Columnas / Violencia

Los Porkys salvadoreños


Martes, 4 de abril de 2017
Laura Aguirre

México está indignado. Un juez aprobó el amparo que uno de 'Los Porkys' interpuso para quedar en libertad. 'Los Porkys' fue el nombre que recibió el grupo de cuatro jóvenes adinerados, hijos de empresario y políticos, que en el 2015 raptaron a Daphne, una menor de edad a la que agredieron y violaron sexualmente dentro de un automóvil. Cuando el caso se mediatizó, Los Porkys huyeron. La presión social hizo que el aparato de justicia mexicano se activara y por fin se dictara una orden de captura internacional. Hasta el momento solo dos de los prófugos han sido capturados y los dos han recibido amparos. El último en recibirlo fue el Porky Diego Cruz. El juez valoró que aunque la víctima mantuvo que Diego le 'tocó los senos” mientras otro de los Porkys le introducía “los dedos por debajo del calzón y se los introdujo en la vagina', no encontró prueba de una intención 'lasciva”, pues Diego Cruz nunca manifestó que tuviera la intención de 'copular'. El juez concluyó que lo que el Porky hizo fue un “roce o frotamiento incidental'.

Los Porkys no son exclusivos de México. En El Salvador la violencia sexual contra las niñas y mujeres es cotidiana. En nuestro país cada día al menos un menor de 14 años sufre violencia sexual. El 90% de las víctimas son niñas. Estos datos están basados en las denuncias que recibe la Fiscalía. La magnitud real del problema permanece en el subregistro. También es cotidiano que los agresores denunciados queden en libertad. Los Porkys abundan aquí. Del total de denuncias interpuestas por violación a menores de hasta 14 años, menos del 10 % llegan a una condena. De los casos con víctimas mayores de 15 años el porcentaje apenas alcanza el 7 %. Obtener justicia en nuestro país por delitos contra la libertad sexual es casi una cuestión de suerte.

Las excusas que los jueces dan para absolver a los violadores también en El Salvador son risibles e indignantes. En este país pasa que aún con una prueba de ADN que comprueba la culpabilidad del acusado, este queda libre. La ley dictamina que cualquier relación sexual con un menor de 15 años es delito. No importa si hubo consentimiento de parte de la víctima, tampoco importa si el agresor no usó violencia. Así está dispuesto por la ley. Pero para muchos jueces, sin embargo, las víctimas no son creíbles, son mal intencionadas, seductoras o no tienen interés en obtener justicia porque no se presentan a declarar frente al juez. Los violadores en cambio quedan como tipos inocentes que fueron provocados, enamorados, sin intenciones de cometer delito, con deseos honorables de formar una familia y un hogar. En este mundo del revés, las víctimas terminan siendo victimarias, los victimarios terminan siendo víctimas.

¿Creen que exagero? Esta columna es demasiado estrecha para plasmar lo mucho que la realidad supera a la ficción en nuestro país. Tres ejemplos: la sentencia 218-U2-2014 cuenta cómo un hombre adulto raptó a una niña de 13 años. Un buen día la metió a un carro a la fuerza. Se la llevó porque le gustó. La tuvo viviendo como “su mujer” por nueve meses, hasta que ella escapó. El juez lo liberó de toda culpa porque ella no lo convenció de que se la había llevado en contra de su voluntad, pero también porque valoró que la verdadera intención del violador no era cometer un crimen sino formar un hogar con la niña. Otra resolución absolutoria, la TS150-2013, recoge la denuncia por agresión sexual de dos hermanas adolescentes contra su padre. El hombre no quería que sus hijas tuvieran novio y para asegurarse que aún no habían tenido relaciones sexuales les revisaba la vulva introduciéndoles dedos y tocándoles los pechos. El juez lo dejó libre porque consideró que lo que hacía a sus hijas no tenía carácter sexual ni era una acción libidinosa. De acuerdo al juez, ese padre estaba ejerciendo su deber y derecho de instruir y corregir.

Algunos casos son todavía más surreales, como el que narra la sentencia TS-193-2012. En ella está la historia de una adolescente mayor de 15 años que trabajaba en una pizzería. Después de su turno sale con un compañero, toman algunas cervezas y tienen relaciones sexuales. Como se le hizo de noche y tarde, regresó a su lugar de trabajo y le pidió al vigilante que la dejara dormir ahí. El vigilante accedió y ella se durmió. Despertó cuando los pequeños golpes que la cadena que colgaba del cuello del vigilante le daba en la cara con cada envestida. Él estaba encima de ella penetrándola. Lo apartó como pudo e inmediatamente puso la denuncia. El violador quedó libre. El juez determinó que había una duda razonable. Como ella acababa de tener sexo y además había tomado dos cervezas, para el juez ella, en su subconsciente, pensó que estaba teniendo relaciones con su amigo y por lo tanto cabía la posibilidad de que en realidad hubiera consentido el sexo.

Sí, nuestro sistema de justicia es Porky. Pero la porquería no emana solo de los violadores y jueces sino del resto de nosotros, una sociedad nutrida y que nutre una cultura de violación, que ha aceptado y normalizado que una niña o mujer sea violada por provocadora, por andar sola, por emborracharse, por no saber decir que no, por tener muchos novios, por andar con poca ropa, por no darse a respetar, por aceptar dinero, por no haber resistido con más fuerza, por no pegar, arañar, por no huir. ¿Creen que exagero? Solo dos ejemplos más:

“Pobrecito el gordo Max”, decía hace unas semanas una mujer en una plática de esposas y madres de clase media. Este hombre, acusado de pagar por tener sexo con menores de edad, les daba lástima porque, según un rumor (nunca confirmado), lo habían violado en la cárcel. Todas coincidían, al menos, en que el conocido presentador había hecho “algo ilegal”. Pero arremetían contra la presunta víctima pues, según el rumor, era ella la que le pedía a los proxenetas que le consiguieran clientes. Por lo tanto nunca la obligaron. “Osea que no era una pobre e indefensa”, concluyó una de ellas.

Hace poco más de un año un conocido me reclamaba como una exageración mis señalamientos contra el acoso sexual que cotidianamente viven muchas mujeres. En mi opinión, las vivencias cotidianas de violencia sexual, aún aquellas que no llegan a la violación (acoso callejero, desvaloración por ser mujer, tocamientos, propuestas sexuales, comentarios sexistas, etc.), son muestra de una estructura social terrible y naturalizada que termina justificando que muchas terminen molidas a puños, violadas, desaparecidas y asesinadas. Para él, cuestiones como “los piropos”, incluso esos llenos de porquerías, o lanzarse a besar a una mujer sin pedirle permiso, son en realidad técnicas de conquista que yo estaba sobredimensionando como violencia.

Si usted, lector o lectora, piensa que si hay “amor” de por medio entonces no está mal que hombres adultos, a veces dos o tres veces mayores, tengan una relación con una niña o una adolescente de 13 o 14 años, con una menor de edad, entonces usted es un Porky, una Porky. Si cree que tocar o besar a una mujer sin su consentimiento es una técnica de conquista pícara y osada, pero no una agresión sexual, entonces usted también es un Porky, una Porky. Si acepta que violar a una niña está mal, pero que igual hay algunas que no son inocentes y se lo ganan por coquetas, borrachas y busconas, entonces usted es un Porky, una Porky, usted es parte y causa directa de la cultura de violación en la que vivimos.

*Laura Aguirre es estudiante de doctorado en sociología en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Libre de Berlín. Su tesis, enmarcada dentro de perspectivas feministas críticas, está enfocada en las mujeres migrantes que trabajan en el comercio sexual de la frontera sur de México. Su trabajo también abarca la sexualidad, el cuerpo, la raza, la identidad y la desigualdad social.

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