenarlo, recordándole que no se había estado sintiendo bien de la cabeza. “No vayás, hijo, mirá que has estado enfermo”. “Cómo no, hermosa, yo en la universidad y en la casa puedo estar enfermo, pero en la iglesia yo estoy bien, allí no me duele nada”, le respondió. A las 5, Ana Elizabeth acompañó a su hijo a la parada de buses. Allí, él le dedicó sus últimas palabras. “Adiós, hermosa, cuidate”. Ella, todavía angustiada y con dolor de cabeza, se fue a cumplir sus labores como despachadora en un restaurante de la Alameda Roosevelt.

Tres horas más tarde, cuando el culto había ya terminado y Fredy Cruz sugirió hacer la oración especial antes de que el bus partiera de regreso, Melvin seguramente no estaba temeroso por la tormenta que caía. Cuando llovía recio y tronaba, le comentó una vez a su líder y amigo Guillermo, era porque Dios estaba construyendo su casa en el cielo. Era, decía, porque estaba soldando los balcones de esa casa.

Casi una hora después, sin embargo, Melvin estaba desesperado, subido en el techo del bus, pidiendo auxilio a gritos. Tal vez allí arriba ni siquiera alcanzó a pensar que si él hubiera sido ministro de Obras Públicas, como era su sueño, habría hecho obras de mitigación en ese punto donde el río se había desbordado. Mucho menos pudo haber pensado que, ahora, ese cargo que un día él anhelaba ocupar está demandado en la Fiscalía General de la República, precisamente por lo que estaba a punto de ocurrir. En esos minutos, sobre un bus que iba cediendo a la corriente, Melvin solo quería ayudar a su gente.

Abraham, “el diaconiño”

Estando Melvin ya arriba de la unidad, los jóvenes continuaron en su esfuerzo de salvarse. Aparte de los gritos de auxilio con que ya los acompañaban el resto de pasajeros, los jóvenes intentaban también sacar a otro de sus amigos para que acompañara a Melvin en el techo y pudieran hacer algo. Desde afuera, Melvin sostuvo a Fabricio Montoya para ayudarlo a subir. Desde adentro, según ha contado el mismo Fabricio, le ayudaba Abraham Ramírez, un adolescente de 14 años, de lentes, bajito y regordete, que lucía aún más joven con sus morenos y abultados cachetes, y que nunca faltaba a sus citas con Dios en el templo. 

La dedicación de Abraham a su iglesia, más que la de cualquier otro de sus compañeros de bus y aventuras, era muy bien conocida entre la congregación de la Elim. Su sueño era llegar a ser pastor, y desde ya adoptaba todas las formalidades posibles para ser tomado en serio. Cuando iba a la iglesia, su vestimenta era impecable: sus zapatos de lustrar y  pantalón oscuro, camisa blanca manga larga y corbata oscura. Igual que los diáconos, ese grupo de servidores que asisten en la organización dentro de la iglesia. Con tales similitudes y anhelos, Melvin no podía encontrar mejor apodo para su pequeño amigo, y lo bautizó con el nombre por el que ahora más se le recuerda: “el diaconiño”.

Sus compañeros jóvenes, cuenta Guillermo —el líder del grupo—, incluso le hacían bromas a Abraham por su formalidad. “Siempre se abrochaba hasta el último botón y nosotros le decíamos que tenía que ser más jovencito, que se pusiera camiseta”, cuenta Guillermo con una risa tímida. Su abuela, Blanca Pérez, también lo recuerda en ese talante. “Le gustaba sentirse muy adulto, decía que aunque fuera niño merecía su respeto”. Con ella había vivido en la colonia Providencia, cerca del zoológico, hasta seis semanas antes de ese 3 de julio.

La mañana de ese día, Blanca tampoco se sentía bien. Extrañaba a Abraham, que impulsado por un disgusto con ella había decidido irse a vivir con Dalila, su madre. Pero ese no era el motivo de su malestar. De cualquier modo, Dalila vive apenas a la vuelta de su casa y Alejandra, la inseparable hermana mayor de Abraham, seguía viviendo con ella, de modo que siempre había oportunidad de mantener el contacto con su nieto. Cuando Alejandra se fue a estudiar temprano por la mañana, de hecho, le pidió que llamara a Abraham para que la fuera a visitar. Ella no sabía qué hacer, necesitaba hacer unos mandados, pero no se decidía a salir o a quedarse en casa, donde tiene una tienda y vende comida a la hora de almuerzo. Se sentía “desorientada, desequilibrada”. Abraham, como estudiaba por la tarde, le ofreció atender la tienda en su lugar, pero sería hasta las 11 de la mañana. “Es que tengo examen y tengo que estar temprano en el colegio, si no, me van a quitar el pupitre”, le dijo.

Una vez Blanca terminó sus encomiendas, Abraham se fue al Reverendo Juan Bueno, donde la hija del solitario Pedro Estrada del bus también rendiría sus exámenes. El diaconiño tomó lugar en un pupitre en segunda fila, frente al escritorio del profesor Hugo, el mismo Hugo Miranda que hacía años le había dado clases en esas aulas a su amiga Krisia Landaverde. A mitad de la tarde, Abraham comenzó a desarrollar su examen de moral, una prueba en la que tendría que hablar sobre el concepto de la justicia. Como él sí tenía permiso para retirarse 15 minutos antes del final de la jornada todos los lunes y jueves para asistir a la iglesia, sabía que solo tendría que terminar temprano su examen. Así lo hizo.

Antes de las 5:30, Abraham salió del colegio a esperar el bus. Como cosa extraña, no lo hizo corriendo, apurado por el temor de que William González lo dejara y le hiciera perderse el culto. Ese día, el profesor Hugo había renunciado a sus bromas de lunes y jueves para el diaconiño. “Yo siempre lo molestaba y trataba de retenerlo un poco, porque sabía que le encantaba ir a la iglesia. Pero ese día él terminó temprano su examen y le dije que agarrara sus cosas, que se pusiera su camisa y su corbata y que así se fuera tranquilo”, cuenta el maestro.

Entonces Abraham se paró a esperar el bus en la esquina de la 17a. Avenida Sur y la calle a Monserrat, frente a donde Rosa se bajaría más tarde. Esperaba también a Alejandra, su hermana, que siempre lo acompañaba al culto. Pero Alejandra no apareció. Estaba con su abuela quien para esa hora se sentía peor, tenía calentura y le pidió que se quedara con ella. “Pero Abraham me va a estar esperando”, le objetó. “Llamale al celular y decile que no vas a ir”, insistió Blanca. Alejandra lo intentó, pero el diaconiño había olvidado el teléfono en casa, el teléfono que el 2 de mayo había pedido como regalo de cumpleaños en sacrificio de un pastel. Sin su hasta entonces inseparable Alejandra, Abhram subió al bus. Cuando ya estaban a bordo todos los pasajeros, incluidos sus amigos, se encargó de dirigir la oración para que Dios los llevara con bien hasta Ilopango. Por supuesto, antes de iniciarla había que cumplir con los formalismos, y entonces el diaconiño lanzó una indirecta para las mujeres: “Voy a esperar a que las hermanas se pongan la mantelina para empezar la oración”.

La última llamada

Faltaban 10 minutos para las 9 de la noche, tres horas después de que Abraham hiciera aquella oración, y un tercer teléfono sonó. Era el de la familia Rodríguez Gómez, que vive en un pasaje cuyo muro trasero da hacia la calle a Monserrat, unos 50 metros al poniente de la 17a. Avenida Sur, frente al lugar donde los 32 feligreses de la Elim comenzaban, con gritos y llantos, a pedir auxilio. La tormenta no había permitido escuchar bien los gritos desde el bus, pero la llamada en la casa de los Rodríguez alertó a todos sus ocupantes. “Boris, Boris, salí ahorita que allí en el muro de la casa está un bus y lleva un montón de hermanos”. La madre de Boris acababa de bajarse, frente a la casa de Rosa, de un bus de la ruta 5. Esta unidad ya no había alcanzado a pasar sobre el puente que recién habían cruzado las hermanas. La repunta ya había inundado la calzada.

Boris y Marleny, su hermana, corrieron a ver desde el alto del muro lo que su madre había descrito. Casi pegado a la pared, William González trataba aún de controlar el bus con los desesperados pasajeros y pegarlo todavía más para contrarrestar el efecto de la corriente. Sobre el bus, Melvin y Fabricio les gritaban que les tiraran lazos para amarrar el vehículo. Marleny, impresionada, corrió a pedir ayuda a la Cruz Verde, a unos 50 metros del frente de su pasaje. Llegó, pero asegura que no le hicieron caso con prisa. Guillermo Castaneda y su esposa, además de otros familiares que fueron telefoneados por las víctimas, llamaron también al servicio de emergencias 911. Estos prometían abrir el reporte del caso, pero tampoco se presentaron en el momento.

El hermano y el novio de Marleny, junto con otros vecinos del lugar, arrancaron mientras tanto la maya ciclón que estaba sobre el muro. Así sería más fácil ayudarlos. Pero frustrados porque veían que era poco lo que podían hacer, comenzaron a animar a Melvin y a Fabricio a que saltaran. Fabricio, temeroso, se decidió a saltar. Melvin, desesperado, se mantenía sobre el bus y les gritaba que no podía hacerlo, que había que amarrar el bus y salvar a los demás. Le lanzaron una cuerda vieja, un poco gastada, la única que los Rodríguez Gómez, impotentes, lograron conseguir. La cuerda no aguantó. El único lazo disponible se rompió.

Ya eran las 9 y el padre de Krisia continuaba en su lucha por llegar al rescate de su hija y ahora estaba cerca de la gasolinera Shell, donde Krisia le había dicho que se encontraba. Desde la Málaga bajaba ya una corriente de agua sobre la calle, pero Luis, con las piernas cansadas, continuó desafiando el agua. Se acercó más a la estación, pero no podía desde allí divisar el bus. Este, en realidad, estaba a unos 350 del lugar donde Krisia había ubicado a su padre. Por eso, extrañado de no ver la unidad, volvió a llamarle a su hija, quien le dijo que las cosas estaban peor.

—¡Krisia, ¿qué pasó?
—¡Papi, apurate, que el agua ya llegó arriba de los asientos!
—¡Krisia, no te veo, yo veo la gasolinera, pero no veo el bus! ¿Que ya lo sacaron?
—¡No, aquí estamos!

En ese mismo instante, Melvin llamaba por última vez a Guillermo. Éste, esperando a que un desconocido terminara de ayudarle cambiando la llanta de su carro, le tiró el teléfono celular a su esposa para que contestara. Fue ella quien escuchó el grito agónico de aquel joven que se había convertido en un gran amigo de su esposo. “¡Ayúdennos, nos está llevando el aguaaaaaa...!”. La llamada se cortó. El bus, derrotado por la corriente, medio flotando, había golpeado un poste con la parte trasera y se había tambaleado. Melvin, que se había rehusado a saltar hacia la salvación en su intento de ayudar a los demás, perdió el equilibrio y cayó al agua. Segundos después, Luis hizo un nuevo intento de comunicarse con su hija. Krisia ya no contestó. El bus, con el motorista y los 29 pasajeros que aún quedaban dentro, había sido alcanzado por una especie de remolino que lo arrastró desde la calle hasta el arenal de Monserrat que bajaba furioso.

Dos meses después de la tragedia, los familiares de las víctimas de la Málaga aún evocan entre lágrimas los recuerdos de esa noche. Luis Landaverde volvió a ver a Krisia tres días después. Su cuerpo, todavía antes de ser bajado del helicóptero que lo rescató en el embalse de la presa Cerrón Grande, alcanzaba a perfilar una mujer. La posición en que fue encontrado su cadáver fue suficiente para que el papá la reconociera: “Traía los bracitos hacia atrás, la alcancé a ver casi en la posición como ella dormía. Me le quedé viendo cuando venía saliendo del helicóptero y yo dije ‘ella es Krisia’. Porque así dormía ella”. A Abraham, el “diaconiño”, lo encontraron el mismo día, en una zona cercana. Cuando su hermanito de tres años, Giancarlo, pregunta por él, Dalila, su madre, trata de tranquilizarlo. “Se fue en un viaje, hijo, anda en un viaje muy hermoso”.

Las familias de la anciana María Isabel y de Melvin, al igual que la del niño Brandon Ortiz, de 11 años, siguen sin poder despedirse. Sus cuerpos nunca fueron encontrados. Frente al altar de fotos de su hijo, Ana Elizabeth todavía llora e implora a Dios que, si ya se llevó el alma de Melvin, por favor le devuelva su cuerpo. Y ese “si ya se llevó el alma de Melvin” no es gratuito. La mujer, que luego de una hora de plática ha terminado de deshacer con sus manos el pedazo de papel higiénico que ha ocupado para limpiar sus lágrimas,  aún guarda una pizca de esperanza. Por si ocurre un milagro, dice con la voz apagada y la mirada perdida, como evocando en la mente a su hijo, ella de vez en cuando le marca a su celular, al teléfono por el cual Melvin alcanzó a dar su último grito de auxilio. “Yo le marco, pero me manda al buzón”.

* Con reportes de Rosarlin Hernández

logo-undefined
CAMINEMOS JUNTOS, OTROS 25 AÑOS
Si te parece valioso el trabajo de El Faro, apóyanos para seguir. Únete a nuestra comunidad de lectores y lectoras que con su membresía mensual, trimestral o anual garantizan nuestra sostenibilidad y hacen posible que nuestro equipo de periodistas continúen haciendo periodismo transparente, confiable y ético.
Apóyanos desde $3.75/mes. Cancela cuando quieras.

Edificio Centro Colón, 5to Piso, Oficina 5-7, San José, Costa Rica.
El Faro es apoyado por:
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
FUNDACIÓN PERIÓDICA (San José, Costa Rica). Todos los Derechos Reservados. Copyright© 1998 - 2023. Fundado el 25 de abril de 1998.