Columnas / Política

El día en que Peña Nieto vendió a Trump la honra de México

Apenas llegó a Arizona, el Trump de siempre soltó la lengua y desenvolvió su plan —qué frescura, a cualquier mamarracho le dicen plan— migratorio. Y entonces, sí, el lobo volvió a ser lobo ya sin la piel de cordero. Biff Tannen dejó la oficina del director y bebió a su costa en un bar de Phoenix con la pandilla. Su orina olía aún sobre Los Pinos.

Jueves, 1 de septiembre de 2016
Diego Fonseca

Ciudad de México. Interior, hotel. Final de tarde. Autos pasan por la Avenida Álvaro Obregón. En el sonido ambiente, Soda Stereo. Como si fuera a pedido: “La ciudad de la furia”.

—¿Estuviste con Trump? —bromea, azuza, jode, el conserje al gerente, que viene en chinga del restaurante.

—No, con el pendejo de Peña Nieto —se cabrea el otro, que siguió la conferencia de prensa en las pantallas del comedor—. ¿Sabes? Es nuestra culpa. Así somos, güey. Nos encanta que nos traten como nos tratan.

—Peña Nieto lo defiende a capa y espada —dice la administrativa, tras el front desk, a un lado del conserje.

—Cuando se vaya, si es presidente —teoriza el otro—, Trump lo va a ayudar en algo. A Peña. ¿No que no?

—Es un verdadero pelmazo —dice la chica, decidida.

—Sí —aceptan ellos.

—Exacto —suma un pasajero, recién llegado—. ¿Hay cuartos?

El conserje dice que no, aunque no parece hablar del hotel:

—Ya no queda nada.

***

Los hechos:

Donald Trump tuitea que va a México invitado por el presidente. Enrique Peña Nieto, y la cuenta oficial de su presidencia, tuitean, después, que es así: cursó invitación a Trump y Hillary. Twitter se incendia. Trump ha insultado a México y los mexicanos durante un año. ¿Para qué invitar a Biff Tannen a que venga a hacerlo en tu cara y en tu casa? No hay broma que logre sacarnos del estado de whaaaat.

Los hechos:

Trump llega a México, donde hay medidas de seguridad como para detener, juntos, a los rebelados de la Revolución Francesa, el Octubre Rojo y la Primavera de Praga. Y no pasa nada: lo que más hay en las calles, por haber algo, son periodistas consternados o cagados de la risa. Ha llegado Trump y nadie sabe muy bien por qué EPN hizo lo que hizo, jugar al anfitrión no pedido, invitar al invitado indeseado. Whaaaat.

Los hechos:

EPN y Trump, perfectos símbolos de qué sucede cuando se pone más empeño en adornar la cabeza por fuera que por dentro, mantienen una reunión privada. Luego se paran detrás de dos atriles frente a los periodistas y dicen. O amagan que dicen. Dicen nada, poco. Hubo tensión de previa de pelea por el campeonato mundial de los pesados, pero ahora, en las pantallas, apenas están dos hombres poco dotados —uno presidente, otro aspirante— odiados por millones de personas en sus países.

Ambos leen, y es por control de daños: cualquiera podría suponer que, sin un script bien trabajado, un desliz de sus habilidades retóricas —muy escasas de este lado del Río Grande, muy traicioneras del otro— podría acabar en la Tercera Guerra Mundial.

Tuiteo, facebooqueo, me burlo —o tal vez no:

“—You said I was Hitler!

—¡Nos dijiste violadores!

(Silencio.)

—Ok, what do we do?

—¿Hablamos de malentendidos?

—Let’s call it a day.

—Órale.”

***

En 2015, Bob Gale, su autor, dijo que cuando creó a Biff Tannen en su cabeza estuvo, siempre, Donald Trump.

(Querido millennial: Tannen es el bully de “Volver al futuro”, una película simpaticosa donde la gente se viste horrible —esos tenis, McFly, por Dior— y de la que sólo ha de interesarte que fue la primera donde a alguien se le ocurrió poner algo parecido a un skate volador.)

Biff Tannen —Trump— es un gringo enorme, de cabeza de toro y frente de Hell Boy, físicamente grasoso como un aspirante a defensa de los Green Bay Packers, tan mal vestido como McFly pero peor peinado. Es brutal, ignorante, agresivo. Es irrespetuoso y parece creer que el maltrato es la única forma posible de relación. Un burro con ganas. Un idiota al que los demás, sus seguidores, le festejan las chanzas aberrantes. Un idiota al que los demás, sus seguidores, le han dado el poder.

Sea que Bob Gale lo tuviese o no en mente para dar el physique du role, Trump —Tannen— llegó a México como si lo hubiera llamado a su oficina el director de la escuela. Pongámoslo así: resulta que Tannen se ha pasado todo un año compitiendo para ser el presidente de la clase, pero que no encontró mejor manera de hacerlo que pasearse por los pasillos empujando gente a su paso y escupiendo sobre los demás candidatos. Desde el día uno, además, pintó grafitis insultantes sobre una buena cantidad de miembros de la comunidad escolar: los mexicanos, unos chicos musulmanes, sus compañeras en general, la alumna aplicada que parece que puede ganarle. Todo mundo suponía que el director de la escuela lo llamaría para expulsarlo o al menos amonestarlo con firmeza, pero la sorpresa fue mayúscula cuando vieron a ambos, de pie en el salón de actos, listos para dirigirse a todos. Biff Tannen tenía la cabeza gacha y las manos enlazadas delante del cuerpo, y nadie podría jurar si estaba temeroso de que lo fueran a destrozar en público o si sonreía para sus adentros porque sabía que nada que dijeran allí traspasaría su piel.

Debajo, todos esperaban el desahucio del bully mayor, pero el director, cero: nada. Concilió. Dijo que había diferencias, malentendidos, que él estaba allí para defender a todos sus alumnos. Que trabajarían juntos por el bien de blablablá. La estudiantina se miraba sin entender. Whaaat. Cuando llegó su turno, Tannen ni siquiera se disculpó —por nada y con nadie— y hasta dio a entender que seguiría haciendo lo que hacía y como lo hacía. Media humanidad se quedó murmurando sin comprender muy bien qué había sido aquello —otra porción tenía los ojos en otra escuela, al sur, donde estaban despidiendo malamente a la directora, una tal Dilma.

Tannen, en tanto, dejó al director sonriendo sin chispa y con cara de estar medicado, abandonó el edificio, cruzó el río cercano y se apostó en un bar con su pandilla. Allí celebraron y planearon la próxima canallada. Biff Tannen —Donald Trump— se salía con la suya otra vez. Estaba exultante. Mientras el director no lo veía, contó a sus amigos, hasta se dio el gusto de orinar en el patio trasero de la escuela. Para ser preciso, sobre Los Pinos.

***

(Pausa. Viví casi siete años en México: lo quiero. No pude apropiarme de la muerte de su alma, Juan Gabriel, pero puedo entender cómo su presidente ha vendido su honra. Es humillante, enojoso, intratable. Lo que resulta tan ofensivo es que Peña hizo algo que, a la luz de los ojos ajenos, ni un imbécil —por incapaz—, ni un niño —por inocente— harían. El resumen de la torpeza: EPN se entregó a Trump sin que nadie se lo pida. Como esos obnubilados participantes de un show de TV con premios se rifó lo poco que le quedaba a la ruleta rusa a pesar de que la audiencia entera —nooooooo, noooooooo— le avisaba que saldría mal. Fin de la pausa.)

***

Un poco de análisis, a ver.

Improvisación o pésimo cálculo político, la invitación de EPN a Trump no tenía sentido. Al menos, no ahora, al menos no sin jerarquizarla —primero Hillary, luego el Agente Naranja. No eran los tiempos internos ni externos adecuados. EPN tenía frente a sí su discurso sobre el estado del país. Está en el peor momento de su carrera política —23% de apoyo, ¿más abucheos gratis? Gimme a break— y los ciudadanos están indignados por la corrupción, violencia, inoperancia y quemeimportismo. Al otro lado del Río Grande, Trump es intragable para la mitad del país, su campaña electoral es un desquicio manejado por los segundos de la gavilla de Biff Tannen y la posibilidad de que llegue a la presidencia de Estados Unidos, según las encuestas, parece sujeta —no ya a un milagro sino— a la aparición del mismísimo demonio.

Por eso al saber de la invitación, todo México recordó a Juan Gabriel: pero, qué necesidad, hermano, qué necesidad.

Las especulaciones eran inacabables, como si una fiebre se hubiera apoderado de Twitter y el runrún usual de chistes y aforismos hubiera dejado lugar al desafuero del griterío embroncado de todos a la vez. Si EPN buscaba distraer el frente interno con un muro de humo llamado Trump —un muro y Trump, nada menos—, no hizo sino crear una nueva crisis, y peor, adicional a las precedentes. Los Pinos se convirtió en un resort casual de Trump Entertainment.

El Agente Naranja madrugó a todos. El martes 30 a las 9.33 pm de México, Trump tuiteó que aceptaba la invitación de EPN a visitarlo en la capital, pero nadie sabía de qué invitación hablaba porque, hasta entonces, no había tal. Al menos, no una conocida. Una hora después, EPN se vio en la necesidad de tuitear que sí, que el convite existía y que lo había cursado a ambos candidatos. Peña intentó contener el daño, pero el barco ya derivaba. En su tuit, Trump pegó dos veces: no sólo aceptó en público una propuesta que tenía destino privado, sino que, además, dijo que iría al día siguiente, el miércoles, cuando nadie lo esperaba. Carajo. ¿Y ahora?

La invitación de EPN había sido protocolar —las campañas las analizan y deciden en qué momento es conveniente hacerla—, pero Trump, fidelísimo a sí mismo, prepoteó a todos. La hizo pública, se autoinvitó con fecha y cayó a México como esas gentes intolerables que debemos convocar por compromiso pero no queremos que aparezcan jamás, y entonces llega la noche en que suena el timbre y el indeseable está al otro lado de la puerta, con una botella de vino barato en una mano y la maleta para varios días en la otra.

¿Qué necesidad?

La única ganancia política esperada para EPN era un reclamo vehemente y una demanda de disculpas de Trump para su país y sus habitantes. Durante un año, Trump ha hecho de México y los mexicanos su tarro de basuras retóricas. El gobierno de EPN decidió mantener distancia por algún tiempo bajo la idea —excusa— de no intervenir en los asuntos internos de Estados Unidos, pero un día alguien puso un micrófono demasiado cerca de Peña Nieto y él, que no lee y tampoco habla bien —ergo, no piensa demasiado mejor—, sugirió que Trump era algo parecido a Hitler. Provocación es todo lo que Trump necesita. Tras eso, él insistió con su idea del muro fronterizo que pagaría México, la deportación masiva y a mansalva de migrantes indocumentados, la penalización de las remesas de su vecino, la revisión del NAFTA y la aplicación de aranceles comerciales tan grandes —yuuuuge— que las empresas estadounidenses pensarían dos veces antes de mudarse al sur a instalar sus fábricas.

Pero en Los Pinos, ya puestos lado a lado, nada sucedió. O al menos nada bueno.

En la conferencia de prensa, EPN humilló a México. Nada más necesitaba decirle a Trump que debía disculparse, y no lo hizo. Hubiera sido una imagen poderosa, reivindicadora. Y no. Meh. Dijo el historiador Enrique Krauze: “A los tiranos los confrontas, no los apaciguas”.

Y no.

Los discursos de reuniones presidenciales suelen ser piezas protocolares filtradas por la diplomacia, experta en tamizar el sudor y escurrir la sangre de las palabras hasta que sólo queda un ejercicio de oratoria de misa en latín, incomprensible, denso y soso, una carcasa vacía de toda sustancia: un discurso hecho de una capa de palabras sobre otra capa de palabras con el único propósito de decir [ n-a-d-a ], el antidiscurso.

Pero justo ahí, en medio, porque las palabras nunca son inocentes sino perras que hay que domesticar, se coló la peor derrota: “Malentendidos”, dijo Peña, y la fregó. EPN redujo los insultos de Trump a un problema de comprensión. En un malentendido alguien asume algo del otro que no es correcto, pero puede que no lo haga con mala intención. Peña consideró que la xenofobia y racismo de Trump —dirigidos a los ciudadanos que él debe defender— eran un error momentáneo, tal vez sin mala voluntad, quizás producto de pésimas asesorías, un problema de comunicación, una distracción. El mayor enemigo de México no era tal sino un señor confundido.

En un momento crítico como éste, el discurso de EPN careció de músculo, tendón y hueso. Ni mordiente: papilla para bebés. Un tiempo atrás, Barack Obama humilló al presidente de México cuando cuestionó el populismo y, desde entonces, Peña parece incluso más disminuido que sus interlocutores, todos tipos de físico imponente. El gesto importa en política y, ante Trump, EPN no parecía agraviado sino sumiso: una derrota corporizada.

El gesto de Trump, en cambio, semejaba al estudiante reconvenido que aguarde a que acaben la perorata del acto patriótico para irse de juerga otra vez. Trump, el señor algo confundido, era Biff Tannen convocado por el director. Se aburría. The Orange One was not amused. Sin reprimenda, parecía fuera de sitio, como si necesitase que lo atacasen para estar en su propia salsa, floreándose con insultos y chanzas. Trump escuchó a Peña con la cabeza baja, en otro lado: no tenía que pensar nada para decir, pues leería un discurso algo menos abúlico que el de EPN. Sentados al borde de la silla, con las uñas clavadas en el tapizado, todos esperamos el exabrupto y la brutalidad escupidas por la boca de pez de Trump, pero apenas repitió sus adjetivos habituales —aumentativos, grandilocuentes: fabulous, tremendous, tralalá— y acabó enterrando la pizca restante de gallardía de Peña designándolo, en la última frase del discurso, su amigo.

Qué necesidad, caray.

Las líneas generales de los discursos han de haber estado acordadas de antemano —simple deducción aritmética: menos de dos horas de reunión para discutir y negociar alguna posición sobre los temas trascendentales—, pero aún en su anemia el de Trump fue más decidor. Trump pasó de su tradicional “America First” a defender un “North America First” y, luego, palabras más o menos, a “let’s keep the jobs in this hemisphere”. Quien quiera hilar fino supondría que Biff Tannen es capaz de algún aprendizaje. En el discurso, EPN desgranó los detalles del comercio y la relación económica y social entre México y Estados Unidos y es previsible que Trump tome nota de que su retórica inflamable e irreal no puede con la crudeza de algunos datos básicos. Pero tampoco estaba allí para disculparse, de modo que halló una forma saludable de salirse con la suya: correr hacia delante. Y que diga que los trabajos deben quedarse en este hemisferio y que Norteamérica debe ir primero incluyen sin problemas su “America First” originario. Fue un instante pasajero, pero revelador: aún cuando use las palabras como martillos, Trump sabe tras esa verborrea que no puede confrontar toda la vida sino que debe negociar la calma de vecinos, aliados y socios. Y a veces retrocederá un poco pero en cuanto pueda volverá a la carga.

La presidenciabilidad —pre-si-den-cia-bi-li-dad: digámoslo otra vez porque es difícil de pronunciar y más de conseguir—, esa supuesta imagen que pretendió proyectar, le duró a Trump un salto de avión. Apenas llegó a Arizona, el Trump de siempre soltó la lengua y desenvolvió su plan —qué frescura, a cualquier mamarracho le dicen plan— migratorio. Y entonces, sí, el lobo volvió a ser lobo ya sin la piel de cordero. Biff Tannen dejó la oficina del director y bebió a su costa en un bar de Phoenix con la pandilla. Su orina olía aún sobre Los Pinos.

***

Estoy seguro, o casi: Trump abrió champán en el avión rumbo a Arizona y dio high-fives y rió como troglodita con toda la boca. Macho de verga inhiesta y correosa, la victoria fue suya. Biff Tannen se había quedado con todo en “Volver al futuro”. John Wayne en su esplendor: montado en su cabello, entrando solo a la tribu de esos salvajes y luego saliendo de la choza, íntegro-orondo, regresando al fuerte como el súpervaquero ganador, miren-cómo-la-tengo-más-grande-que-los-dedos-de-la-mano.

Y una vez en Phoenix, al anunciar su plan para inmigrantes, el Kraken volvió a ser Kraken. La propuesta migratoria más moderada de Trump es, en el mejor de los casos, una idea draconiana. Hombre o mujer indocumentado que acabe detenido no será liberado: permanecerá preso hasta su expulsión. Habrá una fuerza especial dedicada a cazar inmigrantes sin papeles —hello, SS—, tolerancia cero para los criminales extranjeros, tres veces más agentes de frontera, desfinanciamiento absoluto de las ciudades santuarios donde viven indocumentados. Las órdenes ejecutivas de Barack Obama serán canceladas y todas las leyes migratorias serán ejecutadas sin miramiento. Si su país, señor, no tiene escáner de reconocimiento facial —hello, Siria y Libia—, sus ciudadanos no tendrán visa a América. Cuando dijo que Estados Unidos podrá reservarse el derecho de elegir a quien quiere dentro de su territorio, Trump encontró una nueva manera de decir que los musulmanes tienen el ingreso prohibido. Habrá, claro que sí, muro.

Entre todas, ya sólo su plan de instaurar un control ideológico de migrantes debiera inhabilitar a una persona a postularse, al menos, a presidir cualquier nación de Occidente. La Policía del Pensamiento de Trump instalaría un régimen orwelliano. La inestabilidad emocional de Trump, su berrinche y capricho, dictaría los límites de las ideas prohibidas y permitidas. La reinstauración de la caza de brujas de Joseph McCarthy, un peligroso ejercicio de intolerancia que destruyó la vida de miles de personas durante la Guerra Fría porque las suponía culpables de propagar el comunismo, quedaría en manos del humor del Agente Naranja.

Trump en Arizona mostró que fue a México a orinar, se la sacudió, no se lavó las manos y volvió a que le vean el pene. Mientras EPN decía en Twitter que no pagaría por el muro, en Phoenix, ante otra multitud de miembros erectos, Trump cumplía el papel soñado del bully imperial: “Los mexicanos pagarán un alto y hermoso muro”, dijo. “Sólo que todavía no lo saben”. Trump en México con Peña: te juro que nada más es la puntita.

Y, ya sabemos, nunca es tal.

***

Pusilánime.

Dice la RAE:

1. adj. Dicho de una persona. Falta de ánimo y valor para tomar decisiones o afrontar situaciones comprometidas.

O esta:

1. adj. Falto de ánimo y valor para soportar las desgracias o hacer frente a grandes empresas.

Pusilánime.

Por lo general, en México la vergüenza colectiva suele llevar el nombre del Tri, un grupo de futbolistas elegidos por un director técnico a su vez elegido por los dueños de los clubes. Pero cuando es el presidente quien defrauda, la sensación de vergüenza colectiva es más personal. Al cabo, al tipo lo elige uno. Es fácil sentir que te representa.

La humillación, esta vez, excedió a México. Era en extremo palpable. EPN hacía sentir a los mexicanos que la venta del norte del país a Estados Unidos por Santa Anna fue al menos un buen negocio comparado con su capitulación ante Trump. Después de comparar al Agente Naranja con Hitler e invitarlo a su propia casa, EPN se convertía en el universo Twitter en Neville Chamberlain, el premier inglés que entregó Checoslovaquia a los nazis.

Así que mientras Biff Tannen sigue con los high-fives al norte, de este lado, la soledad. Cualquier político con mínima dignidad sabe que el episodio Trump fue devastador. Todo temor al retorno al poder del PRI hegemónico y brutal ha quedado disipado, año tras año, con esta versión improvisada a cargo de Peña Nieto. Su gobierno es una bestia exánime, herida por todos los costados. Peña sugiere esos presidentes que ya no pueden ni sostener la mirada al personal de maestranza de la casa de gobierno, esos hombres desvencijados que eligen salir de la oficina ya entrada la noche para que nadie los vea y caminan por los pasillos pegados a las paredes, protegidos por la sombra.

Todo en EPN parece una mala impostación, la puesta de un teatro de compañía pobre, de telón raído y con la mampostería expuesta, montada para mostrar fuerte a un hombre débil. Un gobierno puede fallar con torpeza de debutante al comienzo de su gestión, pero los yerros del PRI de EPN son de zoquete supino. Quien asesore al presidente es bruto o malintencionado y, en cualquier caso, Peña está perdido. Sin precedentes, ya desde mediados de la gestión, Los Pinos mutó en una corte de camarillas alineadas tras el secretario de Hacienda y el jefe de Gobernación de EPN, conspirando para quedarse con el poder. El presidente, un muñeco de pastel al asumir, es uno desarticulado al final.

EPN parece inseguro y golpeado. Tan débil, que la realidad, esa conjunción de fuerzas impasible y contradictoria, pasa por encima suyo como un río de barro, piedra y basura nacido para arrasar a un solo hombre. Cuanto hace nace predestinado a la mofa y la destrucción inmediatas. Si en 2014 ya era un cadáver político enterrado, en la recta final de su sexenio, Enrique Peña Nieto es el único cadáver que sigue cavando la fosa. Un zombie que no asusta pues no puede escapar de su propia muerte a perpetuidad. Escribió Jim Newell, en Slate, tras el episodio de Los Pinos: “Quizás el presidente de México no sea muy inteligente”.

Por supuesto que la suposición es un ejercicio de ficción. Nadie sabe qué relato se jugó en las oficinas privadas de Los Pinos, pero, cual fuere, su resultado público, expuesto en la conferencia de prensa conjunta, en los tuits posteriores de EPN y en el discurso de Trump en Arizona, es de baja política. Enrique Peña Nieto fue edulcorado para la gravedad de los insultos del Agente Naranja y sólo fue vehemente —dizque— cuando ya no tuvo a Trump enfrente suyo, explicando en la impersonalidad de Twitter, envuelto por la falsa seguridad que da la soledad tras la pantalla, que su gobierno jamás pagaría por un muro.

(Política ficcional, fantástica: un conjunto de caracteres virtuales en una red sin materialidad, en la nube de internet, sobre un muro irreal, jamás construido, etéreo. La sustancia de la política hecha de vacío: discutir sobre nada. El muro de Trump está hecho de palabras; la respuesta vecina, una timorata reacción, en bits virtuales, a una realidad inmaterial. El realismo político como lo conocemos, destrozado. Una nación que no emplea la diplomacia clásica para protestar a otra por los dichos de uno de sus posibles presidentes. No: a la amenaza del muro, Peña Nieto —México, a pesar de todos— le responde con un tuit.)

***

A medida que pasen los días, Trump distorsionará cualquier arreglo que haya tenido con Peña hasta convertirlo en un papel abollado, irreconocible. Trump no respeta sus acuerdos; lo saben sus propios aliados, traiciona para imponer su propio criterio.

EPN regaló todo. Honra, dignidad personal; el honor reclamado por sus ciudadanos. La conferencia fue una imagen de postal de viejo imperio: el presidentito bananero débil ante el gringon grandulón que en público posa de comprensivo y, una vez en la seguridad de su caserón, escupe sobre lo firmado y envía las cañoneras a barrer con lo que quede.

Trump sólo dejará de atacar de manera miserable a México —y a los musulmanes y a todo inmigrante, mujer, distinto, pobre: a todo humano— no por convicción o culpa sino porque conviene a su necesidad momentánea.

El Kraken está suelto.

***

Interior, hotel, principio de todo.

—Es un verdadero pelmazo.

—Sí.

—Exacto. ¿Hay cuartos?

No hay cuarto, pieza, espacio.

—Ya no queda nada.

Si lo dejan, Biff Tannen nos meará a todos.

 

*Diego Fonseca, escritor y periodista argentino. es editor asociado de Etiqueta Negra, dirigió la revista latinoamericana AméricaEconomía, y ha publicado en Gatopardo, El Malpensante, Expansión, El Estado Mental y SoHo, entre otros. Entre sus libros están Hamsters, Crecer a golpes, Hacer la América y Sam no es mi tío.

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