Columnas / Cultura

Querido Luis Eduardo


Miércoles, 21 de septiembre de 2016
Benjamín Cuéllar

A día de hoy, podrías decir que la sombra que arrastrás se te escapa; a día de hoy, quisieras decir que no sabés de dónde venís ni adónde vas. Pero lo sabés: a día de hoy podés decir que la nada fue el fin de cada etapa. Y ahora estás en esta: la de los cuidados intensivos, gran Aute, porque cuidarte es decisivo en este trance entre la vida y la muerte. Muerte que nunca llegará pues vivirás eternamente con las letras de tu música, los colores de tus lienzos y tu mirada adelantada que nos inspiró desde siempre.

El recién pasado 8 de agosto se infartó tu gran corazón que inspiró e inspira tanto a tanta gente por cantar a la belleza y a la verdad, al amor y la utopía. Cumpliste años hace unos días en coma y en cama hospitalarias, pero acá estás y acá seguirás estando desde que aquel sábado 29 marzo del 2003 —décimo aniversario del luminoso informe de la Comisión de la Verdad y de la oscura amnistía— viniste, cantaste y encantase.

“Autista” fui cuando descubrí, más de cuatro décadas atrás, que de ninguna manera podría olvidarte. Fue lo primero que alcancé a decir tras recibirte en esa tu única visita al país, que no duró ni veinticuatro horas. Venías de Quito, de la Casa del hombre construida por tu colega Guayasamín, desvelado. Habías madrugado para venir y no fuiste a descansar con tus “mercenarios”; así llamaste a tus prodigiosos músicos. En lugar de eso, que era lo lógico, nos fuimos al bar. Querías saber qué pasaba entonces con El Salvador de Romero y Dalton.

Hablamos y luego reposaste un rato; tu fanaticada, ansiosa, te esperaba. Te plantaste en el escenario del añorado concierto del Festival Verdad: “Muchas gracias. Muy buenas noches… —comenzaste a tertuliar— Un auténtico placer estar en El Salvador por primera vez. Y sobre todo en una ocasión como esta, todavía mucho más placer y mucho más privilegio”. Con tus manos entrelazadas, continuaste: “Bueno, en vista de que es la primera vez que estamos aquí en San Salvador, vamos a intentar, por lo menos yo (…), que sea una noche maravillosa, pues, por un motivo muy (…) egoísta que es el que me vuelvan llamar y así vuelvo enseguida”.

En un video, Chema Tojeira, entonces rector de la UCA, cuenta algo que no querías se supiera pero que yo revelé: nos regalaste el concierto. No cobraste ni una cora. Tu banda, obviamente, sí. Y el entrañable Iñaki recuerda que mandaste una tarjeta, por correo ordinario, agradeciendo y aceptando la invitación. “Amigo Benjamín”, me respondiste a mano, “que la justicia y la libertad” imperen sobre “el universo infame de la injusticia”.

Esa noche cerraste con lo que pariste otra noche, en la negrura del 27 de septiembre de 1975, previo al alba en la que el genocida Franco ordenó sus últimos fusilamientos. Absorto, conmovido, tu público coreó: “Si te dijera, amor mío que temo a la madrugada, no sé qué estrellas son estas que hieren como amenazas, ni sé qué sangra la luna al filo de su guadaña. Presiento que tras la noche vendrá la noche más larga; quiero que no me abandones, amor mío, al alba. Miles de buitres callados van extendiendo sus alas; no te destroza, amor mío, esta silenciosa danza, maldito baile de muertos, pólvora de la mañana”.

A día de hoy, Luis Eduardo, seguirás siendo para siempre aquel ferviente convencido de que si aún se persigna un suicida antes del salto mortal, si todavía la carne de la soledad se perfuma con flores del mal, si aún no ha domado la bestia el alma del animal, si todavía aletea algún pájaro dulce entre tantas estatuas de sal, es porque, amor, existes… Aquel que sabe que esto tiene solución; que no todo está obsoleto, porque aún queda el esqueleto que no devoró la corrupción. Aquel quien sabiendo que han vendido hasta los sueños al padrino, dice: no importa, porque a la corta habrá de nuevo alguien que sueñe por ahí.

Y seguirás denunciando a los demasiados profetas —profesionales de la libertad— que hacen del aire bandera, pretexto inútil para respirar. Y pedirás a la mujer sacar fuerzas de flaqueza, balas de belleza de la imaginación... Curioso, como te definiste, continuarás siendo libre, sin miedo de proclamar esa locura entre luces simples y ruidosas de nuevos conversos, propietarios de las más altas virtudes.

Te duele tanto envejecer, porque puede que esto de vivir consista en disfrazarse de veleta y girar según sople el viento; de celebrar el triunfo de las estrategias sobre la caducidad del sentimiento y coronar las cumbres más resplandecientes, donde el águila es experta en alpinismo; de especular con el honor como la causa justa más preciada del mejor cinismo... Dejálos, Luis Eduardo, que invadan los vacíos que dejaron los santones que ocupaban los altares; que se llenen las barrigas con el fruto que comieron, insaciablemente, en otros huertos; que levanten podios a sí mismos sobre el mármol que sepulta su currículum de muertos.

Son tiranos que se disfrazan de patriotas salvadores… Reptiles al acecho de la presa, negociando en cada mesa ideologías de ocasión. Siguen todos las vías que conduzcan a la cumbre, locos por que nos deslumbre su parásita ambición. Antes iban de profetas y ahora el éxito es su meta; mercaderes, traficantes… Más que nausea, dan tristeza; no rozaron ni un instante la belleza... Son esos, Luis Eduardo, los que nos hablaron de futuros fraternales, solidarios, donde todo lo falsario acabaría en el pilón. Y ahora que no existe el muro, ya no somos tan iguales: tanto vendes, tanto vales… ¡Viva la revolución!

Nunca pretendiste, Aute, fortalezas ni fortuna. Un sueño soñaste: entre un mar de girasoles, encontrar tu giraluna que velara y desvelara, cada noche, la otra cara de la luna... Ni la mano del rey Midas ni la piedra del poder filosofal, te sedujeron… Abrazá, querido, ese tu giraluna con tu corazón infartado de amor y disfrutá su belleza que deslumbra, que alumbra… Mientras, acá, seguiremos buscando con esa luz el lugar perdido donde habrá rosas en el mar. Seguro está en Albanta.

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