Columnas / Política

Testimonio de un Sí por la paz de Colombia


Jueves, 1 de septiembre de 2016
Andrea Salgado Cardona

“Coma callado que los sapos mueren aplastados en la carretera”. La frase, como un coro griego de la cobardía, lleva toda la semana dándome vueltas en la cabeza, desde que publiqué en redes sociales, justo cuando se presentó en Colombia el acuerdo final de paz, que esta expresión constituye la única educación política y emocional del colombiano; que dicho régimen de silencio nos ha agusanado, necrosado el amor; que es hora de arrancarla de raíz e implementar una nueva para restituir los tejidos muertos.

¿Pero que quería decir? ¿De dónde saqué esta expresión?

Para explicarla me veo en la obligación de regresar a los cafeteles en los que crecí al lado de mi familia y contarles lo que aprendí de la guerra siendo aún una niña. Papá, Aníbal Salgado, llegó en los años cincuenta a Sevilla, un pueblo cafetero ubicado en el norte del departamento del Valle del Cauca, durante la Violencia bipardista (1948-1958), huyéndole a los conservadores que lo perseguían porque él, que vivía en una finca en San Pedro, en el centro del mismo departamento, se había declarado, a los trece años, liberal. Esa fue la última declaración política que hizo en público durante muchas décadas. Detrás de las puertas de la casa siempre supe cuál era el candidato de su preferencia, el partido por el que iba a votar en las elecciones, pero solo ahí. En la carnicería de la que era dueño, en el billar donde pasaba la tarde tomando café o cerveza con los amigos, en las fiestas, nunca lo oí hablar ni de Dios ni del Diablo. A mí nunca me ha dejado de asombrar esa ecuanimidad de papá afianzada en el ejercicio consciente de guardar silencio. Veía las ideas bulléndole en los ojos pero él siempre se las arreglaba para alisar la expresión, desconectarse de aquello con lo que no estaba de acuerdo y darle un giro a la conversación.

Mamá, Ulda Cardona, por su lado, nunca estuvo en peligro de ser asesinada pero su silencio era aún más absoluto. No una montaje bien ejecutado como el de papá sino un hoyo negro que absorbía y desintegraba opiniones. Cuando la Violencia llegó a Sevilla, ella era una niña pequeña que le gustaba correr sin zapatos por el barrio Obrero donde crecía junto a siete hermanos. Una tarde, sin entender bien por qué, todos los niños comenzaron a correr detrás de un camión y ella los siguió. Éste entró al anfiteatro, el copiloto se bajó, abrió, cerró las puertas, los niños comenzaron a trepar las bardas a ver qué era lo que traían esos señores y entonces fue cuando vieron el espectáculo: decenas de cadáveres fueron descargados sobre el suelo. La gran mayoría, contaba, tenían una sajadura en la garganta por la que se les asomaba la lengua. Traían el llamado corte corbata, eufemismo que junto al corte de franela, el corte de la Virgen del Carmen, y el corte de mica, fueron las principales forma de decapitación utilizadas en la época. No bastaba con matarlo, el cuerpo del enemigo debía ser convertido en una caricatura grotesca que le recordara por siempre a quien lo viera, las consecuencias de sus afiliaciones políticas.

Durante años, junto a esos mismos niños, subirse a la barda del anfiteatro a ver a los muertos de la guerra, se convirtió para mamá, junto con los juegos de golosa y canicas, en uno de sus principales divertimentos vespertinos.

La imagen, siempre distinta, siempre igual, se le quedó grabada muy hondo. Y ella, solo ella, constituía el relato de la guerra que vivió. Uno que no necesita moralejas ni explicaciones.

Para cuando nací, veinte años después de la firma del Frente Nacional que dio por terminada la Violencia bipartidista, ésta había mutado en el conflicto entre el estado, las Farc, el ELN, el M19 y el narcotráfico; y como si fuera una criatura afectada por la radiación atómica, siguió mutando en los noventa al absorber las duplas carteles de la droga y sicariato, extrema derecha y paramilitarismo. Los límites entre los actores de la guerra se fueron haciendo cada vez más difusos. Para cuando me convertí en adolescente, comencé a sentir náuseas al ver a ese engendro nacido de la desigualdad, alimentado por el odio, criado por la ambición de poder y dinero: era una masa amorfa con muchos cuerpos (como salida de la mente del más retorcido director japonés de gore) que trataban de separarse pero no podía porque sus sistemas musculares habían sido conectados mediante alambres oxidados. Violencia era un monstruo que supuraba sangre y pus, y al mirarla a los ojos uno se veía reflejado en ella. Así que miré hacia otro lado y continúe viviendo y gozando. No había nada que hacer porque este país llevaba cincuenta años de guerra y seguiría así hasta el fin de los tiempos.

Si el silencio de papá y mamá había nacido del miedo, del instinto de conservación, el mío se había afianzado en la desesperanza, y ella sí había sido capaz de arrancar de raíz cualquier posición activa frente a la realidad nacional. Pero yo no estaba sola, el país estaba lleno de millones de felices habitantes desesperanzados. Todos pusimos nuestro granito de arena para subir a Colombia al pódium del país más feliz de la tierra, y el mundo entero no cabía del asombro al ver los carnavales tan tremendos que podíamos organizar en medio de la muerte.

No importaba si el secuestro o el asesinato ocurría al frente de la casa, a menos de que incluyera a algún miembro de la familia o del círculo social más cercano, lo veíamos a la distancia como una de las tantas transmisiones realizadas por RCN y Caracol televisión, esos dos medios privados, báculos del poder económico, cuya única misión en la historia de este país, ha sido enseñarnos a que el dolor viene acompañado de una banda sonora de violines lacrimógenos que se extingue tan pronto llega la sesión de entretenimiento.

Y en medio de la feliz desesperanza llegó el nuevo siglo, me fui a vivir a Estados Unidos y por años me desentendí del acontecer nacional, hasta que las circunstancias me trajeron de vuelta y cuán grande no fue mi sorpresa al encontrarme con un país que había recobrado la voz gracias a los oficios de Álvaro Uribe Vélez, santo con aureola de sombrero aguadeño, alas de gumarra y fusil terciado al hombro, promotor del paramilitarismo, responsable de la parapolítica y las Bacrim. El presidente de Colombia, durante dos periodos consecutivos, logró poner al engendro de Violencia en manos de expertos en photoshop quienes se la devolvieron al país en forma de FARC, y según la necesidad del momento, de homosexual, ladronzuelo, jíbaro, prostituta, drogadicto o habitante de la calle. La política de seguridad democrática creó cercos físicos y simbólicos entre los “ciudadanos de bien” (trabajadores responsables, católicos heterosexuales y buenos ciudadanos que con su esfuerzo colaboraban al crecimiento económico del país) y los “otros” (es decir, cualquiera que no encajara dentro de este modelo).

Aquel silencio nacido del miedo durante la violencia bipartidistas de mediados de siglo XX, perpetuado en la desesperanza de los años ochenta y noventa, había encontrado por fin un lenguaje para expresarse: el de la exclusión y el odio. El mismo que hoy, a través del centro democrático, sirve para atizar a los votantes a que voten por el 'No' en el plebiscito que refrendará el acuerdo de paz con las FARC.

“¿Cómo es posible que esos asesinos no paguen con la cárcel?” “¿Qué y entonces me va a tocar mantener a esos criminales con mis impuestos?” “¿Y cómo así que me va a tocar convivir con una asesino?”, “¿Y qué tendrán curules en el senado y la cámara?” “Yo voto por el No porque esos desgraciados no tienen perdón de Dios”. Desde la presentación del acuerdo, en el taxi, en las calles, en la fila del supermercado, comencé a oír estas declaraciones y me entró mucho miedo de que el país diga No, y este primer paso hacia un cambio, se convierta en un retroceso y en el recrudecimiento del conflicto. Yo, desde que comenzaron los diálogos estoy convencida de que debo decir Sí. Y mi Sí, hasta ayer que terminé de leer el momotreto de más de 200 páginas del acuerdo, fue un Sí a ciegas; y hoy sigue siendo un Sí aunque la lectura lo único que me dejó fue dudas sobre la capacidad del estado de sacar adelante semejante plan tan ambicioso: “¿Reducción de pobreza rural en un 50%?”, “¿Compromiso para la erradicación definitiva de las drogas ilícitas?” ¿Es eso posible si el sistema capitalista sigue intacto, sino se aprueba la legalización?

Digo Sí, no como un acto de fe en un documento ni el gobierno de Juan Manuel Santos ni en las FARC, no porque crea que mágicamente descenderá un arcoíris sobre nuestras tres cordilleras y retozaremos, felices y unidos en la utopía del amor. Votaré Sí como un acto público de perdón, una declaración a viva voz de que ya no quiero más guerra y que por ello me comprometo con la paz del país, y que este compromiso implica, antes que cualquier cosa, mirar a la verdadera Violencia de frente, no la presentada por los gobiernos de turno, sino al engendro. Votaré Sí porque al hacerlo me reconoceré en los pliegues de su cuerpo purulento y sangrante. Votaré Sí porque yo también, con mi miedo, con mi indiferencia, con mi egoísmo, soy responsable de la guerra. Por ahí, presiento, comienza la paz de Colombia.

*Andrea Salgado Cardona es escritora y periodista, docente de creación literaria en la Universidad Nacional y la Universidad central (Bogotá). Dirige el taller de crónica de Instituto distrital de las artes (Idartes)

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