Reportaje  

“Que jamás vuelva ese tren”

Las autoridades mexicanas han anunciado ya la reapertura del tren en Tapachula. Una máquina que ahorraría cinco días a pie a los migrantes, pero que podría traer cosas mucho peores que una larga caminata: asaltos, violaciones, asesinatos y secuestros. Y la llegada de los Zetas.
Texto: Óscar Martínez/Fotos: Toni Arnau
Publicada el 03 de noviembre de 2008 - El Faro

Un inmigrante cruza un puente en las inmediaciones de Tapachula, a una hora de la frontera con Guatemala. Los viajeros aprovechan el camino abierto por las vías para evitar los controles migratorios. Estas zonas son territorio de asaltantes.

 

La casa de acogida para migrantes amputados en Tapachula lucía vacía. Era la primera semana de mayo de 2008. El calor era pegajoso. Unos 35 grados centígrados a la sombra. Las hojas de los árboles permanecían inmóviles. Eran malas noticias para las cuatro mujeres y los tres hombres que descansaban en ese hogar. Los ocho muñones que juntaban entre ellos resentían aquel bochorno. La cicatriz que queda cuando suturan un brazo o una pierna mutilada es muy sensible. Palpita con el calor y la humedad. Y Tapachula cumplía en aquel mayo con las dos características. 

 

Las piernas de la mujer que se refrescaba frente al ventilador quedaron tiradas en algún lugar de la vía del tren, entre Arriaga e Ixtepec, más al norte de la fronteriza Tapachula. De la rodilla para abajo, su miembro rodó. El brazo de un hondureño cayó por un corte más fino, el de un machete. Fue en Tapanatepec, antes de Arriaga. Asaltantes del camino. Otras dos mujeres lavaban ropa sentadas en taburetes. Pararse en una sola pierna durante algunos minutos es agotador. Un hombre joven y sin pie atendía la tienda que en parte sustenta el lugar, y otro más había salido. Como el de la tienda, solo usaba un zapato.

 

La vida de todos los que estaban incompletos de alguna extremidad había cambiado de la misma forma: a vuelta de rueda. De rueda de tren. Una rueda de acero, de medio metro de radio, que gira sobre un riel del mismo metal. Acero contra acero. Todos fueron mutilados más al norte de Tapachula, subiendo hacia Estados Unidos. Quedaron tirados a la par de las vías hasta que alguien, casi siempre otro migrante, les echó la mano y los llevó hasta un hospital, donde los amputaron y los remitieron al albergue de Doña Olga (así pide que la llamen) en Tapachula.

 

Doña Olga llegó por la tarde, cuando el sol había bajado y los mutilados veían televisión. Ella (morena,  bajita, de 39 años, con un largo pelo negro, falda larga, camisa de manta y sandalias de cuero) fundó este albergue a principios de siglo.

 

Llegó al albergue esa tarde de mayo, justo cuando Efraín, el hondureño, el único que estaba ahí por un machetazo, contaba su historia, y repetía: “Ya se me acabó la vida, si yo iba a trabajar en la construcción a Estados Unidos. ¿Cómo van a contratar a un albañil sin brazo?”. Doña Olga, recién llegada, respondió a la pregunta con una sonrisa: “No sea exagerado, su vida no ha terminado. Agradezca que no venía en el tren cuando lo asaltaron”.

 

Se alejó del hondureño y se sentó en uno de los sofás del salón de recibida del albergue para hablar sobre por qué se interesó por los centroamericanos (en su mayoría) que dejan un pedazo de sí en los rieles. “Es que yo vivía cerca de las vías de Tapachula y veía cómo el tren le arrancaba las piernas a muchos migrantes y no podía ayudar en nada más que llamando para que los llegaran a traer”.

 

El tren ya no pasa más por Tapachula. Dejó de hacerlo cuando a mediados de 2005 el huracán Stan inundó gran parte de Chiapas (estado fronterizo con Guatemala) y arrasó con varios puentes por donde el ferrocarril transitaba, cargado de indocumentados. Ahora, en esa ciudad de casi tres millones de habitantes, los rieles han desaparecido entre la maleza achicharrada por el sol y de la estación de trenes sólo quedan los huesos metálicos de lo que fue un hangar.

 

Antes de que la naturaleza modificara la ruta, grupos de hasta cien migrantes se juntaban cada día a unos dos kilómetros de la estación de partida del ferrocarril. Le daban suficiente margen a la locomotora para que sacara los vagones de la zona de control de la compañía ferroviaria para evitar a los garroteros que, como su nombre indica, atacaban con sus garrotes a quien quisiera subir a los vagones cuando estaban detenidos. “Este tren iba rápido, alcanzaba unos 20 kilómetros por hora cuando los migrantes lo querían agarrar, y por eso es que tanta gente quedaba mutilada aquí”, explica Doña Olga.

 

El panorama de su casa llegó a ser muy diferente. Ese día del pasado mayo tenía a nueve mutilados. Antes de 2005 se le acumularon hasta 70 en un día, “y cada semana llegaban al menos diez nuevos”. Hoy recibe a los pocos que le trasladan desde algún albergue de paso para migrantes o desde hospitales.

 

Doña Olga sonríe casi siempre, aunque hable de algo grave. Sonrió incluso cuando se enteró de que la Subsecretaría de Transportes Ferroviarios de México había prometido echar a andar de nuevo ese tramo de vía muy pronto. Cuando escuchó que, si la institución cumple, pronto la maleza será cortada, el esqueleto metálico soportará una gran nave y en toda Tapachula volverá a escucharse el potente claxon del tren, seguido de los golpes de metal. Luego se frotó los ojos, como augurando un cansancio que viene, borró su sonrisa y comentó: “No, Dios no quiera que eso pase, que jamás vuelva ese tren. Yo ya sé lo que es tener a esa máquina aquí”.

 

Ahí viene el lobo

 

El anuncio gubernamental que para Doña Olga se traduce en una amenaza se ha convertido en una promesa reiterativa: ya viene el tren, ya volverá a Tapachula. En una entrevista concedida a finales del año pasado, Óscar Corzo, director de transportes ferroviarios de este país, puso fecha al lobo anunciado: “En julio de 2008”.

 

De más está decir que su plan no se cumplió. Ya lleva tres meses de retraso el objetivo final. Corzo aseguró en aquella entrevista que ya había solicitado los $40 millones necesarios para reparar lo que el huracán se llevó. Y julio no era la única fecha. “En febrero de 2008 estaremos en Pijijipan (a poco más de 100 kilómetros de la frontera), en marzo o abril en Mapastepec (a unos 50 kilómetros), y en julio del año que viene saldremos desde Tapachula”, fue su frase completa. Nada.

 

Juan Alberto Rivera, 19 años, hondureño. Unos asaltantes le empujaron desde arriba del vagón y a causa de las heridas que sufrió perdió una pierna.

 

La intención de volver a echar a andar el tren desde la frontera nada tiene que ver con los migrantes. Es una lógica comercial: sin una conectividad total de las vías, pocas empresas se interesan en buscar la concesión de los tramos férreos del sur. De hecho, en  agosto de 2007, la empresa estadounidense Genesse and Wyoming, que explotaba las líneas férreas en el tramo Arriaga-Ixtepec, renunció a la concesión otorgada por el Estado mexicano, y ahora una compañía estatal es la operadora.

 

A finales de septiembre de este año, este periódico tenía una cita pactada con Corzo. La reunión fue cancelada, y prometieron responder a las preguntas básicas vía correo electrónico: ¿qué pasó con su plan? ¿Qué hicieron con el dinero? ¿Tiene un nuevo plan con nuevas fechas?

 

Un mes, ocho correos electrónicos y una decena de llamadas telefónicas después, solo se obtuvieron respuestas para dos preguntas, y las dio uno de los encargados de la oficina de prensa: 1) ¿Por qué tardan tanto en contestar? “Es que es un tema delicado si hablamos de migrantes. Nosotros no nos encargamos de los migrantes y esta información podría ser útil para los que estén pensando en migrar”. 2) Entonces, ¿ya no habrá tren? “No creo que se haya detenido el plan si el licenciado Corzo lo dijo”.

 

La promesa sigue ahí. El tren, para desgracia de Doña Olga, volverá.

 

Cuando la benefactora de los migrantes mutilados pensaba en las razones para negarse a esta idea, lo hacía imaginando la cantidad de muñones que tendrá que curar cada semana. Revisando documentos, se encuentran algunas razones más para que muchos futuros indocumentados unieran su voz para corear con Doña Olga: “Que jamás vuelva ese tren”.

 

El Instituto Nacional de Migración (INM) tiene 48 estaciones migratorias en todo el país. Ahí, los agentes migratorios han recluido, entre 2002 y 2007, a 1,170,254 migrantes. El 98% de estos venían de Honduras, Guatemala y El Salvador. Si vienen de estos países, según tratados binacionales, deben ser deportados a las 48 horas de su ingreso.

 

Solo en Chiapas se concentran 11 de esas estaciones. México tiene 31 estados, y aquel que sigue a Chiapas en cantidad de centros de detención es el norteño Tamaulipas, con cuatro. Chiapas, por donde el tren volverá a pasar, es la prioridad para los operativos de migración.

 

Cuando en 2005, Migración echó a andar su llamado Plan Sur, diseñado para detener a más indocumentados, drogas y otras mercancías ilegales, establecieron dos cordones de seguridad. Así llamaron a las líneas imaginarias que trazaron sobre el mapa mexicano, donde ubicaron más operativos en el tren y designaron a más agentes migratorios. Esos dos cordones atraviesan Chiapas. Uno arriba del otro. Casi a la par. Esos dos cordones son los que atravesará el tren cargado de indocumentados.

 

Rodolfo Casillas, investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, presentó en 2006 su estudio sin precedentes titulado “Una vida discreta, fugaz y anónima”, que habla sobre el paso de centroamericanos por México. Hizo un conteo de detenciones, y en 2005, el año en que el tren dejó de circular desde Tapachula, las detenciones de migrantes en Chiapas respecto al total de detenidos de ese año se redujo casi en un 10%, aunque ese estado sigue siendo en el que más atrapan a los indocumentados.

 

Los operativos en el tren son aquellos donde el INM obtiene más logros al lanzar su red. Llegan a atrapar a grupos de más de 50 migrantes en cada operativo. Ese es su trabajo. Una información obvia si no fuera porque los operativos se ejercen con gran brutalidad, como varios organismos civiles e incluso las Naciones Unidas han señalado.

 

Se han publicado fotografías de militares apaleando a migrantes que intentan huir de los operativos, y hay registro de varias víctimas que han perdido piernas y brazos en medio de la estampida de migrantes que generan estos retenes.

 

Los implacables operativos sobre el tren, los cuerpos destazados por el acero y las estaciones migratorias que esperan para ser llenadas no son los únicos argumentos para pedir que no regrese un tren que acelera significativamente el viaje de un migrante. Los sabuesos del camino tienen otros argumentos para apoyar la frase de Doña Olga, a pesar de que eso les cueste caminar varios días por tierra de asaltantes del camino.

 

Mareros y narcotraficantes

 

Era una noche templada de mayo en las vías de Arriaga, Chiapas. Unos 200 indocumentados descansaban con sus cabezas sobre los rieles a la espera de escuchar el fino silbido que corre por las vías cuando el tren echa a andar. Arriaga es el primer punto desde el que avanza el ferrocarril.

 

La mayoría llegó caminando hasta ahí. 252 kilómetros desde Tapachula. Paso a paso por en medio de ranchos de ganado y montes alejados de las carreteras y los pueblos. La minoría, los menos temerarios, se arriesgaron a llegar hasta Arriaga en autobuses, haciéndose pasar por mexicanos y logrando que las autoridades migratorias que revisan a los pasajeros no descubrieran su secreto.

 

Juan Carlos Molina, 37 años, de El Salvador. Perdió dos dedos durante un asalto al parar un machetazo que iba dirigido a su cabeza, llevaba dos días en México cuando ocurrió.

 

La historia de uno de los que llegó a fuerza de pierna hasta ese punto se convierte en la historia de casi todos los demás. El camino del hondureño Ricardo Amaya llegó a un punto en el que se volvió el mismo camino de decenas de los que dormitaban junto a él. Exactamente el mismo.

 

En La Arrocera, un pequeño puñado de casas ubicado entre Tapachula y Arriaga, una comunidad improvisada en medio de montes y vacas, ocurre varias veces al día la misma escena, la que en mayo vivió Ricardo Amaya por tercera vez.

 

“Me salieron tres hombres y un niño, igual que la anterior vez que vine. Dos andaban pistolas y los demás machetes. Yo venía con tres hondureños que conocí en Mapastepec. Veníamos por el monte cuando nos salieron de repente, de atrás de unos árboles. Solo nos empujaron afuera de la vereda, ahí por un riíto, y nos hicieron quitarnos toda la ropa. Desnuditos nos dejaron. Todo, todo. Y nos revisaron la ropa. Bien revisadita, porque hasta las costuras de los pantalones les rompen con cuchillos, por si llevás dinero escondido ahí. Ya después te dejan la ropa lejitos tuyo y te dicen que contés hasta cien en voz alta, que si no te matan. Y se van”.

 

Nadie ha cuantificado los casos, pero los encargados de los albergues de Arriaga e Ixtepec (siguiente destino de Arriaga) aseguran que es raro el migrante que se libera de este asalto, y rara la mujer joven que no es violada en ese punto. Pasar por La Arrocera es una de las pocas formas, y la más rápida, de sortear el punto de revisión migratoria ubicado a esa altura de la carretera.

 

Como a cien metros de Ricardo, Wilber, el guía hondureño, esperaba con su grupo de parientes el fino silbido. A diferencia de un coyote, un guía no tiene tarifas por llevar gente a la frontera norte mexicana. Es un migrante con experiencia, un erudito del camino, que lleva parientes y amigos al otro lado por poco dinero. Un viajero atrapado por la adrenalina del camino. Wilber ya no pasa a Estados Unidos porque tiene encima una felonía, por haber sido detenido seis veces intentándolo. Si tratara de pasar y fuera detenido, se enfrentaría a cinco o más años de prisión.

 

Él burló La Arrocera. “Conozco un camino, más largo pero más seguro”, explicó. Tenía la confianza de un caminante que repasa lo que ya conoce. Los rieles parecían almohada bajo su cabeza. Wilber hablaba del actual recorrido como quien habla de tiempos mejores: “Esto no es nada, ahí te asaltan y te vas, o podés correr. Antes era perro”. El antes al que se refirió era antes de 2005. Antes del Stan. Cuando había tren en Tapachula. El mismo antes del que hablaba Doña Olga. “Eso era maldito, porque cuando había tren todos lo agarrábamos. Pues sí, siempre pensabas: ey, me voy a arriesgar, tal vez no pasa nada esta vez. Pues sí, no es fácil decidir caminar unos cinco días desde allá hasta aquí si podés venirte en unas horas en el tren”.

 

Wilber ocupó la palabra “maldito” de forma extraña. La ocupó para definir algo realmente más complicado que cinco días caminando con poca comida y poca agua, atravesando pantanos y montes, y enfrentándose a asaltantes y violadores. “Es que en ese tren también te asaltaban, pero eran los mareros, de la Mara Salvatrucha (MS). Ellos controlaban desde las vías de Tapachula. Ahí pasaban pidiendo dinero a la gente, pero después igual se subían al tren, y ahí violaban a las mujeres y tiraban al que no les daba. Cuando se subían drogados, aunque les dieras te aventaban a veces”. Aquellos tiempos “malditos”. Cuenta que se bajaban en Tonalá (antes de Arriaga), que hasta ahí llegaba su control.

 

En lo que Wilber se parece a un pollero es en que los dos han visto lo que se ve si se permanece mucho tiempo en este camino. Muerte: “Yo bien vi en 2005, poco antes de que se jodieran las vías, cómo agarraron a un salvadoreño que no quería dejar que le violaran a la mujer. Lo agarraron de las manos y los pies y lo dejaron caer cabal en medio de los rieles. Partidito lo hizo el tren”.

 

Lo que Wilber dice tiene asidero en números e informes. Según la Secretaría de Seguridad Pública de Tapachula, entre 2002 y 2006, 1,141 pandilleros de la MS han sido detenidos en ese estado. El municipio donde más detuvieron fue Tapachula: 569. El 21% están presos por robo a mano armada y el 10% por homicidio. Este es el único estado mexicano en el que la inteligencia de este país reconoce que hay un “problema con las pandillas”.

 

“Era mucho más perro. Yo, si volviera ese tren, no lo agarraría”, aseguró Wilber. Minutos después el tren emitió su silbido por los rieles. Todos se subieron a los vagones y empezaron un viaje de 11 horas hasta Ixtepec.

 

Es común escuchar a un migrante maldecir los cinco días caminando. Maldecir La Arrocera. Maldecir al huracán Stan. Es lógico que a una persona se le ocurra esto cuando está en el suelo, en media breña, desnudo, sin un peso en la bolsa y contando hasta cien. La mayoría de los migrantes viajan por segunda o tercera vez y lo hacen de manera inmediata. Intento tras intento. La mayoría nunca conoció un tren en Tapachula. Lo que no es común es que un pollero o un guía maldigan esas caminatas. Aprenden nuevas rutas, se tragan el hambre y la sed y saben que esas gotas de sudor que resbalan en los días calurosos son mejores que encarar a un grupo de mareros en el techo de un tren en marcha.

 

Era septiembre de este año en Ixtepec, y aunque el clima del lugar superaba los 30 grados centígrados, la brisa que despedía al verano y recibía al otoño hacía más confortable sentarse bajo un árbol, y permitía parar de sudar.

 

Ahí, bajo un árbol, afuera del albergue y frente a las vías, estaba Miguel, un pollero guatemalteco. Tiene 38 años, y ha subido y bajado indocumentados hasta Texas durante 12 años. Empezó en 1996. Durante nueve años de su carrera viajó en el lomo del tren que salía de Tapachula. Durante otros tres años ha viajado como todos los demás hasta Arriaga. Miguel no tiene la mitad de un pie. Se la cortó un tren, justo el año en que el de Tapachula dejó de salir, en 2005. Él, que además tiene que guiar a un grupo de cinco migrantes por viaje, debe lidiar con una muleta para caminar los tramos que se caminan para bordear estaciones migratorias. Él suda como todos para llegar a Arriaga.

 

Lo normal sería que Miguel maldijera como los migrantes. Maldijera la ausencia de un tren. Sin embargo, cuando se le pregunta por qué no actúa como los demás, solo mueve la cabeza de lado a lado y sentencia: “Es que no saben de lo que están hablando. No saben lo que piden”.

 

Aseguró que a él le tocó ver todo lo que Wilber vio. “Llegaban a las vías de Tapachula con machetes, siempre”. Dijo que arriba era tierra de nadie. “Se robaban todo. Se subían de noche al tren. A varios los tiraban. Violaban mujeres sobre el tren”. Augura que lo que parece remedio solo será veneno. “Van a haber muchos accidentes, muchas muertes. Las máquinas que saldrían de Tapachula son las de antes, las más peligrosas, las de la compañía Ferromex, las que van más rápido. Van a causar mucha muerte. Ese es el tramo de tren más peligroso que ha existido”.

 

Según Miguel, los nuevos tiempos en este camino ayudarán a que lo que ya era terrible sea peor: “Se van a acumular mareros y zetas. Si los Zetas no han venido aquí es porque no hay tren, y los migrantes andan más repartidos por todos lados”.

 

Los Zetas son un grupo del crimen organizado, considerado por las agencias de investigación estadounidenses como el más sanguinario de todo México. Un grupo inaugurado por el cártel del Golfo, uno de las dos más poderosas agrupaciones mexicanas de tráfico de drogas, para que funcionaran como sus sicarios. Un grupo encabezado por militares desertores, con entrenamiento para manejar armas largas y sobrevivir a condiciones adversas. Desde finales de 2007, Los Zetas, que aún no alcanzan el control de zonas indispensables para llevar drogas a Estados Unidos, que aún no tienen el nivel de relaciones con los grupos colombianos como para intermediar sus sustancias, se está dedicando al secuestro masivo de migrantes y a pedir cuotas a los polleros que quieran transitar por sus zonas de control.

 

“Van a llegar – vaticinó Miguel –. Si la ruta se completa con el tren, van a llegar, y ahí va a haber mucha muerte”. Un experto más en el camino, otro especialista en migración, otro pirata de estas rutas que se une a la petición de Doña Olga, esa que no impedirá nada: “Que jamás vuelva ese tren”.

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