Columnas / Política

¿Hay salida democrática para Nicaragua?


Sábado, 28 de abril de 2018
Rubén Zamora

La reciente explosión popular nicaragüense, y la llamo explosión porque no creo que haya analista en nuestra región que previera lo que está pasando —todo lo contrario, el país era presentado por el gobierno de Ortega como un oasis de estabilidad en el violento triangulo Centroamericano y los análisis académicos y periodísticos compartían esa visión—, las masivas movilizaciones en Managua y en el interior, superando en número a la insurrección Sandinista del 79, nos han tomado desprevenidos a todos. Al gobierno mismo de Managua y, por supuesto al Departamento de Estado y al resto de los gobiernos de la region.

Hoy nos preguntamos sorprendidos: ¿qué esta pasando en Nicaragua? ¿Por qué? ¿Para dónde va?. Tratando de entenderlo van estas consideraciones preliminares, enfocadas en cuatro características de este proceso pero reconociendo que hay otras:

Primera. Si bien se trata de una respuesta cuasi automática frente a un lesivo decreto del gobierno, el intento del gobierno de calmarla con el anuncio de la vicepresidenta de que se derogaba el decreto no ha surtido efecto. Al contrario, las posteriores demostraciones populares han sido mucho más grandes y su masividad es solo comparable al día del triunfo de la revolución en el 79. La maniobra del gobierno fue rotundamente rechazada; en otras palabras, demostró que hay un descontento muy serio en la población.

En segundo lugar, el contenido de la protesta pareciera estar pasando del rechazo al decreto sobre pensiones a centrarse en la represión policial, la falta de democracia y a pedidos de que se vayan los Ortega. Esto es de extrema importancia para prever el desarrollo futuro del proceso, pues significa que la protesta está pasando de lo corporativo a lo propiamente político, de la lucha sindical a la lucha por el poder, y si bien ambas se alimentan de la movilización popular, sus planteamientos, los límites del avance y los instrumentos para mantener la correlación de fuerzas durante la negociación son muy diferentes.

En una negociación corporativa las demandas son muy concretas y la patronal suele pedir al inicio de las negociaciones el paro de las manifestaciones y/o el retorno al trabajo. El sindicato puede acceder a lo primero y proponer sus propias condiciones de inicio, y negociar cuándo hacer lo otro durante el proceso, pero ningún sindicato serio va a aceptar el retorno al trabajo como muestra de buena voluntad, porque el paro es su arma estratégica. De igual manera, si un movimiento democratizante ha hecho que el gobierno se siente a la mesa para negociar, lo primero que le van a pedir es que pare la movilización de calle, y si los que representan al pueblo aceptaran, condenarían el proceso a morir pues habrían cedido su principal instrumento de lucha sin lograr nada.

Tercero. El pacto de estabilidad sobre el que ha descansado el gobierno de Daniel Ortega los últimos años esta roto. Primero porque Ortega rompió la regla de que aquello que competía a ambas partes —empresarios y gobierno— se haría por consenso. Como Ortega dijo en su discurso que después de discutirlo varias veces no se llegaba a acuerdo, decidió unilateralmente convertirlo en obligación de los empresarios y los cotizantes mediante un decreto. La empresa privada —el COSEP— contestó rompiendo a su vez el pacto, al unirse a la protesta de la población. ¿Es posible reconstruirlo? Sin duda esta es una alternativa para el gobierno, y el hecho de que haya derogado el decreto no es sino una confesión e invitación a su socio a volver al matrimonio. Pero en estos pactos, así como en el matrimonio, la infidelidad no se perdona solo con la confesión, pues siempre queda pendiente la interrogante de si lo harás de nuevo.

En todo caso, independientemente de si el pacto del gobierno con el COSEP se puede reconstruir, la infidelidad de ambos ya no es el centro del problema. Como las manifestaciones lo han dicho a gritos, el punto central es la democracia, igual que lo fue hace casi 40 años.

Lo que las manifestaciones de los jóvenes y del pueblo están diciendo a ambos es: “Ustedes dos hicieron un pacto a costa de nosotros por diez años, pero eso se acabó. Finito. Estamos en la calle porque queremos ser parte de un pacto verdaderamente nacional”. Si la empresa privada de Nicaragua entiende esto sabrá quedarse donde está hoy, como lo hizo hace 40 años. Y si Ortega lo entiende sabrá ser coherente con lo que fue hace 40 años.

Finalmente. En un intento por desactivar la rebelión, Daniel Ortega ha presentado a su gobierno como el paladín histórico de la concertación con la empresa privada, a veces incorporando a los sindicatos que el FSLN controla. Llama concertación nacional a lo que en realidad no ha pasado de ser un acuerdo del gobierno de Ortega y la cúpula de los empresarios, una especie de Yalta a la nicaragüense que determinó por años los límites de acción de ambos: la empresa privada renunció a hacer política salvo apoyando al gobierno, y el gobierno le dio todo su apoyo y libertad de acción para que la empresa privada se desarrollara, regulándola solo por consenso.

Ortega ha dado además su visión de lo que está pasando sin autocrítica alguna. Al contrario: al estilo de los gobiernos militares, trata de culpar a los jóvenes que protestan, achacando las protestas a su ignorancia y a las manipulaciones de oscuras fuerzas que no identifica, excepto cuando incrimina al “imperialismo norteamericano”. Al final, y a petición de la jerarquía católica —que todos sabemos que apoya a Ortega—, aceptó el dialogo, y ha propuesto generosamente que el decreto sea modificado. Pero no precisa con quiénes quiere dialogar. ¿Sera con sus usuales compadres, el COSEP y los sindicatos sandinistas? ¿O se abrirá a los nuevos actores que han abierto la posibilidad de democratización? En realidad, que ofrezca modificar su decreto no deja de ser indicativo de sus intenciones, pues días antes su esposa y vicepresidenta ya había anunciado oficialmente que este estaba anulado. En buen castellano: lo que está ofreciendo es negociar un decreto que él ya ha tirado al cajón de la basura, lo que en cualquier mesa se interpretaría como una picardía de su parte o un insulto a la contraparte.

Honestamente, después de escuchar hablar a Ortega me he sentido descorazonado ante la posibilidad de que tanto sacrificio del pueblo nicaragüense no logre una apertura democrática en la negociación. Si Ortega sostiene que esta es para discutir su decreto sobre pensiones está ciego ante la realidad política que hoy enfrenta, y no quiere o no puede darse cuenta que no se trata de un simple aumento de cotizaciones sino que está enfrentando, por primera vez y en forma masiva, el cuestionamiento a la legitimidad de su régimen de gobierno. Para cualquiera sentado en la silla presidencial por más de una década, aceptar esto es duro, pero indispensable.

Le quedan a Ortega dos caminos: uno es continuar reaccionando como hasta ahora, es decir, negando la realidad, callando a los medios y enfrentando a sangre y fuego al pueblo. ¿Puede continuar haciéndolo? Se han dado casos y un buen ejemplo es la primavera árabe, con sus tremendas y costosas consecuencias tanto para el pueblo como para sus nuevos gobernantes. Si esto es lo que escoge, tarde o temprano tendrá que responder por ello, porque la calle le ha quitado ya la máscara que cubría su autoritarismo, y la doble fuente de legitimidad con que se alimentaba su imagen está en crisis: los empresarios ya no se sientan —hoy, al menos— con él sino que andan protestando en la calle; y sus políticas asistencialistas de reducción de la pobreza empiezan a sufrir recortes, dada la prolongada crisis de Venezuela, que las alimentaba. Ante este escenario, no le quedaría más alternativa a Ortega que renunciar o hacer de la represión el principal instrumento para mantenerse en el poder, como lo hicieron tantos libertadores en África.

Hay otra alternativa: puede asumir el camino de la democratización de su régimen, una ruta también llena de peligros tanto para su gobierno como para las fuerzas que se le unan en el esfuerzo de lograr una salida democrática a esta crisis. El panorama de la oposición político-partidaria no es halagador: con poca inserción en la población, de pequeño tamaño, con constantes pugnas internas... Así como están ahora, no constituyen una alternativa al Frente Sandinista. Y los jóvenes, que son el corazón de este movimiento democrático, carecen de estructuras y medios para llevar adelante una negociación de apertura democrática.

En Nicaragua hay no pocos hombres y mujeres de capacidades y honestidad probada que entienden de qué se trata, pero hay que poner la esperanza más allá de los partidos de oposición. Sin excluirlos, solo una alianza de los jóvenes con personalidades haría factible conformar un equipo que responda a las exigencias de este momento histórico.


*Rubén Zamora fue en los útlimos gobiernos embajador de El Salvador en Estados Unidos y ante las Naciones Unidas. Miembro fundador del Frente Democrático Revolucionario y de Convergencia Democrática, fue parte del equipo negociador de la guerrilla para los Acuerdos de Paz. En 1994 fue candidato a la presidencia por la coalición CD-FMLN-MNR.

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