El Ágora / Cultura

“Salarrué se veía a sí mismo, sobre todo, como pintor”

El crítico Ricardo Roque Baldovinos, confeso amante de la literatura de Salarrué, habla de Salvador Salazar Arrué, cuyo legado fue incorporado por la UNESCO el pasado noviembre al Registro Latinoamericano de Memoria del Mundo a petición del Museo de la Palabra e Imagen. Roque Baldovinos dimensiona la importancia de este suceso y hace un mea culpa desde la academia: hay vertientes del escritor en las que todavía hace falta profundizar.


Domingo, 4 de diciembre de 2016
María Luz Nóchez

Desde muy pequeño, Ricardo Roque quedó fascinado por la pluma de Salarrué. Su mamá y abuela le leían Cuentos de barro. De ahí su amor por la literatura y la razón por la que decidió estudiar a profundidad su obra. Admite, sin embargo, que el análisis literario de la prolífica carrera del salvadoreño aún es deficitario, a pesar de que es la faceta por la que es reconocido. 'Creo que su obra visual todavía se ha estudiado menos. Astrid Bahamond ha dado unas claves, hay unos trabajos muy interesantes de Rafael (Lara-Martínez) sobre eso, pero creo que es una tarea pendiente', agrega y trae a colación la ironía de que Salarrué se considerara más un pintor que un escritor, pese a su gran peso en el mundo literario salvadoreño e, incluso, latinoamericano.

El archivo resguardado por el Museo de la Palabra y la Imagen consta de cuentos, poemas, ensayos, teatro, novelas, artículos cortos, letras de canciones y algunas partituras. Además, 1,122 cartas que reflejan una serie de acontecimientos históricos que se dieron durante la fluida comunicación personal que mantuvo con familiares, amigos e intelectuales latinoamericanos. Esta parte del acervo es la que permitirá hacer una lectura más crítica, asegura Roque. 'Es importante porque incluye correspondencia que él tuvo con el general Hernández Martínez, entonces eso nos permite leer su obra en otras claves que tienen que ver con la sensibilidad y la política del momento', y así evitar caer en la condena o apología de Salarrué por sus vínculos con el Martinato. Un debate más bien 'estéril', según sus consideraciones.

'Creo que Salarrué por lo menos mueve ciertas piezas. Yo no lo voy a definir como un autor feminista, porque sería ponerse en algo que en su época tal vez no hacía mucho sentido, pero yo no lo pondría como un machista tradicional', señala el crítico. Sobre la exploración superficial por el público lector en general, las categorías que falta por conocer de la obra salarrueriana y los ardides y apropiaciones que generó la prosa de Salarrué en las generaciones que le sucedieron conversó El Faro en esta entrevista. 

Salarrué es de los autores más reconocidos de la literatura salvadoreña. A pesar de eso, su obra se conoce de manera muy escasa. Lo que más ubica la gente son los Cuentos de barro, Cuentos de cipotes. ¿Qué significa que la Unesco retome la petición del Mupi y crea que lo que hay ahí es tan valioso como para nombrarlo patrimonio de la humanidad?

Creo que primero, aparte de la estatura de Salarrué como figura del arte, no solo salvadoreña sino latinoamericana, también es un reconocimiento a la riqueza del material que está en ese archivo, y que permite reconstruir muchas facetas no solo del autor, sino que del mundo cultural salvadoreño de ese momento. Entiendo que es algo que se compone no solo de algunos de los manuscritos de él, correspondencia, también bocetos y parte de su faceta como artista visual, que es muy importante en Salarrué. Debemos recordar que siempre se consideró a sí mismo más un artista visual que un literato. Y, de hecho, si uno ve su trayectoria, quizá en la parte en la que él fue más consistente fue en el mundo de la expresión visual. Por supuesto, es un escritor importante, pero él se veía a sí mismo, sobre todo, como pintor. Y eso es interesante y una gran ironía. Al fin y al cabo, en las historias de la literatura centroamericana, salvadoreña, latinoamericana, siempre se le considera más un escritor.

Y si para el mismo Salarrué era más destacable su faceta de pintor que la de escritor, ¿por qué el reconocimiento sucede a la inversa?
En primer lugar, porque su obra literaria es importante, independientemente de que él no se considerara principalmente como escritor; indudablemente, da un aporte valioso y no del todo dimensionado. Pero también tiene que ver con cómo estaba estructurado el mundo del arte visual y, sobre todo, de la pintura en su momento. No existía un sistema de galerías, lo que se le llama mercado del arte, en esa época. Eso quizá se va a constituir como tal, y va a permitir el funcionamiento de un mundo pictórico más o menos autónomo y orientado hacia la producción artística, hasta la década de los 50-60 con Julia Díaz. Es galería Forma quien empieza a montar las bases de un mundo pictórico más estructurado. Entonces, Salarrué se topa con ese problema. Cuando él llega la pintura no tiene mayor asidero en la sociedad como actividad artística independiente. Lo que hay es producción de imágenes religiosas, que sigue siendo un rubro importantísimo, y, por supuesto, las pinturas de personas pudientes o poderosas que siempre se mandaban a hacer retratos y esas cosas. Pero el tenía otra visión de lo que quería hacer y no había mucho espacio para eso. Entonces, hay un período especialmente fructífero de la última parte de la década de los 20, la década de los 30, que es uno de los períodos más productivos desde el punto de vista literario.

Bueno, pero Salarrué estuvo luego dirigiendo la Sala Nacional de Exposiciones. Eso, de alguna manera, le habrá permitido asentarse como artista visual.
Sí, claro. Y entiendo que cuando a él se le da un cargo especial, que es como agregado cultural pero se le permite estar viviendo en Nueva York, recibe ingresos que le permiten de alguna manera independencia económica, y es entonces cuando él se dedica fundamentalmente a pintar. Creo que estamos ante un artista que es de trascendencia no solo a nivel salvadoreño, sino que del ámbito de lengua española. Ahora bien, volviendo a su momento de escritura, y por qué considero que no solo es un escritor folclórico salvadoreño de lo costumbrista: Cuentos de barro es, desde el punto de vista literario, un texto muy importante. Hay evidencia, me parece que Elena Salamanca trabajó algo sobre eso, de que el tratamiento estilístico de Rulfo está muy marcado por Salarrué. Lo que vemos en Salarrué es, precisamente, cómo esos mundos, esos lenguajes se fusionan cada vez más y se presenta el lenguaje de los personajes de cuna humilde como un lenguaje prolífico en su creación poética. Yo creo que en eso es innovador. Hay un trabajo muy bonito de Elena Munguía Satarain, que es precisamente donde ella demuestra cómo la misma estructuración de algunas de las narraciones de Salarrué es vanguardista. Creo que es algo que le tenemos que reconocer. Por su puesto su obra, como la de muchos, es desigual. Hay obra más lograda, obra menos lograda, quizás en el campo de la literatura es donde esto se ve más marcado. Quizá es más consistente en su obra plástica, pero habría que seguirlo trabajando. Yo creo que se le ha trabajado todavía insuficientemente.

La obra de Salarrué todavía es reconocida a un nivel bastante básico por la mayoría de los salvadoreños, principalmente por los textos que a uno lo obligan a leer en el colegio. ¿Por qué será que no se ha ampliado a otros textos de Salarrué?
Indudablemente. Hay textos que yo creo que son accesibles, que no son la imagen de Salarrué, son cuentos sobre campesinos. A veces se tiende a ver eso un poco como que ridiculiza o pone a los campesinos como estos seres balbuceantes infantiles. No estoy muy de acuerdo con esa lectura y es una posibilidad que está inherente en esos textos también. Pero también creo que hay otros, como El Cristo negro, que tiene un formato como de leyenda romántica y, bueno, todo este subtexto teosófico que está ahí de por medio; o Íngrimo, que es un texto muy interesante que nunca se ha publicado como texto independiente, solo en las recopilaciones de las obras de Salarrué, que es sobre el proceso de maduración de una niña que se hace pasar por niño. Pero no solo es un problema de los planes de estudio. Es decir, es cómo se ha estudiado, cómo se ha discutido, qué tipo de mediaciones críticas puede existir entre los lectores y los textos. Y ahí creo que el ámbito académico ha estado probablemente en déficit para que se produzca esa mediación crítica que permita una lectura más rica y compleja de Salarrué. Cuentos de barro y Cuentos de cipotes, por mucho tiempo, fueron unos libros que tuvieron mucha estima por el público, porque había una identificación muy fuerte con esa imagen del campesino, del niño, con el lenguaje nacional, el lenguaje popular. Es un autor al que el público lector le tiene mucho afecto. Eso lo puede detectar en las ediciones que se han hecho, que son innumerables, y que no solo se explica por el hecho de que son leídas en la escuela, sino que también hay gente que los aprecia y los atesora. Es un autor que, de alguna manera, ha tocado alguna fibra de la sensibilidad salvadoreña. Eso también es un tema para estudiarlo, para reflexionarlo, y yo creo que es una tarea que está pendiente. Están los trabajos más recientes que ha hecho Rafael Lara-Martínez, que, indudablemente, son un aporte en ese sentido. Pero me parece que todavía está ese trabajo pendiente.

Es segunda vez que me lo menciona. Explíqueme, ¿qué es lo que le falta a la academia por explorar en Salarrué?
Primero, entender un poco más los dispositivos literarios. Y no en un sentido necesariamente formalista o estilístico, sino qué está en juego en ellos. Hay una visión de la relación entre el mundo culto y el mundo popular, que creo que tiene que ver con esos dispositivos literarios, y también esos contextos culturales en los que surge la obra de Salarrué, y cómo podemos analizar o cuestionarlos desde ahora. Algunos de los aportes que ha hecho Rafael Lara tienen puntos muy importantes. Indudablemente, revelar la dimensión de Salarrué y de su relación con el régimen de Martínez y todo eso es algo muy importante. Sin embargo, a veces no me parece muy fructífero cuando la discusión se enfoca en una especie de juicio moral sobre la conducta del autor. Es una dimensión que me parece que no es la más importante, porque, al fin y al cabo el autor ya se murió y ya, bueno, juzgarlo moralmente, no sé... Además, ¿desde dónde lo vamos a juzgar moralmente? A mí me parece que no es lo más interesante de hacer con la literatura.

¿Desde qué perspectiva, entonces, hay que analizar las revelaciones sobre Salarrué que hizo Lara-Martínez?
Más bien, es ver la obra, cuáles son las implicaciones que tiene a nivel social, a nivel político. Eso sí. Algo a lo que antes se le llamaba crítica ideológica. Tal vez hay que complejizar eso y no ponerlo en términos tan dogmáticos o tan simples. Yo creo entender por qué hay un Salarrué que construye un cierto tipo de campesino, pero eso se da, como bien dice Rafael, en el contexto del 32; pero yo diría, sobre todo, quizá es más importante en el contexto de lo que sucedió un poco antes. En la década de los 20 es cuando hay una irrupción muy importante de los sectores populares en la vida pública y en la vida política. Más que decir 'se equivocan' o 'es porque hay complicidad entre Salarrué y Martínez', es entender la complejidad y lo paradójico que son los lenguajes artísticos, y cómo de repente nos visibilizan ciertas cosas, nos invisibilizan otras... Pero en lugar de andar siempre buscando ese pecado original, creo que hay que verlo en otro tipo de contextos más culturales, políticos, en un sentido más amplio, y no entrar a lo que me parece a mí una discusión un poco estéril, o la condena moral de Salarrué o la apología de cierto tipo de conductas. Evidentemente hubo un coqueteo de esa generación con el autoritarismo, pero ese no es un problema de Martínez y de la masacre del 32, es un problema que se da en ese tipo de sensibilidad, en la que participan muchos de los autores latinoamericanos. Y también hay elementos de esa sensibilidad autoritaria que pasan a la generación posterior, que es revolucionaria, de izquierdas. Entonces, hay que hacer ese trabajo más crítico, más fino, y no entrar en esa dinámica que a mí es lo que me ha parecido un poco estéril, de decir que Salarrué es cómplice de la masacre del 32; o Salarrué era un hombre bueno y tuvo que hacer eso para subsistir, porque si no lo iba a meter preso Martínez. Las dos cosas no son ciertas.

Hubo un intercambio bastante encendido, de hecho, entre Ricardo Lindo y Rafael Lara-Martínez en su momento que se basó prácticamente en esto que usted dice.
Sí, a ese nivel. Y a mí me parece que no era el más interesante. Yo lo planteé en un trabajo anterior, que salió en la revista Cultura, en el 77, donde trataba de situar a Salarrué precisamente en eso que le podían llamar algunos como el modernismo o una modernidad conservadora, autoritaria, y que tiene que ver con la fascinación que ejercía sobre su generación, quizás Musolini, más que Hitler. Que yo creo que el racismo de Hitler sí provocó un rechazo bastante abierto de muchos de esa generación. Pero esa idea de un Estado corporativo donde hay un líder es una idea que seduce a muchos. Tampoco la idea del líder es mala, no hay que demonizarla, pero también existe esa tentación autoritaria que parece ser que es parte de nuestra sensibilidad, que es parte de nuestro navegar por la cultura, que es eso lo que creo que hay que interrogar. Hay un filósofo francés que yo trabajo mucho, que se llama Jacques Rancière, que dice que hay una forma de hacer política en la forma en que el arte nos hace visible el mundo. Nos estructura el mundo, nos da ciertos elementos para poder codificar el mundo y establecer ciertas oposiciones básicas que forman nuestro sentido de realidad. Creo que ahí es de donde podemos hacer una lectura mucho más interesante de Salarrué. Yo no digo que no haya que examinar su trayectoria personal, su trayectoria política, su trayectoria artística; pero creo que es más interesante que eso nos lleva a comprender mejor lo que queda de él, que es su obra. Salarrué se murió hace 40 años, lo que nos queda de él es su obra y no estar haciendo esa especie de autos sacramentales o esas defensas o desgarrarse las vestiduras y reclamar la inocencia de Salarrué.

Ya hablábamos de lo escaso que es el reconocimiento, a nivel general, de la obra literaria de Salarrué. ¿Cuáles son esas otras piezas que vale la pena deternerse a analizar?
Creo que su obra visual todavía se ha estudiado menos. Astrid Bahamond ha dado unas claves, y hay unos trabajos muy interesantes de Rafael sobre eso, pero creo que es una tarea pendiente. También, esos libros muy peculiares de Salarrué donde se combina la escritura con el dibujo, con la ilustración. Quizás el más visible es O'yarkandal, que está concebido, precisamente, como una unidad donde hay palabras, relatos, donde está esta especie de gran líder carismático, que es un alterego de él, un acróstico de su propio nombre; con esos paisajes medio fantásticos, alucinantes. Es algo que da mucho, que todavía tenemos que estudiarlo. Es un tema que vale la pena desde una perspectiva más científica-literaria o científico-artística, pero también para proporcionar al público herramientas para que puedan dialogar con esas obras. Yo no creo que la función de la crítica sea decir lo que una obra significa. Eso es absurdo. La obra adquiere su significado en su interacción con los distintos públicos en los distintos momentos. La crítica sí puede aportar mediaciones, algunos criterios para que ese encuentro entre la obra y el público sea más enriquecedor. No se trata de meter en estancos: costumbrista, realista, no sé qué diablos...

Elena Salamanca tiene un texto sobre sus consideraciones de por qué Salarrué no es costumbrista. Sin embargo, es una clasificación en la que se ha caído teniendo como única referencia Cuentos de barro y Cuentos de cipotes. ¿Cuál sería la manera de valorarlo en su justa dimensión?
El problema que tengo con el concepto de costumbrismo es que alude a una especie de tradición literaria que tiene que ver, primero, con una visión del campo como algo atrasado y que se está viendo casi siempre desde la óptica del progreso, de la modernidad, y esa autoridad, jerarquía, no se problematiza, y eso tiene una serie de competencias. Por ejemplo, lo que yo le decía en cómo se estructuran los lenguajes y cómo se reparten en la trama en los personajes, etc. Partiendo de ahí, Salarrué no sería propiamente un costumbrista, porque para él el mundo moderno no es algo tan glorioso, tan prometedor. Él tiene serias ansiedades sobre el mundo moderno y, por lo tanto, también él tiende a idealizar el mundo del campo. Es un hecho, pero al idealizarlo también descubre ciertas cosas de esa realidad y las hace visibles. Cuentos de cipotes, para empezar, si se lee bien, casi todo ocurre en la periferia de la ciudad, en lugares más urbanizados, más en el ambiente popular que el ambiente campesino. Entonces, para esa dimensión de Salarrué prefiero la expresión de lo telúrico, la idea de que existe una especie de energía fuerte, renovadora, en la tradición, en lo popular, y que eso va a redimir una modernidad de la que se está profundamente desencantado. Y, por supuesto, está toda esta otra dimensión de Salarrué que es más filosófico-mística. En el caso de O'yarkandal, que creo que sería una obra muy clara en ese aspecto, también es una especie de alegoría de cierta utopía política, de cierta utopía social. Es decir, a través de este lenguaje donde él toma elementos de Las mil y una noches y las teorías teosóficas y un montón de cosas, él está queriendo imaginarse una sociedad ideal.

¿Ha encontrado reminiscencias de Salarrué en otros autores?
Yo creo que sí. Ya había oído la anécdota de lo de Rulfo, pero si uno se da cuenta, de otra manera, a otro nivel, creo que hay puntos en común entre Rulfo y Salarrué. Claro, lo que hace Rulfo es que él despoja al máximo el lenguaje de costumbrismos y lo local aparece, más bien, en la forma de la sintaxis y en la forma de construir. Pero eso de que hay un mundo, una filosofía que está en cierta manera de hablar, es algo que comparten Salarrué y Rulfo y otros autores, seguramente. Creo que Salarrué es alguien que se toma profundamente en serio ese poder creativo, constitutivo, del mundo del lenguaje. Lo que pasa es que él tiene mucho esa idea de que hay que ser fiel a cierto vocabulario, cierto tipo de léxico. Sobre todo Cuentos de cipotes, que me parece a mí que es una maravilla, pero prácticamente para alguien que no esté versado en dialecto salvadoreño es absolutamente incomprensible. Entonces, lo que hace Rulfo es decantar, destilar, todavía más ese lenguaje y ponerlo en un español que pareciera ser que es universal, pero si uno lo oye bien es profundamente mexicano, de los campesinos del bajío de Jalisco. Seguramente en eso Salarrué es pionero. Por eso yo sostengo que Salarrué es un escritor de estatura latinoamericana, no simplemente es una curiosidad nuestra y que tenemos que tenerle cierto afecto.

¿Y en las generaciones posteriores a Salarrué de la literatura salvadoreña?
Sí, creo que el mismo Roque Dalton lo reconoce en su trabajo que hizo sobre las exploraciones que hay sobre el lenguaje. Creo que hay algo de Salarrué que en algún momento entra. Y hasta cierto punto creo que ese es el gran éxito de Salarrué, que él no solo produce un tipo del salvadoreño, sino que produce ese lenguaje del salvadoreño. Y sobre ese, las distintas generaciones se han, de alguna manera, definido. Ya sea a favor o en contra. Hay otros que lo rechazan visceralmente, como Álvaro Menéndez Leal, que era uno de sus críticos más acérrimos. Pero, bueno, eso también es revelador, cómo Álvaro Menéndez Leal se trata de diferenciar siempre de Salarrué. Hasta cierto punto, eso es un testimonio de la fuerza de Salarrué y de la fuerza de Álvaro Menéndez Leal, que como cuentista me parece genial.

¿Qué era lo que a Menéndez Leal le parecía tan detestable de Salarrué?
Es interesante esa adversión visceral que él sentía, no tanto por la persona de Salarrué, sino por Salarrué como escritor, por su lenguaje, por lo salvadoreño que había en él. Eso es testimonio de la fuerza que tuvo Salarrué para definir cierta idea, cierto imaginario de lo salvadoreño, independientemente de que sea verdad o mentira, de que sea exacto o no, independiente de si un lingüista nos dice si de verdad hablamos así. Pero él crea esa imagen que se la cree toda una generación, no solo de artistas, sino en general de lectores.

Y en su caso, ¿cuál fue su primer acercamiento con Salarrué?
Mi mamá y mi abuela me leían los Cuentos de barro. Me acuerdo que mi mamá me decía: 'Qué gran poeta es Salarrué', 'Qué imágenes más hermosas'. Tiene en ese libro una prosa con una densidad, con una creatividad poética muy grande. 

¿Qué fue lo que después lo sedujo para estudiarlo?
Esa gratitud hacia su obra. Yo nunca lo conocí personalmente. Cuando él murió habré tenido 10-12 años. Había esa inversión afectiva tan fuerte de las mujeres de mi familia, mi madre y mi abuela, en él. Yo le debo a Salarrué mi amor por la literatura. En ese momento de mi vida es como se me descubre el mundo literario a través de Salarrué. Yo sí le tengo una profunda gratitud y cariño a su obra.

Salvador Salazar Arrué, Salarrué, escritor, poeta y pintor salvadoreño. Foto cortesía de la Fototeca del Museo de la Palabra y la Imagen (MUPI).
Salvador Salazar Arrué, Salarrué, escritor, poeta y pintor salvadoreño. Foto cortesía de la Fototeca del Museo de la Palabra y la Imagen (MUPI).

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