Columnas / Cultura
El dedo de Dios
El trabajo de reportero a veces da oportunidades para verse en situaciones inverosímiles en los lugares más impensados. Hace unas semanas acudí a Roma a cubrir un acto del papa. Entrando en el palacio vaticano donde se iba a celebrar, me topé, a la vuelta de un pasillo, con un museo improvisado de historia del fútbol. Sobre una mesa, embutidas en maniquíes de medio cuerpo, se disponían en hilera las camisetas usadas por ocho campeones del mundo.

Fecha inválida
Arturo Lezcano

El trabajo de reportero a veces da oportunidades para verse en situaciones inverosímiles en los lugares más impensados. Hace unas semanas acudí a Roma a cubrir un acto del papa. Entrando en el palacio vaticano donde se iba a celebrar, me topé, a la vuelta de un pasillo, con un museo improvisado de historia del fútbol. Sobre una mesa, embutidas en maniquíes de medio cuerpo, se disponían en hilera las camisetas usadas por ocho campeones del mundo. Luego supe que su dueño era un coleccionista argentino que acudía ese día a agasajar a Francisco con la camiseta original de René Pontoni, ídolo de su niñez y figura histórica de su San Lorenzo de Almagro. Se ve que el obsequiante quiso acompañar la entrega con una exposición efímera para un puñado de afortunados.

Así que allí estaba yo, en un edificio de techos altos como el cielo, con puertas cuyos simples pomos tienen más historia que el propio mundo, observando con cara grave la colección de incunables: la camiseta del Uruguay campeón en el 50, la de la Italia del 82, la de la Alemania del 90 y la de la Francia del 98. Allí estaba la 9 de Bobby Charlton en el 66, la 10 de Pelé en el 70, y la 8 de Xavi en Sudáfrica 2010. Y, en el medio de todas, como una bandera de guerra, refulgía la 5 de José Luis el Tata Brown de México 86. A los que se paraban a mirar –y no eran argentinos– les llamaba la atención que no estuviera el 10 de Maradona. Además, se fijaban en un detalle incomprensible para ellos: la camiseta de Brown estaba agujereada a la altura del ombligo. Para los argentinos –y algún loco futbolero como el que suscribe– tenía todo el sentido del mundo: aquel boquete encierra la quintaesencia de la selección campeona en el Azteca.

Todo se ha hablado ya de la alineación de astros que permitió alzarse con su segundo título a una selección vilipendiada en Argentina hasta que empezó el campeonato. Aparte del estado de gracia del mejor jugador del mundo y la dureza rocosa de su bloque defensivo o del entrenamiento en altura previo al Mundial, también ayudó la conjura del grupo a base de supersticiones enfermizas y, por supuesto, las obsesiones de Carlos Salvador Bilardo. Entre las muchas que quedaron en el recuerdo está la de su fijación con hacer vestir al equipo con camisetas ligeras, que no pesaran en el calor mexicano del mediodía. Antes del Mundial consiguió que Le Coq Sportif, marca que vestía a la Albiceleste, desarrollara una tecnología que hacía parecer la casaca argentina una bayeta de cocina, llena de agujeritos, que permitía transpirar a gusto a los pupilos del Doctor.

A uno de ellos le permitió, además, hacer algo más trascendental con la camiseta: romperla. José Luis Brown marcó el primer gol de la final. Gloria. Al inicio del segundo tiempo, sin embargo, el Tata cayó mal en un forcejeo con Hoeness y se dislocó el hombro. La frase que le dijo al doctor Madero mientras lo atendían también forma parte del museo viviente del fútbol argentino: “De acá no salgo ni muerto. Ni se les ocurra sacarme”. Para aguantar sobre el campo y mitigar mínimamente el dolor, lo que se le ocurrió fue morderse la camiseta hasta abrirla. En el agujero metió el dedo pulgar para tratar de inmovilizar el hombro. La estampa del Brown brazo en cabestrillo durante cuarenta heroicos minutos forma parte de la historia de los Mundiales. Y de la vida de los aficionados que lo recordamos como un símbolo de aquel partido que Alemania logró empatar –¿casualidad?– con el Tata ya perjudicado, antes de que Burruchaga disparase la histeria final con el 3-2.

Cuando 32 años después vi la camiseta delante de mí, sólo se me ocurrió tocarla como quien frota un trozo de seda, a ver si era auténtica. Y al hacerlo me retrotraje a aquel domingo de junio del 86. Fue mi primer mundial consciente, aquel que suele coincidir con la edad en la que en los partidos de tu barrio te desvives por identificarte con las grandes estrellas. Durante ese mundial, en nuestro Maracaná local nos peléabamos por ser Rummenigge. O Platini. O, por supuesto, Maradona.

A nadie se le hubiera ocurrido pedirse a Brown. Imagínense. Quién era ese defensa, pensarían, que ni equipo tenía cuando empezó el Mundial, que fue de rebote y, según decía él que le decían, “para cebarle el mate a Bilardo”. Los destinos hicieron que Passarella, el káiser de la zaga, el líbero de la defensa de tres, se pasara el Mundial en el cuarto de baño con una escherichia coli retorciéndole los intestinos, lo que le dio hueco al Tata para erigirse en la revelación de los invisibles, los que salen repetidos en los cromos, los gregarios que no esperan llegar a un Mundial. El Tata lo hizo, jugó los siete partidos, metió un gol en la final y luego se metió el dedo en la camiseta y de paso a toda la Argentina en el bolsillo. A mí que me perdonen Víctor Hugo Morales, Diego Armando Maradona y de qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés: para mí, México 86 es obviamente el gol a Inglaterra y la mano de Dios, pero también, y más todavía tras mi encuentro vaticano, aquel mundial será para siempre el del dedo de Brown.

Camisola que el defensa José Luis
Camisola que el defensa José Luis 'el Tata' Brown usó en la final del Mundial de México 1986, en la que Argentina se coronó campeón del mundo tras vencer 3-2 a Alemania Federal. Foto Arturo Lezcano.

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