El Ágora / Memoria Histórica

La herida de guerra de Miguel Huezo Mixco

En su nueva novela 'La casa de Moravia', Huezo Mixco salpica de hechos reales la literatura y hace que los desenterrados vuelvan para hablarnos sobre la necesidad de sacar el pasado a la luz, no como una representación estática de la historia de la guerra salvadoreña sino como una acción y una actividad situadas en el presente de un país y una región en las que se impone el olvido.


Martes, 25 de julio de 2017
Alexandra Ortiz Wallner

“Arte es magia liberada de la mentira de ser verdad.”
Theodor W. Adorno, Minima Moralia

 

“Los que sobrevivimos somos, en realidad, una generación de desenterrados” sentencia el narrador protagonista de La casa de Moravia (Alfaguara 2017) en una escena, en la que reconstruye la Centroamérica de inicios de la década de 1980. Esta segunda novela de Miguel Huezo Mixco es una nueva pieza en el mosaico sobre la guerra que inauguró con Camino de hormigas (Alfaguara 2014) y que continuó con el libro de ensayos Expedicionarios. Una poética de la aventura (Laberinto Editorial 2016). La imagen de los sobrevivientes de una guerra, esos que solo pueden regresar en forma de seres que han sido desenterrados, se convierte en una de las claves de lectura de esta novela que, sin ser una novela bélica ni de desmovilizados, sí es una narración sobre las consecuencias y las marcas dejadas por una guerra vivida y rememorada.

La imagen de los desenterrados nos hace viajar en la historia de la literatura y pensar en un posible diálogo con Antígona, la tragedia de Sófocles. En esta tragedia se nos cuenta cómo Antígona desobedece la ley de los dioses y la de los hombres para poder honrar el cuerpo de su hermano Polinices con un ritual fúnebre y consumar así su entierro. Polinices es enterrado y desenterrado varias veces a lo largo de la historia, hecho que convierte su cuerpo en un campo de batalla que enfrenta a las autoridades terrenales y divinas con el deseo y obligación que mueven a Antígona. Al desobedecer la ley por insistir en darle sepultura a su hermano, Antígona es finalmente castigada y sepultada viva en una tumba hecha de piedra en donde termina suicidándose. En La casa de Moravia, una novela de tintes tragicómicos en pleno siglo XXI, la imagen icónica del desenterrado sirve para replantear la figura de un tipo de sobreviviente en la posguerra centroamericana: aquel que, con su cuerpo, pasa a ser campo de batalla y de lucha por la interpretación del pasado, de lo que aconteció durante la guerra. Un cuerpo que simboliza la posibilidad de ubicar a víctimas y victimarios, un punto de partida para armar un relato, más o menos coherente, sobre la guerra. Pero la literatura, siempre un paso más adelante de la historia, propone en esta novela otro camino: el regreso de esos desenterrados como posibilidad de empezar a contar aquello que sabemos (sobre la guerra), pero que apenas hemos empezado a comprender.

En la novela de Huezo Mixco, las historias de los jóvenes guerrilleros y revolucionarios de la década de 1980, esa época de la que tanto se habla como la “década perdida” en Centroamérica, pasan a cruzarse con una nueva y joven generación que ha heredado las ruinas, las preguntas, los desaparecidos y los desenterrados del conflicto. Así, el narrador protagonista, un exguerrillero sin nombre, fracasado y desorientado que busca reinventarse en la posguerra salvadoreña, y Lucila, la joven brillante e irreverente, viuda del enigmático ex líder guerrillero Samuel, la que “cumplió doce años el mismo día que terminó la guerra”, se unen en una apasionada, frágil y violenta relación en la que inevitablemente se entrelazan sus cuerpos pero, sobre todo, dos tiempos: el pasado y el presente.

No es el tiempo cronológico, ni el orden histórico de los acontecimientos, ni las gestas heroicas las que importan en esta novela sino el tiempo que se inscribe en los cuerpos. Es ese el tiempo que importa: el de la pasión y la intimidad, el del engaño y la traición, el de la amistad, el dolor y el trauma, el de la herida. Se trata de un tiempo que no es lineal y que se escapa al control de las versiones que la Historia oficial, cualquiera que sea su origen, impone. Desarmar el orden temporal al que nos ha acostumbrado la historia se manifiesta a lo largo de la novela en los saltos entre el pasado y el presente, así como en la inserción de imágenes –caricaturas, gráficos o fotografías–, en plena narración. Todo ello, lo que se nos cuenta y cómo se nos cuenta, se articula en torno al encuentro del protagonista con Lucila, el cual pasa a ser el centro de gravedad de este relato antiépico sobre una guerra aún imposible de clausurar. Un encuentro que comprende una multiplicidad de voces, imágenes, caricaturas, gráficos y fotografías. El trabajo de la memoria es, entonces, un imperativo y es cosa del presente.

Miguel Huezo Mixco escribe una ficción no sin dejar de salpicarla de datos, nombres y hechos traídos de fuera del relato literario, y de ahí la advertencia al lector: “Algunos de los sucesos y personajes que aparecen en este libro están basados en historias de la vida real”, o el registro de citas (en su mayoría versos, de Eunice Odio y de Roque Dalton por ejemplo), o la fuente de archivo de la cual se toma la imagen de Viviana Gallardo o los agradecimientos, todos colocados en la “Nota del autor” al final del libro. Con estas intervenciones gráficas que enmarcan a la novela y que aparecen también a lo largo de los catorce capítulos del libro, el lector se ve, de alguna manera, descolocado: pactó para leer una novela pero “las historias de la vida real” no dejan de presentarse como parte del libro que tiene en sus manos. ¿Por qué cruzar intencionalmente los límites entre ficción y no ficción? Porque en esta novela los datos, los nombres y los hechos de la historia se ponen al servicio de la literatura. Se convierten en fragmentos de historias que, una vez pasados por el filtro del recuerdo y la memoria, pasan a ser una parte más del relato personal e íntimo al que el narrador intenta dar sentido.

Es así que la imaginación literaria pasa a primer plano, convirtiendo lo que parece imposible en el registro de la historia en algo pensable en mundo de la literatura. Es así como, en la literatura, los desenterrados vienen a hablarnos sobre la necesidad de sacar el pasado a la luz, no como una representación estática de la historia de la guerra sino como una acción y una actividad situadas en el presente de un país y una región en las que se impone el olvido. Es así que lo que la literatura nos permite imaginar en el presente puede, también, ser parte de un futuro que apenas está por venir.

 

*Alexandra Ortiz Wallner es doctora en literaturas romances por la Universidad de Postdam y profesora de literaturas hispánicas en la Universidad Humboldt de Berlín. En 2010 fundó la Red Europea sobre investigaciones de Centroamérica y es autora de la monografía 'El arte de ficcionar: la novela contemporánea en Centroamérica' (2012).

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