Columnas / Violencia

Yo le creo a Egly, yo le creo a todas


Miércoles, 6 de julio de 2016
Laura Aguirre

Hace unos días La Prensa Gráfica publicó un reportaje sobre los abusos sexuales en el teatro salvadoreño. En el artículo aparecen consignados los testimonios de varias mujeres. Uno de ellos fue el de la actriz, Egly Larreynaga. Ella contó cómo fue violada hace más de una década por el director de teatro Fernando Umaña. El crimen ocurrió durante un viaje en el que la actriz compartió habitación con Umaña –en aquella época su director y mentor- porque ella no tenía para pagar un cuarto de hotel. Por la noche, y aprovechándose de la confianza que surge en la relación entre un maestro y su aprendiz, Umaña se acercó a Egly porque le dieron ganas de sexo, y sin importar que ella le repitiera que NO, él lo consiguió. Fernando Umaña reaccionó desvinculándose totalmente de los hechos y diciendo que todo se debe a un afán de desprestigiar su trabajo y carrera profesional. Como pasa en muchos de estos casos las palabras de la víctima se ponen en duda, no se considera información sólida, y se monta en el escenario una lucha entre la palabra de ella contra la de él.

La violación sexual es privar a alguien de la soberanía sobre su cuerpo. Es lograr acceso a ese cuerpo, sin consentimiento de la otra parte, haciendo uso de alguna forma de poder (fuerza física, confianza por parentesco, jerarquía laboral, etc.). Las acciones, el daño y el trauma que conlleva no tiene género. Hombres y mujeres pueden ser víctimas y victimarios. Sin embargo, las estadísticas hasta hoy siguen confirmando que mayoritariamente son las mujeres y niñas las víctimas de los perpetradores.

Esta realidad, entre otras causas, tiene como un potente trasfondo cultural la manera en que le damos significado a la sexualidad de la mujer y el hombre. En el imaginario común, la primera es pasiva y a la espera de…, la segunda es activa y en busca de…; la tarea de la primera es guardar y cuidar su cuerpo como bien más preciado para el hombre de su vida, para el segundo es poner a trabajar ese cuerpo penetrando la mayor cantidad posible de mujeres. En esta dinámica, los hombres aparecen como seres que “por naturaleza” son agresivos y con una sexualidad incontenible y las mujeres como el medio que “por naturaleza” los satisface.

Sé que estas figuras de hombre y mujer son estereotipos, sé que han sido ampliamente criticados, sé que muchos no las aceptamos y llevamos la vida luchando contra ellas. Sin embargo, siguen siendo los modelos, quizá no hablados, pero tácitos que gran parte de la sociedad sigue. Esto no es una exageración. Recordemos las distintas instrucciones de comportamiento que fuimos aprendiendo desde pequeños o las que le hemos dado, o esperamos darle, a nuestros hijos e hijas. La sexualidad como forma de desigualdad se va labrando desde entonces.

Las mujeres desde pequeñas aprendemos que la posibilidad de una violación sexual es permanente. Por eso desde que tenemos conciencia nos enseñan a tener miedo de los hombres, a estar siempre alertas, a nunca hablar con extraños, mucho menos confiar en ellos; a nunca dejarnos tocar, a caminar rápido y nunca solas, a no estar en lugares peligrosos. En fin, a no hacer nada, absolutamente nada que pueda darle a entender a un hombre que tiene “entrada libre” a nuestro cuerpo y termine violándonos.

En cambio, en la socialización masculina una de las instrucciones principales sigue siendo la de conquistar mujeres. En este juego, la misión de ellos es avanzar con paso firme, venciendo las pruebas y obstáculos. Porque las mujeres siempre nos daremos a desear. Es decir que al principio, diremos NO, pero ese “no” será en realidad una invitación a seguir la intentona, porque al final casi invariablemente habrá un SÍ, aunque vaya disfrazado de una negativa. En esta lógica se asume que algunos hechos serán permisos explícitos o señales inequívocas de que la mujer ha sido conquistada: cuando es muy coqueta, cuando se deja tocar, cuando se emborracha, cuando está en el mismo cuarto o cama, cuando no dice “no” con gritos y puños.

Aunque en la sociedad salvadoreña, violar a una mujer es un acto que se condena públicamente y penalmente, sigue siendo uno de los crímenes que más padecemos. Una mirada rápida a las cifras demuestra que nacer niña trae implícita una gran probabilidad de ser violada sexualmente que si se nace niño. Entre los años 2006 y 2014, el Instituto de Medicina Legal reportó la violación sexual de 10,546 niñas y 1,221 niños. Los datos de ORMUSA para el mismo período reportaron 16,964 víctimas, 93% mujeres y 7% hombres. En ambos reportes la gran mayoría de los agresores eran de sexo masculino, conocidos o en relación de parentesco con las víctimas.

Lo más grave es que cuando una mujer se distancia de ese juego perverso de conquista, y niega haber dado su consentimiento y denuncia haber sido violada, entonces se convierte en sujeto de sospecha, en alguien no confiable ni creíble. Esto se hace particularmente evidente cuando los involucrados no se apegan a las figuras socialmente aceptadas de víctima/victimario.

El ejemplo típico es el del violador extraño. No nos cuesta mucho imaginar a un desconocido, generalmente de clase baja y muchas veces delincuente, como pandillero o ladrón, que encuentra y asalta a mujeres inocentes y desvalidas en la calle o que las acecha cerca de los lugares que frecuentan. Este violador ejerce su poder físico, golpea, inmoviliza, embiste salvajemente. También está el del padre de familia, enfermo mental y pederasta, al que maldecimos por aprovecharse del poder que le da su posición de criador y cuidador para abusar de su hija. Pero cuando el perpetrador y la mujer violada son adultos y existe algún tipo de relación previa -conocidos, amigos, jefe/subalterna, director/actriz- la violencia suele relativizarse. Cuesta mucho más trabajo creerle a ella. No, mejor dicho, cuesta creer que un conocido, un amigo, un jefe, un respetado director de teatro haya tenido relaciones sexuales sin que la mujer haya consentido de alguna u otra manera. Ellas terminan dibujadas como seres irresponsables e hipócritas de las que abusaron por su propia culpa, por no cuidarse lo suficiente, por no hablar a tiempo, por haber enviado pistas confusas, por actuar como una “calienta huevos” y no como una mujer respetable. Del consentimiento ya nadie habla. Del poder nadie se acuerda. Porque toda violación es un ejercicio de poder en el que el consentimiento sale sobrando. porque el perpetrador cree tener derecho para acceder al cuerpo que está violando.

Fernando Umaña creyó tener ese derecho y se valió de su posición de poder para hacerlo valer. Egly dice él “me violó”. Yo le creo. A ella, y a todas las demás que denunciaron a sus perpetradores, sin ninguna duda, les creo.

*Laura Aguirre es estudiante de doctorado en sociología en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Libre de Berlín. Su tesis, enmarcada dentro de perspectivas feministas críticas, está enfocada en las mujeres migrantes que trabajan en el comercio sexual de la frontera sur de México. Su trabajo también abarca la sexualidad, el cuerpo, la raza, la identidad y la desigualdad social.

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