Columnas / Política

La paz en Colombia, nada más el inicio

La ilusión, apuntó el taxista antes de bajarme, son las nuevas generaciones. Ellas ya no vivieron la guerra. Ya no la quieren. Están buscando alternativas para fortalecer los puntos en común, para hacer funcionar este barco que está en el fondo del mar. Así está toda América Latina, asentí.

Lunes, 5 de septiembre de 2016
Álvaro Montenegro

Todos los taxistas que conocí en Bogotá iban por el “no”, en relación al plebiscito del 2 de octubre que pretende ratificar el proceso de paz. Todos, menos uno. Al platicar, defendían la figura del expresidente Álvaro Uribe como un tipo que logró “limpiar las carreteras” de las FARC, quienes colocaban retenes y no dejaban pasar a nadie sin esquilmarlo de sus pertenencias, robarle el auto o secuestrarlo, repetían.

Consideraban que la guerrilla había hecho tanto daño con las bombas, con el miedo, y pensaban que la izquierda había llegado a ser tan afectada por los guerrilleros, que cualquier aroma a socialismo, por moderado que fuera, era para ellos comparable a las FARC. La mayoría, por eso, se inclinaba entonces por el otro bando, sin importar el extremismo que representara.

Veían imposible que se les condonaran las penas a los guerrilleros y que encima se les pagara por reincorporarse a la vida civil. Los taxistas repetían los discursos de Uribe, sus convenientes tergiversaciones que pasan por alto que hay delitos de lesa humanidad que no pueden, aun acuerdo de paz mediante, ser amnistiados. Dos meses después de que asumiera el presidente Juan Manuel Santos, Uribe se había separado del partido que los unía —habiendo sido Santos su ministro de la defensa—, formado su propio grupo político y acusado al actual mandatario de ser un traidor por comprometerse a finalizar una guerra que se avizoraba interminable.

Una amiga colombiana con quien cené un día antes de abandonar la ciudad, explicaba mis encuentros diciendo que los taxistas eran conservadores en todos lados y que el discurso encendido de Uribe era aceptado entre las clases populares por apelar al nacionalismo y a la mano dura. Al despedirnos esa noche me pidió un taxi y lo pagó ella con la condición de que le contara qué pensaba este último taxista sobre el proceso de paz. Cumplí. Encaré al conductor, le hice la pregunta de rigor sobre el plebiscito, y entonces él me dijo, excepcionalmente, que iba por el sí, “por supuesto”.

La suerte de que fuera hora pico, nos hizo tardar muchísimo en llegar a mi hotel y dio tiempo para que me relatara que había sido soldado y que sus oficios como uniformado consistían en general en asuntos técnicos, pero que una vez le había tocado combatir.

Recordaba la batalla. Les empezaron a disparar y las balas se escuchaban zumbar a los lados, en medio de la selva. Recordé una frase de Pérez Reverte, que dice que en la guerra la bala que te mata es la que no escuchas pasar. Emocionado, le pedí más relato. Con él rodeamos el campamento y pedimos auxilio a los helicópteros. Los guerrilleros, al oír que se acercaban las naves, huyeron a esconderse entre la jungla y dejaron el campamento deshabitado.

Nosotros entramos disparando, dijo. Pero no había nadie. Solo una niña. ¿Una niña? De unos doce años, colgada de un árbol con las manos amarradas. Cuando nos acercamos vimos que tenía el cuerpo sangrando. ¿Le dieron? No, me dijo desviando la vista con el pudor propio latinoamericano. Le había venido la menstruación. Dios salvó que no le pegáramos ningún balazo, dijo. No me atreví a preguntarle si había él con sus manos matado a alguien. Pero lo asumí con la seriedad con que me dijo que combatir había sido la experiencia más difícil de su vida.

Lo que me parecía anormal del taxista era que a pesar de semejante vivencia estuviera convencido a votar por el sí al acuerdo de paz. Él me explicó que la guerra ya no era viable, que quizá nunca lo había sido, y que esto era algo que los colombianos sabían muy bien. Entendía que las demandas de las FARC podían haber sido lógicas en un inicio pero insistía en que luego de aliarse con el narcotráfico se había desvirtuado su lucha.

Mencionó también la vinculación de Uribe con los grupos paramilitares, estructuras —el expresidente abogó para que no fueran juzgadas— vinculadas a violaciones sistemáticas a los derechos humanos, y me contó la historia de los falsos positivos, de las personas inocentes a las que el ejército asesinaba para hacerlas pasar por guerrilleros y así agenciarse victorias simbólicas hasta que la práctica salió a luz y se desataron varios casos judiciales inculpando a altos funcionarios de las fuerzas armadas.

En fin, debemos hacer lo que sea para la paz, enfatizó el taxista, y parafraseó a Gandhi. Le pregunté por qué Uribe se niega al acuerdo. Respondió lo que escuché en otros lugares: que como él empezó el proceso siente envidia porque Santos —con una estrategia distinta de más apertura— sea quien vaya a cerrarlo tras negociar con las FARC.

No pude dejar de mostrar escepticismo. En mi país, Guatemala, aunque la violencia política disminuyó considerablemente tras la firma de los acuerdos de paz hace veinte años, y aunque nadie niega que se abrieron espacios de libertad de expresión impensables antes, persisten de manera generalizada el crimen y la pobreza. Luego reflexioné que a veces uno, al haber crecido ya sin tanquetas en las calles, da la paz por sentado y no la valora como debiera.

Sin embargo, le dije, si no implementan realmente los acuerdos de paz —de nuevo la sombra de lo sucedido en Guatemala— no se podrán modificar las bases del Estado, que por su lógica injusta sirvieron como sembradillo para que se desatara la guerra. Le conté cómo en mi país ciertos grupos contrainsurgentes mutaron en el crimen organizado que por tres décadas cooptó al Estado y que ahora está siendo desbaratado con casos penales. Le dije que nuestro expresidente Otto Pérez Molina —que fue cercano a Uribe— está en la cárcel y que la gente ahora se estaba moviendo, organizándose, para forjar la sociedad que no forjaron los acuerdos. Le dije que yo creía que la firma de la paz, más allá de ser un final, era el comienzo de algo mucho más grande y ojalá verdadero.

La ilusión, apuntó el taxista antes de bajarme, son las nuevas generaciones. Ellas ya no vivieron la guerra. Ya no la quieren. Están buscando alternativas para fortalecer los puntos en común, para hacer funcionar este barco que está en el fondo del mar. Así está toda América Latina, asentí. Me dio un fuerte apretón de manos. Me pidió el nombre y me agregó en Facebook.

Al llegar al hotel escribí a mi amiga: ¡El taxista fue soldado e iba por el sí! Me respondió con una carita de felicidad pensando seguramente que es real la esperanza de nuestros pueblos por construir, luego del desierto de apatía e inmovilidad que han dejado las guerras internas.

Como en Guatemala, la expectativa me la dieron los grupos juveniles con las que platiqué, que creen en la paz como un principio innegociable. Han hecho manifestaciones, campañas por el sí, apelando a la alegría. En mi país el 70 por ciento tenemos menos de 30 años y empezamos a creer en una oportunidad de diálogo e interacción con desconocidos que quizá son más parecidos a nosotros de lo que hemos creído todo este tiempo.

La paz no se va a dar sola. Se erige pacientemente. En Colombia empieza votando por el sí el próximo 2 de octubre.

 

*Álvaro Montenegro es periodista. Es uno de los siete guatemaltecos que crearon el movimiento #RenunciaYa, después rebautizado como #JusticiaYa, central en las protestas que impulsaron la renuncia del presidente de Guatemala Otto Pérez Molina.

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