Londres, REINO UNIDO. “Ya desde 1973 la relación del Reino Unido con la Unión Europea fue una relación utilitarista con el acento puesto en la dimensión económica”, dice Pauline Schnapper, profesora de estudios de la civilización británica en la Universidad de la Sorbona de París. “La dimensión sentimental fue casi inexistente”, añade, en declaraciones a la agencia AFP.
“Fue una relación transaccional”, estima, en la misma línea, Anand Menon, profesor británico de política europea del King's College de Londres. “En consecuencia”, agrega, “el divorcio es bastante lógico”.
El Reino Unido no quiso sumarse inicialmente al proyecto europeo, concebido tras la II Guerra Mundial en un espíritu de reconciliación.
“No nos sentíamos lo bastante vulnerables para sumarnos”, resume Menon. Al fin y al cabo, los británicos habían ganado la guerra y se sentían fuertes con su relación especial con Estados Unidos y con lo que quedaba de su Imperio.
Eso no significa que se opusieran al proyecto, recuerda John Springford, director de investigaciones del Centro para la Reforma Europea, de Londres. Como prueba de ello, el discurso que pronunció Winston Churchill en 1946, en Zúrich, llamando a la creación de los “Estados Unidos de Europa”.
“El club de los otros”
A principios de 1960, la situación cambió: el crecimiento económico británico iba a la zaga de sus vecinos franceses y alemanes, y el mercado común se volvió más atractivo.
Pero la adhesión del Reino Unido no fue fácil. Su primera candidatura en 1961 se topó con el veto del presidente francés, Charles De Gaulle, que veía en los británicos un Caballo de Troya estadounidense y cuestionaba su espíritu europeo.
Después de otro veto de De Gaulle, en 1967, el Reino Unido finalmente entró en la Comunidad Económica Europea en 1973.
Sin embargo, el ingreso coincidió con el impacto de la primera crisis del petróleo, y el impulso económico esperado no se produjo. En 1975, sólo dos años después de su ingreso, los británicos celebraron el primer referéndum sobre la Comunidad Económica Europea, en el que se impuso la permanencia con un apoyo de 67 %.
Este resultado no acabó con las reticencias, y es difícil recordar a algún político británico que haya defendido entusiastamente los beneficios de la membresía, aparte quizás de Tony Blair.
“Entrar tarde reforzó la sensación de malestar, de que nos habíamos unido a un club moldeado por otros”, explica Menon.
La primera crisis no tardó en aparecer. En 1979, Londres se negó a participar en el sistema monetario europeo en nombre de la soberanía nacional y monetaria.
Y se opuso también a cualquier iniciativa para fortalecer la integración política, reforzando la impresión de que Londres tenía un pie dentro y un pie fuera. En 1985 se negó también a participar en Schengen –desaparición de controles fronterizos–. Y en 1993, dijeron también que no al euro.
“Devolvedme mi dinero”
Las reticencias cristalizaron en el discurso de Margaret Thatcher de 1988 en el que rechazó la idea “de un superestado europeo”.
Cuatro años antes, la líder conservadora había obtenido finalmente una rebaja en la contribución británica al presupuesto de la Unión Europea al famoso grito de “Devolvedme mi dinero”.
La desconfianza hacia Bruselas se acentuó a mediados de la década de los noventa, con la creación del UKIP, el Partido para la Independencia del Reino Unido, que defendía la salida de la Unión Europea.
Su éxito electoral, particularmente en las elecciones europeas de 2014, condujo al Partido Conservador, que ya tenía su propio sector euroescéptico, a endurecer su discurso.
La crisis en la Eurozona y la inmigración europea –que contribuyó al crecimiento del Reino Unido, recordó Schnapper– radicalizó el debate, empujando al primer ministro, David Cameron, a convocar el referéndum del 23 de junio de 2016 que puso el último clavo en el ataúd de una relación de conveniencia.
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